Aspecto
que ofrecía la Parroquia de La Poblachuela en los años cincuenta del pasado
siglo XX
Juanico mal encaraillo, con limpio
trajecillo dominguero y el pelo, atusado, con rayo bordeada de cerdas, como
cañas de rastrojo, come pitos, duros y garbanzos, “torraos”, mientras,
bobaliconamente, mira voltear la campanica del desmedrado campanil de la
insulsa ermita parroquia del Cristo.
Juanico, es un muchachote canijillo y
seriote. No crece. Es amigo mío.
“¡Dios!” –me dice cuando nos cruzamos,
casi a diario en la carretera de las huertas de La Poblachuela. Va por las tardes,
a Ciudad Real a llevar el ordeño, con una vara, cortica, arrea la vieja burra,
blanca, que monta a mujeriegas, sobre las aguaderas. En las aguaderas, los
cántaros de leche cantan, con voz blanca: ¡cloc-cloc!, ¡cloc-cloc! Juanico, con
rtimo, chillón, tartajoso, va diciendo a la bestia:
-“¡Borreggguíica!, ¡borreggguíica!,
¡borreggguíica!”… -acentuando, de firme, las ies.
Como hoy, día de San Miguel, es la
fiesta de las huertas, no ha llevado leche a Ciudad Real y está en la plazoleta
de la ermita, con su trajecico dominguero bien atusado el pelo, comiendo
garbanzos, “torraos”, y pitos, duros, y mirando voltear la campana mientras
vuelve la procesión del Cristo de la Salud.
Nos ha dicho: -¡“Dio”!- como acostumbra.
Ni más, ni menos.
-¡Adios, Juanico! Y nosotros, como él,
también miramos el campanil, esta tarde bonito, en verdad, contorneado de
aborregadas nubes, pardas, violadas, negras, cuando anochece, y con la campana
cabeceando, borracha, su alegría, loca. En la fachada de la ermita, buscamos –por
manía, ya- piedra cuarcitosa, cuya silueta dibuja una de aquellas tripudas
botellas de cristal tan frecuentes, antes en las mesas de los cafés y en la del
comedor de nuestras casas. El albañil, que la colocara, la bordeó de yeso, con
cuidado y curiosamente, para que se distinguiera mejor.
Antigua
imagen del Cristo de la Salud destruida durante la Guerra Civil
Española
En las uniones de las piedras de la
fachada, hay clavadas bengalas con la mecha tiesa, expectante. De la ojiva de
la puerta de la ermita, penden luces eléctricas.
A más de los cinco bancos; de los setos,
verdes, de las huertas próximas, y de la alfombra de tierra roja, de siempre
–jugosa por la lluvia septembrina-, la cuadrangular plazoleta de la
ermita-parroquia de la Magdalena o del Cristo, tiene puestos, de confituras,
adornados con cadenetas de colores grupos de gente, fiestera; dos autos, al
borde de la carretera; el borrico de los altramuces.. y a Juanico, y a ti, y a
mí.
Del lado de los Castillejos, por la
carretera, tiran cohetes, parpadean velas y se oye música. Es que regresa, a
primera hora de la noche, la procesión del Cristo y San Miguel, delante. Salió
con sol; signó al cielo, en crepúsculo; se perdió, zigzagueante, por caminos
verdes y árboles y casas y tablares jugosos y, de regreso, viene con su corte
de hortelanos, agradecidos o dolientes, para concluir en impresionador cuadro.
Bien lo pintara Solana, si lo viera, y no lo desdeñara Zuloaga, para friso,
recio, de azulejos de una añeja iglesia segoviana.
Fijaos: Cohetes, abriéndose en estruendo
de chorro, centelleante. Tintineo de campana. Música. Flamear de estandartes.
Bengalas, con lagrimones de escarlata y humos llevando al elevarse, un poco de
luz, morada, a los nubarrones y a las copas de los árboles frutales. Ruedas, de
artificio, girando, truenan, silban, siembran, a voleo, lumbres y destellos y olores
de pólvora. Siluetas campesinas, dantescas, informes, al contraluz del primer
término. Al fondo enmarcado por la ojiva de la abierta puerta de la ermita, el
muerto Crucificado grana, verde, blanco como llama de incendio votivo, -se
recorta en la oscuridad que del templo sale- Parado, con los brazos en cruz,
parece alentar cuando menean las andas; lo acarician humos de incienso
resplandor de bengalas, y lo clavetea con chispas, como gotas de sangre de luz,
el cercano castillo de fuegos.
Cartel
de la Feria y Fiestas de la Poblachuela de 1948
El silencio de oraciones –beso de
despedida-llega al Cristo. Los floripondios y los faroles de las andas, se enrojecen,
verdean, se ponen blancos, amarillean, como Él.
Después: ¡“Dio”, Juanico!; baile, en
aquella huerta; más vino en ésa; la embetunada carretera, con ríos de gente que
canta, que habla a voces, que comenta, que regresa que no se distingue en la
noche, mate…; el faro deslumbrante, de un camión, estrepitoso, a toda
velocidad… Nada.
No, no. Algo más: Lejos, junto a “la
máquina fija”, los cimientos de la secular parroquia rural de la Magdalena de
La Poblachuela que echaron abajo, muchos años ha por amenazar ruina.
El Cristo hubo de refugiarse en una
huerta con torrecilla en el esquinazo, y por “la huerta del Cristo” la
conocíamos. Por fin, vino a parar a esta nueva ermita-parroquia que se
derrumbó, casi concluida y otra vez levantaron como hoy está: insulsa, pobre,
solitaria, tranquila. En ella destrozaron al Cristo viejo y han traído este
nuevo, que vimos pasar.
Junto a los cimientos de la vieja
iglesia, hay, olvidado y triste, un leve recinto contorneado de blancas paredes
con cruces en las esquinas, sobre el muro, y cipreses, incipientes, asoman su
pico, parlan con los Castillejos y tiemblan al pasar el tren. Allí descansan
eternamente, los hortelanos. Allí yace Damiana, la hortelana, y, junto a ella
–unidos en la tierra y por la tierra- dicen, está, para siempre, “el hermano
Bienvenido”.
Guapamente, a lo artesana aderezada, iba
la Damiana, a la procesión del Cristo Viejo: Vestido negro, de merino, largo,
vueludo de saya, apretado de corpiño y de cintura; lustrosos botillos
“cerraos”; pelo estirado, con raya en medio y gran rodete de trenza; cumplido
velo de toalla de encaje almagreño, prendido, el pecho, con pretenciosa venera
de oro y aljófar; larguísimos pendientes, castizos, “de chorro”, con perillas
llegándole casi a los hombros, y, en la mano, curtida y morena, la vela,
pajiza, sujeta con pañuelo de lienzo y puntilla. La acompañaba, majo y enjuto
su marido, “el hermano Bienvenido”, con chaqueta de paño; chaleco de solapas;
gorda cadena de plata; camisa blanca, “Planchá”; sombrero, ancho, en la mano
botas de ternera; y barba, prieta, segada cada ocho días.
Procesión
con la imagen de San Miguel en los años cincuenta del pasado siglo
Eso era hace 30, 40, 50 años.
Hoy la nieta de la otra y del “hermano
Bienvenido”, barbiana hortelana, flor de las huertas, se hizo “la permanente” y
se pintó los labios, para ir a alumbrar al Cristo nuevo. Llevaba –tal que
tapetillo de macetero- diminuto velo, redondo, y rebeca de vivo color, y falda
cortísima, estrechísima, y medias de cristal- si acaso-, y collar de abultadas
perlas, falsas y empinados chapines de correíllas trenzadas, de uña libre y
talón suelto.
Detrás su novio, el hijo del “tío
Miguel”, Ramón, hortelano, buen trabajador y deportista, luce su gallardía y
sus galas veraniegas, en día del veranillo de San Miguel: “pescadora”, clara de
mangas cortas; brazos, peludos; bigotillo recortado; pelo ondulado, lustroso;
zapatos de rejilla, un poco ocres de polvo; un diente de oro. Llegó en
bicicleta. Tiene huerta propia y electrificada; radio y reloj de pulsera.
Juanico no conoce más que estas cosas de
ahora. ¡Ni le hace falta más! Tú y yo sí. Estas y aquellas cosas. ¡Aquellas y
estas cosas, separadas por 20, 30, 40 años!...
-“¡Pos na”! –exclamaría Juanico
sacudiendo las manos.
Julián
Alonso Rodríguez (Diario Lanza, miércoles 26 de septiembre de 1951, páginas 2 y
3)
El
Santísimo Cristo de la Salud en procesión también en la década de los años
cincuenta