Este
es el primer automóvil que transitó por las accidentadas calles de Ciudad Real
de primeros de siglo, al que se refiere don Carlos en su artículo. En la parte
de atrás del vehículo puede verse a don Diego Pizarroso, concejal de nuestro
Ayuntamiento, dueño del auto, del hotel que llevaba su apellido y de esta
posesión, a dos kilómetros de Ciudad Real, el Palomar del Arcediano
Resultará muy curiosa, cuando se
escriba, la historia de la hospedería en la capital de la Mancha y su provincia.
Al extinguirse la primera década de este siglo, me trasladaron desde Valencia
del Cid al Ciudad Real de Alfonso X el Sabio.
Me apeaba del tren de Manzanares-Ciudad
Real a las seis de la tarde, del 4 de octubre de 1909, y pese a mi poca edad,
me di cuenta de que a la salida de la estación, solamente dos coches, casi
iguales, de un caballo, para seis asientos muy apretados, ofrecían sus
servicios de hotel a nombre de “Pizarroso” y “Miracielos”. También esperaba un
tercer vehículo, más modesto, para el correo. Aún no existían autos. El primero
fue una berlina con pescante que trajo el titular del primeramente citado.
Ambos establecimientos se ubicaban en la calle de la Paloma, que después fue de
Castelar, para llamarse de nuevo como en un principio.
“Pizarroso” tenía y tuvo su emplazamiento
junto al número 18 de esa calle de inextinguible recuerdo, por causas
personalísimas, para el firmante. Muchas horas de ilusionada espera conté, ora
en el portal de la casa nueva, ya en el zaguán del pabellón complementario,
frontal al edificio de ladrillo rojo aún existente.
Vivía en ese 18 una prestigiosa familia,
de la que eran parte tres hermanas de linajuda estirpe; tres manchegas a la
cual más lindas; tres lozanas flores de la llanura; tres Dulcineas con suerte
contradictoria. Una, la mayor, fiel a su primer amor, trágicamente
desaparecido, al que fue ejemplarmente respetuosa, sin que la llevara nadie al
altar. La intermedia contrajo matrimonio con alta personalidad de la mejor
sociedad malagueña. Y la pequeña que murió en flor de juventud, con plenitud de
belleza y en espera del logro de sus sueños…
Pizarroso era el preferido de los
viajantes de voluminosas maletas y pesados baúles, cajas o cofres. Y también de
altos funcionarios. Y sobre todo era el preferido para las conmemoraciones
nupciales, aniversarios de acontecimientos familiares, actos políticos,
triunfos electorales… Existía una camarera, la Nena, que con espíritu vivo,
agilidad, buen trato, ejemplar interés, fue siempre la garantía de la empresa y
el mejor servicio de la clientela, sobre todo en el comedor recomendando lo
mejor del “menú” a los comensales.
Miracielos tenía otro público. Si los
viajeros de primera iban a la casa de D. Diego Pizarroso; los de segunda
buscaban alojamiento en la casa del sr. Casado, “Miracielos”, frente a la calle
de la Cruz y el actual edificio de la Jefatura Provincial del Movimiento.
Y ya los clientes de tercera se
hospedaban en la Casa de Huéspedes de Fabián Suñer, en la calle de Ciruela,
casa fronteriza con la de los banqueros Nietos de Martín Moreno, y esquina a la
del Tinte. Recuerdo que éste era el sitio preferido por los ciudadanos que
venían a ejercer la misión de Jurados en la Audiencia Provincial.
Más no quedaba en esto la posibilidad de
acomodo. Bastante la procuraban las Posadas de La Fruta, la de la calle de la
Cruz, la veterana de la cuesta de Pozo Dulce. Y también las populares pensiones
de doña Quintina, inmediata a la Prisión Provincial (hoy Delegación de
Hacienda); aquella otra de la calle de Toledo, próxima a la joyería de don Manuel
Francés, que regentaba doña Ángeles, esposa de un subalterno del Banco de
España; y sobre todo, había, para comer, dos lugares que eran la Fonda de la
Estación M.Z.A.; y la Repostería del Gran Casino de Ciudad Real, que atendía el
magnífico asturiano Graciano Rodríguez, buen cocinero, activo industrial,
catador del buen vino, gustador de platos fuertes de extraordinario
gastronomista. Este Graciano, tuvo por mucho tiempo un restaurante “COVADONGA”,
frente a la platería de Benjamín Fernández, al quedar libre el local que fue
residencia de la Peña, centro recreativo, creación de don Arturo Gómez Lobo,
que se quiso emancipar del Casino…
Aspecto
de la calle Pozo Dulce en las primeras décadas del siglo XX
El Gran Hotel, hoy de Alfonso el Sabio,
vino por los 16 ó 17. Tuvo también su época de moda…
Los arriba nombrados no disponían de lo
que llaman barra, ni tampoco de sala de fiestas y para baile; se arreglaban
todos con los salones del Casino, con la espléndida dependencia de Espinos (que
más tarde fue Ateneo) y los locales de la Benéfica.
Se bailaba solamente en Carnaval y
Ferias. Se bebía en las reuniones, bodas, bautizos, días de campo, y cuando se
trasladaba el personal a la capital de España u otros ambientes más propicios.
La zurra, o sangría, o limoná; alegraba a la gente sin los peligros de la
bebidas alcohólicas hoy tan en boga. Los primeros días de las post-guerra
fueron fatales para los alojamientos. Más tarde aparecen establecimientos
hoteleros clasificados por estrellas y tenedores, con excelentes, concurridas y
bien abastecidas barras. Los paradores de antaño, son hoy Paradores de Turismo.
Ya no existen casi posadas. Todo son Pensiones de lujosa presentación. Y sigue
el contagio y vienen las boits y los Snaks, y las discotecas, y el aligerarse
de ropa, y el acercarse hasta lo increíble…
Del Gran Hotel guardaré siempre el
recuerdo de haber celebrado en él la comida de mis bodas, en 1923. De entonces
para acá ha sido prodigioso el avance de Ciudad Real, y de los pueblos, y de
las villas. Restaurantes, Cafeterías, Churrerías, Chocolaterías, Heladerías…
Por todas partes, ruido, música, estrépito, mecanización del sonido,
automatización del servicio, uniformes blancos con hombreras, botones e
insignias de colores, palabras cortadas, gritos convencionales, pasillos
laberínticos, máquinas registradoras, melenudos y peladas… Muchos micrófonos…
Un deseo de saber sin meterse en nada…
Vivimos muy de prisa, dijérase que con
el acelerador a fondo. Vemos, pero no miramos. Oímos, pero no escuchamos.
Corremos, pero no andamos. Yo creo que todo esto es acaso perjudicial. Nos
creamos necesidades superfluas. Y olvidamos el concepto de la necesidad en
orden a la salud y el bienestar. Entiendo que ese ritmo sensacional con
subestimación de los valores morales siempre es peligroso. Siempre recuerdo la
frase de un manchego auténtico, hacendado, labrador, que repetía muchas veces: “UNA
CASA SE PERDIO POR TENER TODO LO QUE NECESITABA”.
El alojamiento debe ser un remedio del
hogar. Jamás una supresión de la vida de familia, con toda la higiene material,
pero sin que quite las ganas de volver al centro de la vida social,
jerarquizada en amor, en autoridad, en el deseo de hacer amable la vida.
Carlos
Calatayud Gil. Boletín de Información Municipal número 43, agosto de 1973
Así
era la vieja estación de tren de Ciudad Real, y a la que llegó don Carlos en
1909