martes, 21 de julio de 2015

LA VIDA QUE ENCIERRAN NUESTRAS MURALLAS HISTÓRICAS


Portada del desaparecido periódico “Vida Manchega” del 1 de junio de 1928

Hasta la demolición de los restos que quedaban de las antiguas murallas de Ciudad Real a finales de los años cincuenta del pasado siglo XX, que se encontraban junto a la Puerta de Toledo, y la desaparecida barriada del “Padre Ayala”, conocida popularmente como Vista alegre, los históricos torreones que aun perduraban de nuestras murallas eran utilizados como viviendas por familias de escasos recursos económicos.

El desaparecido periódico “Vida Manchega”, publicó en su portada  del viernes 1 de junio de 1928, un artículo sobre las familias que habitaban las murallas, que llevaba como título “La Vida que encierran nuestras murallas históricas”, en el que se decía lo siguiente:

Hemos cogido la carretera de la Ronda anhelosos de no ver fustado el reportaje; a nuestro lado, a unos veinte metros se alza una de esas torres fortines albergue de misérrimos héroes de la vida que puedan afrontar todas las inclemencias con la resignación de su propia desgracia.

Por un momento hemos quedado suspensos en el camino; un tren cruza vertiginoso y un auto más vertiginosamente aún nos hace parapetarnos en el escondrijo de una muralla, librándonos, así, un tanto, de la inmensa polvareda que levanta…

-Por aquí, por este hueco penetramos- insinúa el fotógrafo.

-Allí hay una vivienda donde podemos saber de la vida de estos pobres- dice otro.

-Pues allá vamos, -lacró yó.

Bordeando un sembrado, sin temor a los ladridos de un rabiosote y diminuto cán  que nos sale insistentemente al paso, conseguimos llegar al lugar.

Un cuadro de miseria y dolor nos retiene; en el suelo, entre brozas y pedruscos, rodeados de inmundos esteruchos que sirven de resguardo a la lóbrega y apestante guarida, un matrimonio, andrajoso, en amorosa compañía terminan de devorar el alimento único del día: una sartén de sopas con pan duro, condimentadas con unas cebollas y residuos de tocino recocido.

Nuestra presencia les causo un extraño que se refleja en sus rostros arrugados y compungidos; pero prontamente sus ánimos toman el sosiego interrumpido.

-Somos periodistas- les decimos una vez saludados- y venimos a que sean ustedes amables proporcionándonos detalles de su vivir.

-¡Qué lástima!- insinúa con apagado acento la mujer. Ya ven ustedes, mucha pobreza.

-¿Están ustedes mucho tiempo aquí?

-Desde el mes de agosto; llegamos aquí sin rumbo fijo; mi marido venia bastante enfermo y no teníamos recurso alguno para seguir adelante; el hambre y el cansancio nos rendía; no podíamos más.

Eran próximamente las tres de la mañana; hacía una luna hermosísima; junto a aquellas paredes, las del Cementerio, descansamos unas horas, pero ¡qué horas! Yo creí éste –su marido- se moría; ¡que fatiga, pobrecito mío!

Hasta el año 1958 vivieron personas en los restos de las desaparecidas murallas

Al día siguiente, un arriero que pasaba por allí, al que pedimos una limosna, nos condujo a este lugar y, aquí estamos, viviendo de las limosnas que recogemos.

-¿Cómo han pasado ustedes los días tan cruentos del invierno?

-¡Ah! Aquí se pasa bien, no hace frío, ni calor en el verano; el único inconveniente que tiene nuestra vivienda es que cuando tenemos que guisar dentro el humo nos asfixia, por lo demás, nada, si llueve el techo está bien preparado y el agua escurre hacia afuera.

Nuestra charla con este matrimonio, con el que espiritualmente nos hemos hermanado se desliza con gran fraternidad y sencillez… ¡Hasta nos han invitado a tomar cucharadilla de sopas, que hemos aceptado sin escrúpulo.

“Antón” interroga y el vegete le responde:

-Sí, vienen de vez en vez personas caritativas que nos socorren y gracias a ellas no pasa día que no nos desayunemos; de noche, no hay miedo; por aquí no pasa nadie y además que “todos los vecinos de la calle nos llevamos muy bien”.

La ingenuidad nos proporciona un momento de risa que apagamos con una palmadita en el hombro del anciano, que nos mira con dulzura.

-Y, ¿Cómo se las componen ustedes para lavar la ropa?- tercía Barriopedro.

-Mire usted, gracias a Dios, los giñapos que tenemos procuro asearlos a la medida de nuestros medios. En aquella huerta –y nos señala el lugar donde una mula dá vueltas a la noria- tengo facilidades para el lavado de mis pobres ropas que cuido con tanto esmero como a un hijo, aun cuando no sé comprender la felicidad de ser madre… Con decirles a ustedes que antes me falta para comer, que yá es sacrificio, que para jabón, lo digo todo… Pobres pero, en lo posible, la higiene precisa, esas son mis miras aun cuando la gente crea o quiera ver en los andrajos que nos cubren suciedad y abandono; lo que pasa es que… cuando no se tiene… no hay remedio posible.

Cumplida nuestra misión en este hogar, humildísimo pero que cuenta con moradores que a su miseria  unen la experiencia bondadosa y cristiana del vivir terreno, nos despedimos dejando una limosna que dio nuestro corazón.

Al trasponer nuevamente la muralla, un grupo de lindísimas muchachas, avizoras, movidas por la curiosidad, innata en la mujer, según los pensadores, nos salen a la senda… Una de ellas, morena y con unos ojazos más negros que el fondo de la vivienda que acabamos de abandonar nos dice, animosa y… coquetilla:

-Porqué no nos hacen ustedes una foto?

Y el fotógrafo, socarrón y festivo, puesto en jarras, con mirada penetrante que se cruza retadora con aquella otra de ardiente fuego femenino exclama, tras breve pausa: No puede existir artista que haga reflejar ese rostro, esos ojos, esa boca y… ese cuerpo de sultana…

La muchacha ríe… ríe complaciente y se aleja dando risotadas de infantil alocamiento, mientras que las demás compañeras miran de reojo como si estuvieran celosillas…

Caminamos nuevamente por la carretera, unos rapazuelos, descalzos y casi desnudos nos salen al encuentro implorando una limosna, con fingidas suplicas… En una especie de ventorro, junto a la puerta histórica, reparamos la sed con una gaseosa… Proseguimos la ruta; la bonanza de la tarde impulsa el andar; el olor de los campos satura y embriaga nuestro ánimo…

En esta fotografía podemos ver a una familia que vivía en un antiguo torreón. De fondo podemos ver otros desaparecidos torreones

Hemos llegado a una casuca vieja y destartalada en cuya puerta, una mujeruca sentada, descansa en sus faldas un niño… el nietecito de ojos vivarachos y cabellos tan dorados como los de una princesa de ensoñación…

Saludamos, y al notar nuestra presencia unos rapazuelos que juguetean en los alrededores acuden presurosos e interesantes a nuestro lado…

Del interior de la casa una mujer llena de curiosidad sale a la puerta:

-Que desean ustedes? –nos empeta integrante, mientras una continúa tós ahoga sus palabras.

-No tenga cuidado alguno, señora- somos periodistas y queríamos hacer algo que reflejara el vivir de ustedes.

-Yo, estoy enferma, llevo mucho tiempo enferma; ésta tos me consume; no puedo descansar.

-Viven ustedes aquí mucho tiempo?

-Tres años,- nos responde una esbelta y corpulenta mujer que al mismo tiempo abandona sus quehaceres para colmar, sin ella quererlo, nuestra información.

-Aquí pagaran ustedes poco alquiler- le insinuamos.

-Poco, es alguno, esta casa es propiedad del Cuartel y nada nos cobra.

-Y, estos niños, van a la Escuela?

-Antes si, pero como los padres están así… tan enfermuchos, pues…

En este instante llegan unos niños primorosos y aseaditos acompañados de una mujer; vienen de visita, llegan a cumplir un deber caritativo, de humanidad y de amor…

Ahora es cuando nuestro ánimo se inquieta más, cuando un pobre hombre desesperadamente, en horribles convulsiones parte del cuartucho derruido exhalando conmovedoras exclamaciones.

-¡Permita Dios me den una puñalá en el corazón y quede muerto en mitad de la carretera- grita horriblemente mientras sus manos cubren su cara.

-Qué le pasa? – preguntamos.

-¡Pobrecillo!- nos contesta una de las presentes- que trabajando le ha caído una chusca en el ojo y no puede parar de dolor que tiene.

Y aquel infortunado, mientras el fotógrafo se prepara a efectuar su cometido: llora amargamente cobijado en una honda desesperación.

Y, después, hemos llegado a otro albergue mísero, tan mísero como aquel, como el otro, como tantos de los que existen en los lugares dignos de gloria y triunfo.

En su puerta, como si el mundo de la fastuosidad  se conglomerara en tanta miseria, una muchacha guapa, con ojos grandes y rasgados y dientes blanquísimos recose un mandilito; a su lado una mujer, ya de edad juguetea con un churumbel.

La tarde va declinando; el sol apaga demasiado sus destellos y nos apresuramos a unas preguntas que nada nuevo dicen después de aquellas sinceras explicaciones que nos diera el matrimonio amoroso.

Rafael hace la foto y nos marchamos, comentando en el camino estas miserias humanas que viven ocultas y ensalzando la resignación de los que viven un Mundo tan lleno de privaciones y miserias, conformándose con la clemencia de Dios y la poca ayuda de los hombres.

Por la calle que lleva el nombre de la imperial Ciudad, un coche blanco conduce un blanco ataúd, dentro de él descansa el cuerpo infantil de un niño; su alma volará estos instantes hacia el cielo ayudada por el purísimo reflejo del Sol que se va escondiendo con amor… con dulzura… con cariño….

Hemos rezado una oración por el alma virgen que se eleva y por esas otras que dejamos en esos suburbios que tantas grandezas cuentan en su pasada historia.

EL DUENDE DE LAS CALATRAVAS

Todas estas familias fueron alojadas en la recién creada barriada del Padre Ayala en noviembre de 1958, siendo derribados los últimos restos que quedaban de las murallas ciudadrrealeñas.

Junto a los restos de las antiguas murallas se construían chabolas


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