jueves, 12 de mayo de 2016

ALARCOS, EL “VALLE DE SANGRE”



El reto era arrogante, digno de las hazañas de nuestros caballeros andantes; rebosaba la entereza y la intrepidez de nuestra sangre española. “Puesto que no puedes venir contra mí, envíame barcos y saetías, que yo pasaré con ellos y con mi ejército adonde estás, y pelearé contigo en tu misma tierra”.

Esto escribió Alfonso VIII, con magnífico y soberbio arranque, al poderoso emperador de los almohades; Jacub ben Jusef Almanzor, que se hallaba en Marruecos; y el desafío del intrépido rey de Castilla fue contestado en el acto, reuniendo Almanzor un ejército de cien mil guerreros, en el que fueron alistados “los mozos y viejos de todas las edades, los moradores de los valles profundos y de los altos montes y de las más apartadas regiones”. Aquel ejército, el más formidable que ha invadido España, desembarcó en Algeciras y avanzó en dirección de Toledo, donde se hallaba Alfonso VIII, y el futuro vencedor de las Navas de Tolosa, al tener noticia de las colosales fuerzas que venían a ofrecerle batalla, solicitó auxilio de los reyes de León, Navarra, Aragón y Portugal.


Pero el auxilio pedido no llegaba, y un ejército pequeño que los propios árabes, aficionados a fantasear, y más tratándose de enemigos, evaluaron en 300.000 hombres, salió de Toledo; fue sorprendido por las fuerzas de Almanzor cerca de Alarcos, y, loco ó arrogante, no quiso huir, y aceptó la desigual batalla.

Avisado Jacub Almanzor que la victoria se ha decidido por él, avanza con sus banderas, sus tambores y sus huestes escogidas hacia el sitio donde Alfonso VIII, con los caballeros que le restan, pelea lleno de desesperación. Pero el rey castellano, al ver acercarse aquel nuevo ejército, y enterado por los gritos de los moros de quien viene contra él es el propio emperador almohade, huye, temiendo caer vivo en poder de su enemigo y soñando con el desquite que el tiempo hubo de ofrecerle en las Navas de Tolosa.

Veinte mil cristianos perecieron en el combate y en la persecución, y sus cadáveres cubrieron por completo los campos de Alarcos. Todavía sedientos de sangre los vencedores, penetran por una puerta del castillo en busca del rey Alfonso, asaltando la fortaleza, quemando las puertas, matando a los que las defendían, y, furiosos al no encontrar dentro al rey cristiano, que ha huido por otra puerta, se entregan a nuevas matanzas y saqueos, hacen prisioneros a cuantos moradores hallan en la ciudad y prenden fuego a Alarcos, haciéndolo desaparecer para siempre.


Más generoso que sus guerreros, Almanzor deja libres a los veinte mil cautivos hechos aquel día, casi todos mujeres, niños y vecinos pacíficos; pero el rasgo disgusta grandemente a los moros, que lo consideran una extravagancia caballeresca del rey, y éste, en la hora de su muerte, se arrepiente de aquel rasgo humano.

La Giralda de Sevilla conmemora aquella famosa victoria.

La mandó construir Almanzor en recuerdo del triunfo de las armas mahometanas.

¿Qué queda hoy de Alarcos, teatro de aquella epopeya admirable en medio de nuestra derrota? A una legua de Ciudad Real, en las llanuras cubiertas de viñas y olivares, entre los que se desliza, manso, el Guadiana, álzase un cerro, en cuya cumbre, de áspera subida, halla el viajero un blanco muro almenado con restos de torreón, una puerta que en otros tiempos debió de ser de herradura, con una faja de oriental tracería, y dentro del recinto murado una pequeña iglesia concluía después de la reconquista de la plaza, probablemente en las postrimerías del siglo XIII.

He aquí, en este piadoso monumento y en este cerro, todo lo que queda de la antigua ciudad de la Oretania, conocida con el nombre de Laccuris, y con el de Alarcuris en la Edad Media, de la ciudad histórica cedida por Benabet, rey de Castilla, a su yerno Alfonso VI, como dote de su hija, ganada nuevamente por Alfonso VII y repoblada, en 1178, por Alfonso VIII, a quien, diez y siete años después, estuvo a punto de servirle de tumba. Recobrada por los vencedores de las Navas, no lograron ya levantarla de su abatimiento.


Alrededor de la colina asoman a flor de tierra cimientos de casas, y la reja del arado arranca muchas veces férreas puntas de flecha de las que sin duda sirvieron para cubrir de cadáveres cristianos aquel Valle de Sangre, en el que hallaron sepultura veinte mil soldados de Castilla.

La tradición supone que la iglesia fue respetada por el victorioso califa, en medio del general asolamiento de 1195; pero, en opinión de algunos investigadores, más bien parece construida en el siglo XIII, después de recobrada Alarcos. Su estilo de transición lo caracterizan las anchas ojivas, los bajos pilares, las columnas bizantinas de los arcos de comunicación entre las reducidas naves del templo, los capiteles de su cobertizo y las sencillas molduras que orlan las puertas.

Y, entre esta humildad, destacase una bellísima claraboya de calados rosetones, engastada como una piedra preciosa en el tosco muro de la fachada…

Miguel Medina.  “La Esfera, Ilustración Mundial” - Año V Número 222, 30-03-1918.


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