jueves, 10 de noviembre de 2016

EL PRADO



El llorado amigo Paco Herencia me hablaba insistentemente del Prado

Merinos y cabreros, para abrevar sus cabañas, frecuentaban aquel pozo. Un pozo, en la Mancha, es siempre, un tesoro. Estaba, el nuestro, en sitio apacible por demás, pues allí se extendía un prado con pastizales para las ovejas y frondosos matorrales para el ramoneo de las cabras. Encinas, alcornoques, sabinas, madroñeras… daban sombra, a rodales, para el sesteo. Los pájaros de la enramada y las mil vistosas florecillas que, por doquier, esparcías sus aromas, hacían del ameno lugar una Arcadia feliz, aunque de marcado carácter xerófilo, mediterráneo. Los colmeneros  prodigaban las corchas para sus abejas.

Hizose moro, luego y, tras “malas tardes”, recobró la Cruz. En 1088, cuenta la leyenda- no enjuiciemos hoy sobre la veracidad de su fantasía- aparecióse a pastores y colmeneros, una Virgen en la copa de una encina. Sentada estaba en ella y coro nada de murallas –como reina y señora-  y, sonriente, mostraba al Infante posado en su rodilla izquierda. Lo entretenía enseñándole una fruta madura con la mano derecha.

Con el tiempo, más gentes acudieron y se sentaron en aquellos contornos. Así, el pozuelo, habíase convertido en Pozuelo y la aldea pasó a villa, en 1255, por quererlo un Rey, y a ciudad más tarde, en 1420, pues la mucha nobleza y la mucha lealtad de los moradores lo merecieron ayudando a la realeza prisionera. Recordemos, también, como desde 1195 a 1212 desde la derrota de Alarcos a la victoria de las Navas, mesnadas cristianas y guerreros moros de Jacub, bebieron en el pozo y trillaron el prado feraz.

La leyenda de la Virgen se encerró al nacer, en ermita campesina; creció en Parroquia, y en Catedral persiste.

Al pozo, casas y corrales lo iban cercando. Se ahogaba. Hasta no poder más se defendió, pero hubo de sucumbir, en 1764, cuando el intendente, conde de Beniajar, ordenó cegarlo, ¡porque estorbaba para el paso de su coche! No hay remedio: la gente descomedida se perpetúa a través del tiempo y del espacio.

El pozo estaba “situado en medio del camino real de Sevilla y Alarcos, es la plazoleta del Pilar, entre el puente y la primera casa de la calle que va a la Puerta de Alarcos. Junto al pozo se hallaba un pilar grande” –de ello tomó nombre la plaza”- “o albercón de piedra, ochavado, para dar agua a los pasajeros y caballerías”. Hoy en el Pilar, bien arbolado, se aglomera la vida financiera de Ciudad Real.

El Prado se recortó, se estrechó, lo achicaron invasores huertos y casa de labor. Huyeron, se desterraron, encinas y mejoranas, jarales y herbazales, romeros, tomillos, brezos, lentiscos, madroñeras… ganados y colmenas… Perdió su carácter agreste quedó dentro de la ciudad, siguieron llamándole “el Prado” y, hacia el último cuarto del siglo XVIII, vino a ser “lugar asqueroso e inmundo impropio del templo” frontero guardador de la bella leyenda mariana, en aquel entonces ya, con reflejos de plata, ropajes de sedas bordadas y sones de campanillas.


“Isidoro Madrid, hijo de esta ciudad, principió a fomentar el Prado, poniéndole árboles”, ¿en 1778?, ¿en 1783? Con cuidado y esmero crió los que perduraban después de cincuenta o sesenta años. Por su cuenta, sin gravámenes de los vecinos, ni exacciones de los caudales públicos, ejecutó el “desmonte y el allanamiento del Prado para su riego, por ello el Supremo Consejo de Castilla mandó que, de los caudales de Propios, se le asignase una ayuda de costas para que en lo sucesivo, continuase tan heroico ejercicio, dándole las gracias por tan buenos servicios a la Patria y ornato y recreo del pueblo, y encargando a los señores Jueces le auxilien y castiguen a los delincuentes de esa política”.

El campechanote corregidor don Martín de Aguirre, “tuvo mucho celo con plantar árboles en el Prado”, en el año 1786.

En 1787, la ciudad dio doscientos ducados, a Isidoro Madrid, para continuar su benemérita labor en el Prado. Gracias a los trabajos, -por lo menos en catorce años que lo cita la historia- podemos enorgullecernos, al cabo de 172 años de su iniciación de tener el Prado como el más hermoso y típico rincón de la ciudad.

Ocupaba el cargo de corregidor, desde 1799, don Miguel Becerril, quedó cesante el 9 de diciembre de 1803 y el verano último de su mandato, por su decisión, se hicieron los asientos de piedra existentes, cuando el comentarista consigna la noticia al mediar la XIX centuria. Becerril fue quien no creía saldría, por las minas de la Celaca, el agua infecta que encharcaba nuestra ciudad.

Un acontecimiento extraordinario e inesperado –frecuente en el extravio del pueblo- turbaba la paz de Ciudad Real en 1821 (seguimos, ahora, a Hervás). El 25 de julio, en exposición dirigida a Fernando VII lo dice el Ayuntamiento. Trataba éste, el mes de mayo, de regar la alameda. El agua iba a ella desde un pozo próximo y “propia de las memorias de la Sta. Imagen”. Habiéndose concedido, a Censo, cierto terreno de las mismas memorias a don Fermín Díaz, ex-corregidor de esta capital, creyó, equivocadamente, que había entrado el pozo en el convenio, no siendo así. Estando en averiguaciones, se rompe, el día 2, el antiguo conducto, ciego desde la guerra de la Independencia, que va a dos fuentes o pilones que hay en medio de la alameda y brota el agua, en abundancia, por las regueras. Lo advierte la gente, se propaga la noticia, corren al Prado a ver y cerciorarse y sin detenerse en más lo toman por milagro. Trata el Cura de demostrarles procede el agua de la alberca, pero titubea la gente. Llama “al alcalde de primer voto” para que le ayude a convencerla y lo logran. Mas suplican se le devuelva a la Virgen el pozo y se riegue su arbolado y así se hizo. Reúnense, la tarde de aquel día, varias mujeres y algunos hombres, limpian las fuentes, traen caballerías a su costa y empiezan a regar pidiendo el permiso correspondiente al Gobierno. Al anochecer, van a casa del Párroco; seis granaderos provinciales le conducen, en brazos, a la del Vicario eclesiástico, y le ruegan salga la Virgen al otro día, en procesión alrededor del Prado -¿vendrá de entonces la costumbre, ya perdida, de no salir del recinto del Prado la procesión de la Patrona?- El Vicario accede con tal que el jefe político lo consienta y, como quiera contaban con él, vuelven al Párroco a su posada. Tanto éste, como el Vicario y los alcaldes, consiguieron se retirara la muchedumbre sin la menor dificultad.


En efecto, el día 3 de mayo, salió la Virgen a las seis de la tarde. Ni durante la procesión, ni en su tránsito, hubo otros desórdenes que el de tributar, esforzadamente, repetidos y altos vivas a la divina imagen y a la religión, y duraron hasta las 10 de la noche en su templo. Se oyeron, también en la plaza y en el paseo del Prado, pero solo por espacio de ambos días. Quedó, luego, el pueblo en el mayor sosiego. En este estado lo encontró el comandante del Regimiento de Alcántara. Vino como consecuencia del recurso hecho a S.M. por el coronel y oficialidad del Regimiento de Navarra –acantonado en Ciudad Real hacía un año- acusando al pueblo de actos de sedición y al Clero y autoridades de promotores. Estas calumnias las llevó a sus columnas “El Expectador”, periódico de la Corte. La acción del Regimiento no era nueva, pues por motivos parecidos lo habían trasladado de Badajoz y Toledo.

Total: El Ex-corregidor Diez, dueño de la casa que hoy es Casino, adquirió dos solares, “linde a ella”, con salida a las calles del Prado y del Camarín, para hacer su jardín y, por equivocación –o lo que fuera-, se apropió la noria cercana, como ayuda para su proyecto, ocasionando ese gran jaleo hasta que el Ayuntamiento la recuperó. “Su hijo, don Vicente, pidió, después de estos sucesos, pagara el Concejo la parte que le correspondía de los censos”. La famosa noria aún existe. Desde el Prado se ven, por encima de las tapias de la casa del jardinero, los copudos arboles que la sombrean.

“El año 1822, el Ayuntamiento compró las casas de Cózar –así llamadas por pertenecer a la vinculación de ese nombre- destinadas para habitación del campanero y enclavadas frente a la puerta del sol de la Iglesia. Con su derribo el Prado adquirió forma regular y, dando el Arzobispo de Toledo la piedra necesaria para construir la gradería, quedó constituído en el más bello recreo de la población”.

Mis notas quedan interrumpidas, en esta fecha, hasta nuestros días.

¿Ahora? Ahora, mi buen lector, pregunta a “los viejecitos del Prado”, sentadicos los tienes, al sol, -¿los ves?- en aquel banco de la arboleda. C por B, a buen seguro y con detalles prolijos satisfarán tu curiosidad relatándote las vicisitudes del Prado y los sucesos de que fue testigo en estos últimos tiempos y la renovación de los jardinillos, hecha en la segunda decena del siglo que mediamos.

¡Son narradores de máxima solvencia estos sempíternos “viejecitos del Prado”! Te lo garantizo.

A mí, ¡vive Dios! El alma me revienta de añoranzas, pero… ¡que te cuenten ellos, que te cuenten ellos!

Julián Alonso Rodríguez, jueves 1 de diciembre de 1949.


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