viernes, 20 de octubre de 2017

EL CAMARÍN DE LA GUÍA DE LA PARROQUIA DE SAN PEDRO


 
El coro y el retablo de la Virgen de la Guía de la Parroquia de San Pedro, antes de la destrucción de la imagen en 1936

El Sol y yo, buenos amigos, “en amor y compaña” callejeábamos una tarde por Ciudad Real. El  Sol se puso muy pesado tostando y retostando rebanadas de cal en las paredes. “De mentirijillas” me enfadé con él y decidí dejarle. En la casa-curato de San Pedro pegué mi sombra, para que no la viera, a las paredes de  los patios parroquiales… y, travieso con chispitas de luz, me la agujereó, a través de las enredaderas. Aprovechando la ocasión –una nube vino en mi ayuda- la metí en la húmeda sacristía, y, no seguro todavía, quise esconderla en lóbrego y largo pasadizo cuando, sin darme cuenta, me zambullí en la Iglesia.

Soledad absoluta, refrescante, suntuosa y placentera llenaba las naves. Firmes, vigilaban los seis pilares desplegando, por lo alto, sus aristas cogidas de las manos, con ritmo de rigodón pétreo, para sujetar las bóvedas augustas afeadas de cal. En su penumbra, la Capilla del Chantre Coca callaba recreándose, amorosa en su retablo, en su sepulcro, en su lienzo de la Familia Nazaretana.

De los pies de la nave central de la Iglesia, en a modo de suave y acompasado compás de salmos, creí oír. A lo que me dijo mi fantasía –sentada “la fresca” al pie de una columna- no era otra cosa que charla sutil de los innúmeros ángeles, angelotes y santos de yeso de los relieves del muro y del coronamiento bello del coro hecho por Antonio Fernández “que contrató con los curas de aquella parroquia en 1591 según el Sr. Delgado Merchán” y cuenta Arellano. En mí desvarió percibí nombres: Burguetas, Cañamón. ¿Recordaría esa tumultuosa y bien compuesta pléyade de yeso la última noche que, de par en par, se abrió  la puerta del coro para aparecer, bajo su arco, ante el aterrorizado pueblo, entre paños negros y cirios amarillos, sobre un altar, el famoso “Cristo de las Estaquillas” –con dos manos en la Cruz- pidiendo, por su amor, una limosna por sus almas y para enterrar al Burguetas y al Cañamón, cuando, al amanecer, por sus delitos murieran en la lóbrega cárcel frontera?

Así se hacía en casos semejantes pero, desde entonces, no volvieron a franquear la puerta, Puerta histórica: En ella, bajo un cobertizo cuyos restos aun se aprecian por fuera, en el cementerio, “la campana tañida”, se reunía el Concejo “durante el siglo XV y gran parte del XVI”, cuando Sta. María no había alcanzado más prosperidad que San Pedro.

 
El retablo de la Virgen de la Guía en 1948, cuando recibía culto en él la imagen de Jesús Caído

Me acerqué y, ciertamente no fueron memorias de trágicas penas capitales las sorprendidas en expresiones y gestos de escayola. Risas, éxtasis, vuelos floridos, actitudes casi clásicas, alegría de corrillos retozones lo llenaban todo. Era una congregación blanca, alegre, de nubes amasada con ángeles y santos, nimbando, semiecuatorialmente, el más hermoso carro triunfal parado, plantado allí para gloria de una Guía, orgullo de un templo, “acabado modelo, cuyo dorado se hizo con limosnas en el año 1765” (según Clemente); rehabilitación de un estilo que dio y da, boato y riqueza a las Iglesias españolas, y capaz, cuando por los derroteros del Arte lo enderezan, de codearse y hombrearse con cualquiera. Proclamándolo está S. Martín Pinario en Compostela y, en ella misma, las fachadas del Obradoiro y de la Azabachería y el Altar mayor entroncados en la solemnidad robusta de la románica Catedral del Hijo del Trueno, y, en la ojival Catedral primada, la teoría, interminable del Trasaltar, y la fantasía complicada de la capilla de San Isidro en San Andrés de Madrid, y… ¿para qué más?

Llegó un momento apoteósico. Lo vi bien y lo gusté mejor y emocionado. El Sol, aburrido de desconchar paredes, descorre sobre la puerta postrera, los encajes ocultos del óculo lindo y, a cataratas, irrumpe vitalizándose todo. Barrió, sacudió y extendió alfombra de luz y losas por el coro –capilla singular de la Virgen de la Guía- subió a nevar y rizar manteles, y, con destreza, puliendo relieves policromados, se encarama hasta el Camarín por encenderlo y hacer llegar a la tiara de S. Pedro, en el lejano Altar Mayor de mal gusto, los resplandores de gloria que sacó de la silla y del nimbo argénteos de la Virgen guapa, oronda suave de fijo mirar penetrante, sano, como el de las mujeres de mi tierra; que aun cuando dicen vino “Ella de las Américas” se sintió manchega desde el principio.

Más aún: con grumos de grana y oro, trepó y estrió columnas, lustró molduras,, cuajo flores y frutas en guirnaldas atrevidas y floreros pomposos, chorreó por las volutas, flameó a las angelicales. Limó, pulió, retorció, enhebró y engarzó luz y sombras, brillos y colores convirtiendo en linterna de destellos el carro triunfal parado: el curioso altar, la urna barroca magnífica esplendente, de cuatro frentes, y, desde lo alto, sobrándole, tiraba fulgencias a la central monumental araña de vidrio regando con trozos de iris roto hasta el más recóndito rincón del templo.

Han pasado un par de lustros. El Sol y yo, buenos amigos, callejeamos por Ciudad Real. El Sol se pone muy pesado tostando y retostando rebanadas de cal por las paredes. Lo dejo y lo cito en la Iglesia de San Pedro. Un armonio –novicio de órgano- animado con los bríos de correcto y gentil seminarista -¿por qué no tenías tu traje talar y tu beca roja cruzada en el pecho, aquel día?- carraspea melodías como niño que cambia la voz, junto al templete de la Guía; carro triunfal parado. La corte angelical y santa no ríe, ni habla, no ora. Está manca, coja, decapitada, desplumada, rasgadas sus vestiduras, arañados sus torsos casi clásicos. ¡Está rota circundando el templete! El Sol acude a la cita y, como todos los días, secularmente, levanta el encaje del lindo óculo de la puerta de los ajusticiados, resbala, lame y besa carro triunfal ahora vacio, desmantelado y solo, y no atina a sacar otra cosa que destellos mustios, desvaídos, turbios de aquella ruina querida arrogante aun.

 
La Virgen de la Guía pintada por Julián Alonso

Desalentado, alarga su dedo índice de polvo iluminado y con lágrimas de luz, en las gradas de la Capilla de Coca, escribe a Dios su oración diaria y postrera: Señor ¿cuándo me será concedido de nuevo incendiar en fulgores complejos, de apoteosis mística y lírica, el trono bello y completo de tu Madre y mi Guía?

Sí, hermano Sol, que te haces manchego bautizado, cada día, con polvo de mi tierra inmensa y llana, nosotros, como tú, añoramos y deseamos: ¿Cuándo esa joya barroca engarzada a maravilla en el austero goticismo de San Pedro, volverá, restaurada tal cual fue, a dar la fisonomía tan suya, tan nuestra, tan imborrable, tan deseada imprescindible, en el interior paisaje de este templo que un día quiso ser Catedral? ¿Cuándo, hermano Sol, dejarán de tirarnos a la cara, ajenos visitantes nuestra incuria e ignorante incomprensión para recomponer lo secular, artístico, valioso y emocional, y nuestra tan alegre facilidad para dar cobijo, pongo por caso, a un retablo feo de almidón y purpurina baratos, en maderas baratas junto al armoniosamente rico sepulcro del Chantre, frente a la hermosura sencilla del lienzo de la Familia Sagrada, mirando a la suntuosidad del retablo de la Virgen de Loreto, reflejándose en la bellas lápidas marmóreas funerarrias… de la capilla de Coca?

Quizá me diera la razón, sí esto leyera, algún buen pintor manchego visitante no ha mucho del templo de San Pedro… y, a lo que creo, opinando ya me la dio sahumada y anticipada.

Hermano Sol, no olvidéis tu oración cotidiana para que, como en ocasión análoga escribí, quien puede, quiera y haga. En su honra y prez; en bien de lo poco bueno de nuestro precario acervo artístico; para orgullo nuestro; como continuación de anteriores restauraciones acertadas.

Julián Alonso Rodríguez. Diario “Lanza”, lunes 9 de agosto de 1948, página 8

 
Restos del retablo de la Virgen de la Guía en la capilla del Santísimo de la Catedral

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