La
Procesión de Jesús Caído que sale de San Pedro en la mañana del Viernes, a su
paso por la plaza de D. Agustín Salido
Ciudad Real, este pueblo nuestro tan apático
y tan sin bríos, tiene, como una excepción en su temperamento, un gran
entusiasmo por su Semana Santa. Aquí, donde se marchitan sin fruto, por la influencia
contraria del ambiente, toda iniciativa elevada y todo intento de resurgimiento,
ha podido tener realidad, sin embargo el deseo de unos hombres de voluntad que
quisieron hacer una fiesta de arte de esta clásica Semana de Pasión.
Tenemos, hoy unas cofradías brillantes y
bien organizadas, que son objeto de elogios por cuantos forasteros acuden a
nuestra capital a presenciar las fiestas religiosas de la Pasión.
En estos días, la vida ciudadana se ha
intensificado gracias al atractivo de nuestras procesiones. Las viejas calles
dormidas mansamente, han visto turbada su mística tranquilidad manchega por el reír
de las bellas mujeres, por el deambular constante del pueblo que se divierte.
Hubo un bando de la alcaldía rogando a
los vecinos, enjalbegarlas calles del tránsito. Y los buenos vecinos, pusieron una
mano de cal blanca y alegre, sobre la antigua amarillenta de las paredes. Bajo
el sol primaveral las fachadas encalados reverberan. Sentimos ante ellas una
alegría sana, de alma primitiva y llana, sin recovecos, ni torceduras.
Leyendo este bando de la alcaldía,
creemos encontrarnos en un pueblecito pequeño y humilde, perdido en la
inmensidad del llano castellano. Simpatizamos con este espíritu, un poco
rústico, de la disposición municipal que pide una sencilla colaboración a los
vecinos.
Se adecentó así el aspecto de la ciudad,
para ser dignos — la limpieza es una manera de dignidad — de los huéspedes que habían
de llegarnos.
Las guapas mujeres manchegas — estas
muchachitas nuestras, eternamente encerradas en la lobreguez de las viejas
casonas – gustan de estos días románticos de la pasión sagrada, que tienen un
aspecto de rudeza bíblica, y un aroma voluptuoso y sensual en la claridad de las
noches luneras, perfumadas por las primeras flores abrileñas. Tienen para ellas
un gran encanto estos días, en que las blondas almágrenos difuman sus siluetas
entre las espumas rizadas de las albas mandilas o enmarcan los rostros morenos,
de ojos abismales, entre la severidad castiza de la mantilla negra.
Por eso vienen a Ciudad Real, desde
todos los pueblos de la provincia las lindas paisanas, las bebas mujercitas manchegas,
encerradas siempre entre la tristeza de la viejas casonas castellanas.
El
Viernes Santo, al mediodía, la gente “bien”, presencia desde la terraza del
Casino, entre sorbo y sorbo de cerveza, el paso de las procesiones
Y en la mañana del Jueves Santo, en la
severidad triste de los templos colgados de paños, estas muchachas gentiles,
ponen una nota clara de alegría con sus mantillas blancas almagreñas y sus
rojos claveles sobre el pecho.
La muerte del Rabí Galileo, ha hecho del
Viernes Santo el más triste de todos estos días. No conocemos nada tan triste
como el crujido ronco de la vieja carraca, que deja caer la aspereza de sus
sonidos, desde lo alto del campanil de la torre.
Como respondiendo a esta severidad del
día, las mujeres castellanas abandonan la alegría de la mantilla blanca y
quitan a sus bustos el bello realce de los claveles. Entre las sombras de la
mantilla negra, en el crepúsculo infinitamente melancólico de la tarde del Viernes
Santo, los ojos de las mujeres morenas son más negros y más seductores. Y es,
que no hay en todos estos días un momento más bello, que este del vespero rojo;
rojo por el sol que muere entre una esplendidez de tonos purpúreos, rojo en la
cara de las mujeres y en los cuerpos desnudos y sangrantes de los cristos al
resplandor de las bengalas.
Tenemos en Ciudad Real un Cristo viejo
divinamente hermoso: el Cristo de la Piedad.
Cuando al morir la tarde del viernes,
marcha por la amplitud de la calle de Toledo entre el resplandor oscilante de
los hachones que llevan los cofrades vestidos con la túnica negra y elegante,
sentimos una rara emoción infantil, diríamos anonadamiento y pequeñez; como un encogimiento
espiritual.
El sábado de gloría, oímos desde la cama
el alegre repicar de todos los campanarios. Es el aleluya con que saluda la
resurrección del Hijo del Hombre.
Parece que el espíritu sobrecogido
todavía por el recuerdo de la tragedia sacra, nos pide esparcimiento.
El municipio, de acuerdo con el comercio—que
sería, el más beneficiado con ello—debería organizar un par de días de festejos
lucidos en estos días pascuales.
Después de la brillantez de las
solemnidades religiosas resulta mezquino y ridículo obsequiar al forastero con
una función de pólvora ramplona y una becerrada. Veremos si otro año se pone
remedio a esta deficiencia.
SIMÓN
ABRIL.
Revista
“Vida Manchega” Núm. 249, Ciudad Real 10 de abril de 1920
El
Descendimiento “Paso” existente en la Parroquia de Santa María de la Merced,
que estrenó una artística carroza, en la procesión del Santo Entierro