martes, 27 de julio de 2021

DEL SENTIR MANCHEGO

 



Anochece. En la inmensidad del cielo, allá lejos, muy lejos, hay transparencias de fuego; sobre nosotros adquiere matices pálidos de turquesa. La luz débil del crepúsculo, es de malva. En el ambiente flota la alegría de vísperas de fiestas. Las campanas de la torre, voltean incesantes, alegres, ufanas. Y en el andar de las gentes, en sus rostros bondadosamente risueños, hay regocijo, entusiasmo. Vísperas de fiestas.

Un anciano, ya muy viejo, doblegado tiranamente por las crudezas del tiempo, descansa frente á las recias murallas de la Catedral, en un asiento del Prado. Levanta la vista y mira al cielo. En sus ojos que ya tienen de la lividez cadavérica, parece advertirse la sensación del gozo, del embeleso, que proporciona el recuerdo grato. Luego, lentamente, con pausa, van adquiriendo el brillo de la lágrima... Llora. Una, dos, tres... lágrimas se precipitan por los surcos de su faz. En estas lagrimas, alguien adivinaría un lenguaje elocuente, íntimo. Quizás sean las estrofas de una epopeya. Tal vez en ellas vayan envueltas las grandezas de una vida.

Pero el viejo piensa. ¿Qué pensará? Sentado bajo el verde dosel de un árbol, escuchando el alborozo del bronce y ante un constante jubileo de personas que entran y salen del templo, pensará en un día de amor. En un día que su corazón supo abrirse á los perfumes del incienso. Recordará de su mocedad una tarde estival, cuando regresara de la faena campesina, robusto, fornido, caminando ligero á su casa más blanca que el marfil, engalanada como una novia, para cambiar la ropa de tragín por la de fiesta y marchar á ver á la Virgen. Allí en el templo, postrado de rodillas, humilde, pero valiente, con alma de héroe, rezaría una salve, dos salves, muchas salves. Después, victorioso, con el corazón más encendido por el amor divino que el de un mártir, marcharía á casa de su moza. En una reja chiquita, ornada de flores, como un altar profano, la encontraría más bella que una diosa del templo griego. Hablarían de amor, pero de un amor casto, sincero, puro, impecable Llegaría la noche y en un tablado del paseo entonarían canciones manchegas, y en estos cánticos que sabrían á liturgias, se confundirían el amor divino y el puro amor humano, ascendiendo entre ellos, gallarda, noble, leal, el alma de estos recios castellanos que además son manchegos Pandorga... Entonces su voz despuntaría vigorosa, potente y en el fervor de sus canciones, iría el misterio de algo que penetrando en la inmensa bóveda, se postraría á los pies de la Virgen. Y en ese Prado repleto de gentes llanas, unas luces tímidas alumbrarían con temor, pero en el cielo una luna majestuosa, insólita, brillará con blancor de nácar.

Todo esto nos dicen las lágrimas del anciano. Hoy la faz de las cosas ha cambiado. En ese paseo que ya tiene de coqueteo casquivano, una música que riada sabe de la hermosura íntima de la copla manchega, desgrana notas de pasión, de locura, de voluptuosidad.

Pasará la festividad de San Ignacio, llegará la de San Lorenzo, la de la Virgen, la feria. Todas las tardes al anochecer, un anciano ya muy viejo, doblegado tiranamente por las crudezas del tiempo visitará el templo Catedral. Y el día de la Octava cuando en el alma de los manchegos se confunda la ternura del cariño con la tristeza de la despedida, el último en salir de la iglesia será él. Saldrá rezando, llorando. Será la última vez, así lo pensará. Verá próxima la sombra siniestra de una fatal figura. Y el día que esta llegue, veremos en un lecho humilde un viejo besando la Imagen de una estampa azul. Quizá la Virgen del Prado será quien deposite un ósculo de santidad, en el alma fiel de un noble castellano que además es manchego.

Francisco Herencia. Revista “Vida Manchega”, 25 de julio de 1912




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