Ya sabemos y de todos es conocido el origen y creación, en remotos tiempos, que las ferias y mercados, que no fue otro que la venta e intercambio de los productos alimenticios extraídos de las tierras que cultivaban sus moradores, necesarios para el sustento de las familias. No ignoramos tampoco que estas ferias se instalaban en lugares próximos en las iglesias, por ser los sitios más concurridos y donde acudían las gentes en gran número a implorar con sus rezos y oraciones a los Santos de su devoción, su protección para que les concedieran la mejor suerte en el desarrollo de sus negocios y bienestar de los familiares. En síntesis, el crecimiento de los pueblos y aldeas en sus distintas épocas, unido al grado de cultura y civilización que fueron adquiriendo aquellos feriales, hicieron posible la evolución experimentada hasta el momento actual, no sin antes pasar por periodos de mayor o menor apogeo y decadencia.
Por lo que
afecta a las ferias celebradas en nuestra capital, durante los primeros 30 años
de este largo periodo, o sea, desde mi pubertad considerada desde los 11 a los
14 años, hasta la provecta de 75, vividas y disfrutadas ininterrumpidamente por
el que esto escribe, no debemos seguir adelante, sin dar a conocer, siquiera de
manera breve, la fisonomía que tenía nuestra población en aquellos tiempos, la
que tenía en su haber los siguientes centros oficiales: en el orden político el
Gobierno Civil; en el militar un Gobierno con un teniente coronel como jefe del
reducido cuadro compuesto por diez o doce números entre oficiales y soldados
administrativos; en el religioso un Obispado de las Cuatro Órdenes Militares;
en el administrativo o económico del Estado, una sucursal del Ministerio de
Hacienda, instalada en un vetusto caserío; en instrucción pública, tres
escuelas municipales, carentes de condiciones higiénicas. En el rincón del
olvido quedaba el Hospital Provincial, que fue el único refugio sanitario de todo
aquel que, viniera de donde viniera, siempre tenía una esperanza y encontraba
un consuelo si por desgracia necesitaba urgente asistencia, siendo un centro
confortable en todos los órdenes. Como todo, sufrió una transformación tan
radical, que hoy día no se parece en nada al de aquel entonces. En cuanto a la
ornamentación del casco urbano y la consiguiente de calles, plazas y paseos, es
preferible no hablar de ello.
Es obligado hacer un punto y aparte en elogio de los magníficos edificios, de la Diputación Provincial, que, formando un pequeño grupo de tres, no más, con el Gran Casino y la casa particular de Barrenengoa, como popularmente era conocida, en el Pilar, hoy desaparecida, fueron, en el tiempo a que me refiero, la admiración de todos.
Estas residencias fueron proyectadas y dirigidas por manos tan expertas como las del notable arquitecto, hijo de Ciudad Real, señor Rebollar.
Tampoco deja de
ser curioso, el sistema empleado en el suministro de agua potable al
vecindario. En aquel entonces no existía más caudal de agua, que unas cuantas
fuentes y pozos llamados de agua buena, teniendo preferencia la de unos veneros
conocidos por la Fuente del Arzoyal, situados en los bajos del Cerro de
Alarcos. Este servicio se hacía con carácter popular utilizando en el mismo,
carros-cubas y se cobraba una “perrilla” por cántaro, (los Cárdenas pueden
testificar estos hechos) y también con borriquitos y cargas de cuatro cántaros
que, a “perrilla” por unidad, hacían un total de dos “perros gordos”.
En la Plaza de la Constitución eran instaladas las casetas de los feriantes, formando dos filas paralelas y perpendiculares a las Casas Consistoriales, de donde resultaba un paseo central y dos laterales abiertos y comunicados por ambos extremos que eran utilizados como centro de reunión pública, siendo considerados por todos como el sitio más caracterizado y ameno durante los ocho días de feria. Hay que reconocer también, con toda justicia, que, si no de una manera continuada, desfilaron por nuestros escenarios compañías de teatro de elevada categoría, con obras de gran mérito en las que intervenían primerísimas figuras de la escena. También hay que hacer constar que algunos años se celebraron como números principales de los festejos, ejercicios de aviación por afamados e intrépidos pilotos franceses, admirándolos el público por su gran exposición.
También hay que citar, que la nota más característica y saliente de aquellos festejos, la constituían las corridas de toros, en las que todos y cada uno de los años a que nos referimos se celebraban dos, con toros de afamados ganaderos y las primeras figuras del toreo.
Debemos añadir que, de vez en cuando, y de manera esporádica, también se celebraron juegos florales, que corrían a cargo de la intelectualidad de la capital, que eran los encargados de organización, constituyendo verdaderos éxitos.
Todos estos
números anteriormente reseñados, ni que decir
tiene que constituían el mayor incentivo para la atracción de
forasteros, viéndose la capital invadida, materialmente de ellos, poniendo en
gran aprieto el servicio de alojamiento que se hacían en masa en los paseos y
plazas con verdaderas dificultades, teniendo que intervenir los agentes de la
autoridad para el mantenimiento del orden.
José Víctor Cantos. Diario “Lanza”, miércoles 14 de
agosto de 1963
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