En el principio fue un pozo; un pozo en este vértice de la llanura manchega. No sabemos quién lo hizo. Después pasó de ser un pozo a ser El Pozo de Don Gil. Alivió durante años, quizás siglos, la sed de labradores y ganaderos, de guerreros y de transeúntes por el viejo camino de Toledo a Andalucía y de sus ganados, para los cuales se hizo junto a él un pilar. En su torno fueron surgiendo construcciones que constituyeron una aldea, aneja de Alarcos. Alguna de estas construcciones, quizás la casa de Don Gil, rico orne de Alarcos, debió reunir ciertas condiciones de espacio y comodidad, conjetura Delgado Merchán, para explicar que aquí celebraran visitas Fernando III el Santo y su madre Doña Berenguela. El mismo Delgado Merchán recoge una tradición popular que señala una casa de la actual calle Real como el Palacio de Doña Berenguela.
Pero, en general, lo construido alrededor del pozo debía ser humilde: la piedra disponible se reservó para las Iglesias y las murallas. Se empleaban más bien adobes y maderas, cal y tejas. Y se construyó conforme a hábitos raciales, ancestrales: por cristianos, de tradición romano-goda, por moros y judíos, semitas.
Así apareció y se fue desarrollando la aldea de El Pozo de Don Gil, luego Villarreal, después Ciudad Real: con una fisonomía más bien modesta, tal vez abigarrada.
Fue el escenario en donde nacieron, lucharon, esperaron, creyeron y murieron nuestros antepasados.
Ahora estamos en otros tiempos en los que
también se nace, se lucha, se espera, se cree y se muere. Pero han surgido
nuevos estilos, otros modos. En consecuencia, la fisonomía de las ciudades,
pueblos y aldeas se transforma. A esta ineludible transformación hay quien se
enfrenta con una postura de radical oposición e inmovilismo; hay quien por el
contrario adopta una actitud de radical renovación que pretende empezar por el
solar resultante de la desaparición de lo anterior.
Pero los pueblos que tienen una historia, una tradición, los pueblos no cuneros, no pueden hacer tabla rasa de su pasado, de sus antecesores, por pobres y humildes que sean, porque la tradición es un título de nobleza, y la nobleza obliga a muchas cosas, y entre ellas, a ser fieles a recuerdos y cosas pasadas.
Y así conviene pensar si en el irreversible proceso de transformación de nuestra ciudad entre otros criterios que lo rijan, no habría de establecerse uno conforme al cual se delimitara una zona del viejo Ciudad Real, que conserve más o menos intacta su típica fisonomía, en la cual, sin perjuicio, o mejor dicho, además de una urbanización adecuada, se mantuviera externamente el aspecto tradicional en edificios, calles y rincones. Esta zona podría ser una parte del barrio de Santiago, con centro en su plazuela.
Otras poblaciones han hecho algo parecido y deseo salir al paso de la posible objeción de que aquí no merece la pena: siempre merece la pena el respeto a los valores antes aludidos, aunque tengan una proyección material de poca entidad.
De acogerse la sugerencia, las autoridades y organismos rectores del urbanismo habrían de adoptar las disposiciones pertinentes para su desarrollo y eficacia, creando estímulos y franquicias para los propietarios afectados, dotando de los correspondientes y adecuados servicios a las vías urbanas y plazas.
Y no quiero terminar sin cumplir con la justicia distributiva: la idea o sugerencia que aquí se vierte fue expuesta con brillantez y persuasión que no he sido capaz de reproducir, ante un grupo de amigos, muy relacionados además con la vida local, por alguien que bien nos quiere y está muy vinculado a nosotros: José María del Moral.
El cronista la recoje, la expone torpemente y espera.
Boletín de Información Municipal Nº
19, diciembre de 1965
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