España es tierra mariana por excelencia. La consagró, el año pasado, el Jefe del Estado al Corazón de María, pero desde los primeros tiempos de la cristiandad, había arraigado aquí la devoción a la Virgen y cada español con sus virtudes y sus defectos, le había consagrado ya su corazón. La proclamación comunitaria de este amor por el Caudillo no hacía, pues sino refrendar el cariño y afecto individuales.
La España del Pilar y la Purísima, la España
defensora del dogma de la Asunción antes de ser definido por la Santa Sede,
inventa cada día una nueva advocación a la Virgen, a la cual más poética y entrañable,
más bella y hermosa, para ir jalonando los caminos y las encrucijadas, los
montes y los valles, los templos deslumbrantes y las ermitas humildes, con el
nombre de María. Cada hecho saliente, cada batalla, cada milagro o cada favor
de la Señora han dado lugar a otros tantos bellos nombres, verdadero florilegio
de sentidas e intimas expresiones, casi nos atreveríamos a decir piropos de
hijo enamorado a su Madre. Por amor y por imaginación, es en España donde mayor
número de distintos nombres tiene la Reina del Cielo, auténtica letanía que
supera a la lauretana que rezamos después del Rosario porque, si en esta la
llamamos Torre de Marfil o Sede de la Sabiduría, en la letanía española la
llamamos Virgen de la Victoria, de las Viñas, del Prado, de la Paloma, del Amor
Hermoso o del Monte.
Y ahora, en la Mancha de María -no podremos olvidar fácilmente el desfile de imágenes de la impresionante procesión de la clausura del año Mariano en nuestra capital- surge la advocación sencilla, rústica y montaraz, con la sencillez de los pastores de Belén, de Nuestra Señora de la Atalaya, nombre íntimamente ligado a Ciudad Real.
Han sido unos muchachos, los de las Escuelas “Hermano
Garate”, quienes han plantado, en lo alto de La Atalaya ciudarrealeña, la
imagen que reproducimos. Su estilo, con aire de humilladero, se adapta al
paisaje de las cumbres y por casi todas las de España se ven ya imágenes
semejantes, que han sido llevadas por manos juveniles de las escuelas, colegios
e instituciones que rige la Compañía de Jesús. Más que un exvoto, es bandera,
airón que se eleva allá donde el cielo está más cerca de la tierra y el aire es
más puro; donde el caminante puede hablar más directamente con Dios en el
silencio sobrecogedor de los campos y las estrellas.
Si el transporte del porvenir ha de discurrir por las alturas, estos hitos marianos serán faro seguro para los navegantes aéreos que, cuando vuelen sobre España, sabrán que se hallan encima de ella porque, en cada monte y cada sierra, habremos levantado un altar a la Virgen. Siempre la devoción mariana será punto de diferenciación para nosotros y por ella se nos habrá de distinguir de los demás pueblos.
De muchas cosas podemos enorgullecernos, con santo y noble orgullo, como de la colonización y cristianización de un Nuevo Mundo, pero de nada tanto como de ser alféreces y adelantados de la devoción de María. Hasta el Rosario que hoy se reza en el seno de las familias de los cinco continentes y que se ha reconocido como el mejor escudo de la catolicidad por el gigantesco apóstol P. Peytón, nació en España. Y allá donde oigamos el grito de ¡Por Santa María!, a buen seguro, estará o habrá estado un español.
Carlos María San Martín. Diario “Lanza”, jueves
13 de octubre de 1955
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