viernes, 15 de abril de 2016

EXCURSIÓN POR LA PLAZA DEL PILAR



En las horas vespertinas del verano, cuando el “olmo viejo” y los olmos jóvenes del Pilar se macizan de charloteo atropellado y chillón de miles de gorriones, podéis ver sentado en un banco, junto al kiosco que mira a la calle de las Bestias –digo, de la Mejora, en nuestra niñez, o de Ramón y Cajal, ahora- a un ochentón, enjuto, limpio, tieso como alambre templado, afable y conocedor de cosas rancias -¡de hace setenta años!- de Ciudad Real. Me lo presentó un cura amigo quien, por su parte, entre otras cualidades elogiables –amén de las que por su sacerdocio lleva aparejadas-, por la de conocer mucha gente y muchas cosas, aunque no tantas como el viejo, lo cual está muy puesto en razón ya que su edad es notablemente menor que la de este ochentón, hombre de campo, para mayor simpatía, que -¿por qué voy a omitirlo?- Arturo novillo se llama.

Y, allí, sentado, entre el cura y el viejo, en el modernizado Pilar centrado por esa fuentecíca, -abrevadero de niños-, sustituta de la estatua de Cervantes, como esta lo fuera de la fuente de Hernán Pérez del Pulgar colocada, en 1860, a la vez que los asientos y la barandilla de hierro que antiguamente lo circundaba, enredóse la charla de ellos y se acrecentó mi silencio, deseoso de no perder palabra. Abrí, de par en par, la menguada alacena de mi memoria –compuesta, a lo que presumo, de dos o tres cédulas de meollo- para que, tal cual lo referían, pudiera guardarlo, a buen recaudo, hasta que, como ahora, compusiese una excursión periférica por el Pilar, y os convidara a ella.

Vamos a cotillear, a visitar casos y a conocer sus habitantes en los finales del XIX y en los primeros del actual, pues los del día ¡demasiado los conocéis vosotros! El viejo y el cura, hablan, yo, guió,  y vosotros, ellos y yo, nos deleitamos. No os cansareis, que el camino es breve, y, en último extremo, con cortarlo y dejar lo que quiere para otro día, desistir definitivamente, ¡asunto concluido!:

Aquí, donde la calle de los Arcos termina, a mano derecha conforme de la Plaza Mayor venimos, es fácil recuerdes al doctor don Agustín Torres cuando repares en el corrido balcón de su estética casa, convertida, por peripecias de la vida, en uno de los primeros bares que abrieron en Ciudad Real: el Ideal. El doctor Torres, que murió en 1915, era famosísimo oculista y cuñado de don Ramón Álvarez, nuestro sabio y siempre recordado catedrático de francés, fallecido, no hace mucho, a avanzadísima edad. La muy anciana y muy simpática viuda del doctor Torres dio su alma a Dios el día 5 de agosto de 1956, a los 89 años, en la calle de la Mejora, entrando a la derecha, en su casita, que, un poco más acá de la del doctor Bonilla, también desapareció, y sucesor de Torres, creció, con nuevos pisos, sobre la menguada altura original.

Lindando con la casa del doctor Torres –bar Ideal- y dilatándose hasta el puentecillo que desapareció en la urbanización realizada por el alcalde Maestro junto al “olmo viejo”, y un poco más acá del lugar donde se abría, al iniciarse la calle Alarcos, el pozuelo de don Gil que, “en 1764 lodo el intendente Conde de Benagiar porque entorpecía el paso de su coche”, se elevaba un viejo caserón donde tenía su carpintería Juan Julián, el Uña. En la fachada que miraba precisamente al lado del olmo, vivía Fernández, el buñolero, que, además, tocaba el violón. Don Dámaso Barrenengoa compró el caserón, y Juan Julián se resistió a dejarlo, pero, al fin, se mudó al extremo opuesto de la plaza, donde lo encontraremos cuando allá lleguemos.


El palacete de ladrillo rojo, caliza blanca y granito, con caperuza de pizarra negra, que, poco más allá de los linderos del XIX y el XX, mandó levantar Barrenengoa sobre el solar del caserón demolido, continúa siendo bellísimo y airoso ornato del Pilar.

A pesar de su corta vida, alardea de historia. Lo planeó el arquitecto don Sebastián Rebollar Muñoz, que también concibió los planos de otros destacados y suntuosos edificios urbanos, como el Banco de España y el encantador de la Diputación Provincial, que destacan, señoriales, entre pobreza y melcocha. Lo embelleció Andrade, con su señero pincel. A poco de empezar las obras hubo una paralización que dio mucho que comentar, pues se achacó a la ruina del nuevo propietario como consecuencia del robo que, en la fábrica de chocolates de la calle Calatrava, le hicieron, perforando el muro por la tienda adyacente. La realidad fue que el suelo, por las filtraciones del riachuelo que por allí cerca pasaba, era movedizo y hubieron de vencer muchas dificultades para hallar el firme. La solida economía de Barrenengoa no podía resentirse, por semejante robo, hasta el punto de tener que desistir de continuar la obra. He oído referir –no me lo tomes en cuenta, por si me equivocaron-que, en sus salones, Barrenengoa dio a don Emilio Castelar una comida servida en, no sé si cierta o inventada, argenteda vajilla estrenada con ese motivo. En la actualidad, el propietario del palacete es el Banco Central y es de esperar conserve la bella traza de la construcción y las valiosas pinturas internas.

Vivía Ciges, el buñolero y tenía “el Chin” su taberna, en el edificio con fachada –la primera a mano izquierda- a la calle Alarcos. Un día de carnaval, en la taberna, el valdepeñero “Chillallo”, murió, desangrado, en riña con un  tal Gascón que le dio un navajazo en el cuello. Posteriormente, en ese mismo local, vendieron vino de Peco. Hace algunos años se reedificó la casa en forma sosota y prodigada –standard- y en sus bajos operaba el banco de Bilbao. Este edificio, al igual que los que le siguen hasta llegar a los Jesuitas, estuvo separado del paseo por una calle que se incorporó a la plaza al hacer las reformas del año 1914, y en las ultimas ha vuelto a ponerse al tránsito rodado ese trozo.

Más allá, existía la casa de Carmelo Campillo, el cordelero, hombre laborioso, con grandes patillas y faja azul. Trabajaba cerca de la fábrica del gas, frente a la calle que lleva ese nombre, y le ayudaban un peón y sus hijos. “Era un hombre de malas pulgas, y cuando sus hijos le hacían una trastada les cogía de los pelos y les daba cordelazos”.

¿A qué recuerdas, un poco más adelante, en el actual domicilio de Ballester, la fábrica de gaseosas desaparecida en época reciente?

A continuación estaba la escuela donde iban los hijos del cordelero, en una casa de grandes anchuras que compró don Joaquín García Gil para derribarla y levantar su domicilio y establecer su negocio de fianzas,… pero vamos a descansar un rato, si te parece, y a tomar unos “chatos” en el moderno Bar España que abre sus puertas donde tiendecicas y tabernillas las abrieron.

El cura y el Novillo, no quieren tomar nada. Peor para ellos y más ganancioso saldrá nuestro bolsete que vaciará unos cuantos patacones menos. Por lo demás, ¡otro día continuaremos el fisgón paseo!

Julián Alonso Rodríguez, diario “Lanza”, viernes 14 de septiembre de 1956, página 2.


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