jueves, 28 de septiembre de 2017

LA CASA MÁS ANTIGUA DE CIUDAD REAL NO PUEDE DESAPARECER


 
La Casa de la Torrecilla se encontraba en el inicio de la calle General Rey, esquina con Ruiz Morote

Con el estímulo de no sé qué efluvios magnéticos… de atracción... desconocidos, se despertó, en la neurona precisa de mi meollo, el recuerdo de un paisaje castizo, urbano y secular, de mi tierra.

Había traspasado el arco de la Estrella, que se abre al costado de los recios muros del torreón cacereño de Abu-Jacob; habíame adelantado en el barrio antiguo, tan orgullosamente conservado y mostrado al forastero, y, sin darme cuenta, en la plaza eclesiástico-castrense de Santa María me hallaba cuando a mi memoria vino ese trocito ciudarrealeño que tiene  por centro la iglesia de San Pedro.

San Pedro, rodeado, en tiempos, por alto cementerio,  -con unos olmos-, con arideces de huesas, removidas, trilladas, pisoteadas. Y aquí, cerca, separada por angosta calle, la estremecedora fachada de la cárcel de la Santa Hermandad Real y Vieja. Y, allá, las solariegas mansiones blasonadas, que inician la calle de la Mata. Y el achaflanado, interesante, pórtico del esquinazo de la calle de Ballesteros con la de la Palma, donde dos donceles dan guarda a la nobleza de un escudo. Acá, la casa-hospitalillo del siglo XVII, o del XVI, -la casa más antigua y gustosa que nos queda en la capital- con su torrecilla, cuadrangular, de ladrillo, colocada donde, en ángulo recto, divergen la calle Ballesteros, de tan sugeridor nombre, y la muy señorial Dorada. Y, en frente, otra mansión a la cual una desdichada reforma cambió los huecos, aunque -¡menos mal!- conservó parte de la hermosa rejería.

Pasear por este paraje de Ciudad Real era un encanto, y se colmaba si al interior del templo se pasaba para mirar la mejicana, guapota, maternal, Virgen de la Guía metida en templete barroco que se dotó, hace siglos, con el producto de una corrida de toros, y rezar ante el realismo doloroso del Nazareno, que del convento de Santo Domingo trajeron la centuria pasada, y admirar el antiquísimo Crucificado del Perdón, y buscar el sepulcro de doña Buena, y postrarse ante el rico y alabastrino retablo de la capilla del Chantre de Coca, a la vera de su sepulcro con severa estatua yacente, y deleitarse, en la
Misma capilla, con un lienzo que si no fue Murillo mereció serlo quien representó a él a la Sagrada Familia Nazaretana. ¡Solamente pasear bajo las bóvedas de San Pedro ya era un regalo!

Pero, la crueldad de una guerra y el mal gusto de estos últimos treinta años, se han propuesto, por lo visto, minuciosamente, dar al traste con  aquel encanto y consumar el desastre hasta las heces, como si tuvieran empeño en que las generaciones venideras no claven un merecido e infamante “inri” vergonzoso.

Porque, hoy, si bien es verdad que flores y verdura han convertido en jardín el cementerio, ocultando arideces macabras, no es menos cierto que, desdichadamente, han fenecido los Cristos y la Señora de la Guía; mutilado  quedó el enterramiento del Chantre y desposeído está el retablo de virgencita titular de él; adosaron en los muros de las naves un desmesurado Vía Crucis trianero, anacrónico;  solaron la vetusta santa mansión con injuriosos y modernísimos pequeñitos baldosines hidráulicos, hexagonales. Y, fuera, en el lugar de la cárcel se eleva el moderno edificio de la Delegación  de Hacienda en detonante contraste con el bellísimo rosetón gótico y la gótico-románica puerta del Perdón, fronteros, del templo. ¡Con lo bien que estaría el edificio de Hacienda en otro lugar más apropiado emplazamiento! ¡Con el encantador conjunto que formaría la fachada de San Pedro frente a la cárcel, si se hubiera conservado, restaurada en su exterior y redimida en su interior!

 
Durante muchos años la Casa de la Torrecilla fue lugar de residencia del párroco de San Pedro

¡El verano pasado, estaba casi en su totalidad, tirada la casa del escudo flanqueado por heraldos!

¡Paso a paso, con firmeza digna de mejor empleo, todo el evocador conjunto de este rinconcito va desapareciendo! Pero –me dije- ¡aunque apuntalada, aun luce su silueta, bien ambientada, elegante, femenina, plurisecular, histórica, “la casa de la torrecilla”, que hospitalillo fue donde investigó don Inocente Hervás y trabajó don Emiliano, y que, en las siestas, esparcía el artesano repiqueteo de los bolillos de una almohadilla almagreña meneados en la semioscuridad, fresca, del portal!

Ahora, aquí, junto a encajes de espumas de agua marinera, gaditana, me llega la mala nueva: ¡ La casa de ladrillo, del siglo XVII por lo menos; la de la torrecilla airosa, femenina… va a ser vendida o demolida –o las dos cosas- para levantar sobre su solar, o en otro próximo, en la calle Ballesteros, un coruscante edificio cual nuevo ballestazo en el costado parroquial!

Y ¿por qué?

“Dicen” amenaza ruina inminente, y a varias causas achacan estos sus duelos y quebrantos: a lo deleznable de los materiales con que fue construida -¡al cabo de los siglos!-; a quedar descarnados sus cimientos al rebajar, sin preveerlo, el suelo de la calle Dorada en obras de pavimentación recientes; a perder el aguante que el edificio vecino, derruido, le proporcionaba…

Sea cual fuere la causa, lo importante, ahora, es redimirla. No puede, no debe caer sobre Ciudad Real la mancha de dejar perecer esa casa antigua sin par. Por decoro, por nuestro buen nombre, por ornato público, ¡por finura espiritual! ¡por respeto y amor al pasado!

Cómprenla el Ayuntamiento o la Diputación. El coste de la adquisición y de la consolidación adecuada: sin parches, remiendos, ni cales, no desequilibraría sus presupuestos.

Y ¿para qué sirviría? “No solo de pan vive el hombre”. Para algo valdría: archivo, depósito, romántico museíto local o provincial… ¡Para algo, o para nada! ¿Vacía? ¡Mejor!, que así la llenaría, colmándola, desabordándola, el espíritu del pasado, que un rinconcito, por derecho propio, reclama, en el presente y para el futuro, donde recrearse deleitándonos.

Señor alcalde mayor, Ciudad Real pide, rendido, esperanzado, pero firme, el indulto de esa casa cual piedra chiquita, pero secular y brillante que engarzada en él, embellezca su urbanismo. ¡Qué vergüenza, para todos, si en el solar que dejara naciera un edificio exótico, de mogollón, de pan mascado, como otros!

Señor presidente de la Diputación Provincial, rendidamente, sentimentalmente, confiado, esperanzado, firme, os pide Ciudad Real la humilde y bienoliente florecilla de “la casa de la torrecilla”, ¡única de secularidad manifiesta, y bien llevada, que nos queda ya! para que la añadáis al espléndido brazado de amapolas vistosas y claveles fastuosos, que habéis compuesto con el monumental edificio del Palacio Provincial; el hospital modelo y granjas, y escuelas, y carreteras, y caminos vecinales, y casas para funcionarios… y la plaza de toros.

¡Señor presidente de la Diputación, señor alcalde mayor, dad a Ciudad Real para siempre, pues lo merece, esa alegría!... y, beneméritos, con la gratitud de los ciudarrealeños, y por esa galanura culta, ¡sentidla vosotros!

Julián Alonso Rodríguez. Diario Lanza, sábado 19 de abril de 1958, página 4.

 
Edificio que sustituyó a la Casa de la Torrecilla

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