domingo, 16 de abril de 2023

D. DAMASO DE BARRENENGOA: EL HOMBRE DE EMPRESA

 

Fábrica de Cafés Barrenengoa a la entrada de la Barriada de los Ángeles



Tenía que ser vasco: como que nació en Orduña, en 1828.

Los hombres, claro está, son de donde nacen. Y si el nacer en determinado lugar puede ser mero accidente, no lo es tanto el de vivir la infancia, la adolescencia y parte de la madurez en un ambiente de industrialización y progreso como era Vizcaya. Pero en 1856, cuando casi rondaba la treintena, Dámaso de Barrenengoa, de progenie tan modesta como llena de inquietudes y afanes, llegó a esta tierra manchega y a Ciudad Real concretamente. Aquí se hizo, aquí prosperó, aquí triunfó, aquí se casó y en nuestro pueblo se gastó durante una vida plena de actividades, iniciativas, trabajo constante, honradez inmaculada, generoso siempre, consecuente en sus ideales y luchador incansable, para morir el 13 de noviembre de 1896, dejando a sus sucesores una historia limpia y a su patria de adopción un recuerdo perenne.

Barrenengoa es el prototipo ideal del moderno hombre de empresa: nacido en humilde cuna, su perseverante amor al trabajo le llevó a la opulencia; sin proceder de noble estirpe, su conducta le hizo merecer los más hermosos blasones que la sociedad otorga; sus modestos principios fueron en el comercio éxitos crecientes; y más tarde, en 1865 -ya se ha cumplido el siglo- D. Dámaso de Barrenengoa arriesgó todo el fruto de sus ahorros en la edificación e instalación de una industria que habría de proporcionarle su fortuna.

Hombre superior a su tiempo, ya conoció el valor de la publicidad —anticuado adagio lo de «el buen paño en el arca se vende»—, arma poderosa para la propaganda de un producto, siempre que a éste acompañe la garantía de su calidad. Y en la gran prensa nacional y extranjera se anunciaba la fábrica de Barrenengoa, que daba categoría de industriosa a una Ciudad Real agraria, ganadera, rural y campesina.

Con pericia y valor para el riesgo, Barrenengoa quiso alcanzar en Exposiciones industríales patentes de la pureza de sus productos, cuando ya el favor del público las había otorgado: se presentó a algunas de dichas Exposiciones, extranjeras incluso, y logró premios, medallas y distinciones, que con legítimo orgullo ostentaba en su casa.






De su esplendidez y altruismo conocemos varios ejemplos: todas las iniciativas, oficiales o particulares, que tenían por finalidad buscar algún alivio para las epidemias o calamidades públicas, contaron siempre con su colaboración eficaz y generosa: cuando se iniciaron las obras para cegar «los Terreros», de infausta memoria, pues eran un gran foco de infección en Ciudad Real, los primeros cien escudos de la suscripción abierta con tal fin fueron entregados por Barrenengoa; en momentos de amargura para los agricultores, sobrecogidos por las plagas de langosta, aquel industrial que sólo tenía en el campo una finca de recreo, acudía con sumas cuantiosas —3.000 escudos cuando la invasión de 1870— para lograr su extinción; los mejores edificios que Ciudad Real ha tenido hasta hace pocos años, fueron levantados por Barrenengoa, que ofrecía así abundantes y constantes salarios a las clases trabajadoras; y nada digamos de su conducta filantrópica y humanitaria en multitud de ocasiones, lo que mereció agradecimientos oficiales, testimonios de ministros, gobernadores y alcaldes, comunicaciones de la Diputación y Ayuntamientos y, lo que vale más aún, el fervor y el cariño del pueblo.

La verdad es que no todo fueron satisfacciones y felicidades en la vida pródiga de don Dámaso de Barrenengoa. También —¿cómo no?— sufrió amarguras y difamaciones, envidias, críticas, malquerencias, resquemores y bellaquerías. Y signo de los tiempos— intervino asimismo en política, militó en la extrema derecha republicana, amistó con prohombres de categoría nacional y hasta consiguió un acta de Diputado en las Cortes de 1873. Pero, aunque consecuente en sus ideales, aquello no era lo suyo. Y se quedó en Ciudad Real, el pueblo de su predilección y de sus amores, cuando las conveniencias, la fortuna y los ofrecimientos le deparaban otros y más amplios horizontes.

No, Barrenengoa seguiría siendo un ciudarrealeño neto, aunque de adopción. Y aquí falleció a los 68 años de edad, celebrándose solemnísimos funerales en la parroquia de San Pedro, entre la condolencia de viuda y sobrinos, luto de correligionarios, lamentaciones de íntimos y deudos, telegramas de autoridades, crónicas necrológicas y sentimiento sincerísimo del pueblo llano, que supo apreciar en Barrenengoa las más notorias de sus cualidades: el talento, el trabajo y la honradez.

 

Francisco Pérez Fernández. Boletín de Información Municipal, numero 22 diciembre de 1966




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