lunes, 15 de julio de 2019

IMPRESIONES DE UN VERANEANTE (IV Y ÚLTIMO)


El Parque de Gasset en los años cincuenta del pasado siglo XX

Mi colección de fotografías de Ciudad Real aumenta, este verano, con siete tomadas en el mismo espacio. El que se extiende, por la carretera de ronda, de la puerta de Granada a la de Alarcos. He aquí dos, tiradas en idéntico sitio, paso más, paso menos, ante el edificio de los ferroviarios, a la entrada del Parque, mirando hacia la puerta de Ciruela. La A, al abrir septiembre sus días. La B, tres fechas, exactamente, después. Las otras, que completan esta coleccioncilla, son tan tristes, y desoladoras como la última.

¿Qué motivos pueden justificarlo que ellas manifiestan? ¡Ah!, no lo sé. Quizás ampliar la anchura de la carretera de esta, que fue paseo de Cisneros, para facilitar el tráfico rodado, aun cuando da la casualidad de que en este trozo, concretamente es en el único que no aumentó. Al contrario, mermo mucho el que allí afluía, por las carreteras de Granada y Calzada, una vez desviado por la nueva carretera de Miguelturra que aboca, en la de la ronda, mucho más allá, frente al Reformatorio.

Los árboles con su silencio –y cuando sea, cualquiera reforma que se pretenda hacer. Nos costó, a los ciudarrealeños, mucho trabajo y entusiasmo, conseguir tan lozana masa arbórea para pulmón de la ciudad, deleite necesario, expansión de todos, salud de los niños, descanso de los grandes, y obligación irrenunciable, es, para todos defendería de ligerezas mal orientadas y intromisiones irresponsables, pues el Parque es parte, capital y valiosísima, del culto rico, honesto y orgulloso patrimonio de los ciudarrealeños.


En el viejo cofre, de los recuerdos viejos, guardo con celo y cariño, una medallica de latón, tal que una antigua moneda de cobre de 10 céntimos, de grande, con un lacico, de seda rojo y gualda. Me la dieron cuando, en mi infancia, un año, los niños de la escuela, acudimos a la anual, y creo que antaño obligatoria, “fiesta del Árbol” -el Sr. del Moral quiso resucitarla no ha mucho- que, en aquella ocasión, se celebró en la granja agrícola de la puerta de Calatrava. Y plantamos un árbol. Las infantiles promesas, de amor a los árboles y a los pájaros, que nos hicieron recitar, aun siguen vivas y frescas en mí y me acuciarán siempre.

Envuelta tengo la medalleja en un papel donde están escritos una famosa sentencia y un sabio refrán: “Quien plantó un árbol, no perdió su vida”. “El hombre y el árbol, no se forman en un año”.

¿Quién tendría el diabólico gusto de inventar, Dios sepa en qué añejos tiempos, el hacha arborófoba y la odiada piqueta demoledora, activas, sin sosiego?

Con singular agrado pase casi toda una tarde hablando con Villaseñor, y viéndole pintar la curva pared levantada en el salón de sesiones de la Diputación. Por primera vez vi pintar en muro.

El salón de pelos de la Diputación Provincial en los años sesenta del pasado siglo

Tal salón, de castizo tono de época de la regencia de la reina Cristina, se convertirá en notable ejemplar modernísimo. Las pinturas de Villaseñor se encargan de establecer fuerte y desconcertante, contraste con el cupulín de la suntuosa escalera, por cierto muy deteriorado, que fue decorado por don Ángel Andrade, y con los numerosos lienzos colgados en las dependencias y galerías del edificio, y con la arquitectura de este.

Soy indocto. Me gusta, pero me considero incapaz de saborear, hasta lo hondo, la monumental obra de Villaseñor, este actual pintor nuestro.

Soy indocto. Recuerdo el realismo sombrío de Solana el  grupo de la familia manchega; la fantasía de Goya, áspera, genial, un tanto morbosa de “los caprichos”, se nos viene a la mente con los desnudos, con los mineros, con el arador; los ángeles que rodean al beato Juan de Ávila parecen versión moderna de los tranquilos y placenteros, arcángeles Gabrietes de las primitivas Anunciaciones. Y todo con un carácter muy personal y actual. Son convergencias.

Suavidades de agua del padre Guadiana; rigideces violentas del secular Pantacrator puestas al día en el Santo Tomás de Villanueva; blancos sayales de freires calatravos; blancura, blanquísima y brillante de la huesuda cabra, de esquelético jamelgo, quijotesco, empeñada en que resalten su valor, las sombras pizarrosas y las opalandras negras de los judíos –toda figura, en esta composición pictórica, tiene su simbolismo manchego- y en poner de manifiesto el total patinado, ocre, del conjunto variado y armónico a la vez.

Lo malo será si el mobiliario entorpece la visión de la parte baja de la original y extensa pintura mural.

 
Un jornalero en los años cincuenta del siglo XX a las afueras de Ciudad Real durante una feria de ganados. Al fondo la torre de la Catedral

¡Campo manchego de tranquilas tardes! Huela la llanura a mies y a tierra, resecas. Acompañado, suena el andaraje –reloj del agua-, de la noria. Cantan las regueras a borbotones, y susurra el panizo, movido por la brisa suave. Parlotero chillar de gorriones y más gorriones, que buscan, en la higuera, el descanso de la noche que llega. Magro pernil, pan, con miajón, tomate carnudo, melón meloso, bajo el nogal de la huerta amiga. ¡Como brilla el ocaso tras la cercana Cabeza del Palo y las cumbres de las sierras remotas de Guadalupe!  Saben a cenobio, en recreación vespertina, el bisbiseo sentencioso de dos jornaleros, viejos, coronados de humos de “colilla” rechupada, sentados en los bajitos bancos de la plazoleta del Cristo de las Huertas, al empezar a desflecar sus retorcidos vuelos los “murciélagos”. Conforta el ánimo el postrer recorte de la luz, a la ermita, en salutación angélica a la Virgen de Alarcos.

Al regreso, son más lindos “los caballitos del Parque y hasta suenan bien los “cha, cha, cha”.

En la terraza de un “bar”, bajo dosel de arboleda, sorbo a sorbo, ¡qué bien sabe el vino de mi tierra! ¡Y no pensar en nada!

Cruza, sobre “el olmo viejo”, camino de la torre de San Pedro, el Eco I, puntual, brillante, símbolo del poder humano y, ¡ojalá de la paz!

En la noche estrellada estridela el grillo, escondido en la reducida maraña, húmeda, del hondo patio, blanco. Ladra el perro del corralón vecino. El gallo clava, en el aire, agudos alertas, y el campanillo del convento eleva al cielo, entre tañidos, el rezo, trasnochado y virginal, de las monjitas. Trasciende a albahaca, a madrugada.

¡Qué deprisa va el tren! Se encaraman las torres para decirnos: “¡adiós, amigo, hasta el año que viene!” ¡Como flamean el pañizuelo blanco, de sus caseríos, los lugares tendidos sobre barbecheras! ¡Cómo platean los olivos y verdean las vides, y levantan nubecillas de polvo las yuntas al abrir el rastrojo y el caballo del guarda que va por la “verea” y la tartana en el camino viejo!

¡Cómo se va perdiendo la Mancha en la lejanía! ¡Como la corta, definitivamente Despeñaperros!

Julián Alonso Rodríguez. Diario Lanza, jueves 1 de diciembre de 1960, páginas 3 y 6.

Las vías del tren contiguas al Parque de Gasset a su llegada a la vieja estación ciudadrealeña 

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