miércoles, 4 de junio de 2025

ALARCOS

 



Cuando le iba a llegar a Gabriel Miró el tránsito, según él terrible, de pasar de «forastero» a «nuevo», fue aún agasajado en Ciudad Real con una excursión a un cerro «histórico»; Al referir esto en «El humo dormido» hace clara distinción entre esas dos situaciones que se tienen al llegar a una ciudad: primero la de «forastero», durante la cual la persona es agasajada «gloriosamente», Y luego la de «nuevo», cuando ya asomaban entre los que la rodean, eso «iberos» que con todas sus duras virtudes primitivas llevamos dentro los españoles.

Pero a parte de lo anteriormente expuesto, Miró no pasaría en su corta estancia en Ciudad Real de «nuevo», no se haría «viejo» y por lo tanto propiamente no se vería en el trance de tener tal vez que abandonarla Cuando esto ocurre, otra vez se hace uno «forastero» y se nos despierta como al llegar el deseo de verlo todo. Parece cuando al hacer un equipaje quisiera llevárnoslo todo, pensando en que lo vamos a necesitar donde vayamos, Si bien después, muchas cosas no habrán de salir de las maletas. La verdad es que también se puede hablar de un equipaje de los recuerdos, como en la canción, y con ellos queremos abarrotar las maletas, cuánto más mejor, con la ilusión que luego nos sirvan de consuelo, cuando en realidad sólo servirán para atormentarnos.

Después de tantos años en Ciudad Real, me di cuenta de que no conocía la ermita de la Virgen de Alarcos. Muchas veces al pasar por el puente, pensaba: tengo que subir allí para ver aquello, y si me descuido me voy sin haberlo visto. Por este motivo, aprovechando la amabilidad de unos amigos, cierta tarde de este mes de julio que hemos disfrutado, y que ha sido uno de esos regalos meteorológicos con que raras veces nos obsequia la Naturaleza, subimos en automóvil al cerro del Despeñadero donde se asienta la ermita y que, aunque parezca mentira, eleva su cima cien metros sobre el nivel de la ciudad.




Decía Miró, refiriéndose a la excursión a dicho cerro, y como un verdadero acontecimiento, que «hasta Mauro les acompañó». En mi artícu1o «La herrería de la cuesta», ya ¡indiqué quién era el famoso Mauro, y en las palabras de Miró, que entonces tenía catorce años, se ve la admiración de los chicos hacia los que son un poco mayores que ellos, sobre todo si «saben mucho». Generalmente agrada ir a los lugares históricos, aunque no nos importe en cambió para nada lo que en ellos haya ocurrido, pero en este caso llevaban Miró y sus amigos, la ilusión de que Mauro les explicara todo lo sucedido allí.

En aquellos días de 1893, al general Margallo, que había muerto en combate en los alrededores de Melilla, le era dedicada una calle en casi todas las poblaciones de España, y en Ciudad Real fue la de Morería, que, no obstante, más tarde, recobraría su nombre primitivo. El momento era muy propicio para ir a Alarcos a recordar las clásicas luchas entre «moros» y «cristianos», que desde la batalla del Guadalete a la de Ifni han jalonado nuestra historia, y durante la subida, Mauro les puso en antecedentes de lo ocurrido en Melilla.

Al llegar al santuario un ermitaño les abrió la puerta, y penetrando en el interior, pudieron observar cómo de los muros de color de sayal, pendían banderas y estandartes. Hoy día no hay ermitaño, una familia cuida del lugar y tienen en su casa casi como un pequeño museo, con objetos encontrados por allí, algunos surgidos al arar las tierras, y otros comprados a anticuarios y traficantes. A veces se encuentra uno con casos como este, muy meritorios, de personas con nobles aficiones que hacen lo que pueden con muy escasos medios.

Volviendo al interior de la ermita, no quedan banderas y estandartes en sus muros, pero sigue el ambiente de misteriosa soledad y en el sagrado recinto se puede escuchar el silencio y ver la oscuridad que débilmente clarea con la luz que penetra por el rosetón abierto en la pared opuesta a la del modesto retablo de la Virgen de Alarcos.




Subiendo hacia el camarín, los clásicos exvotos de cera de las ermitas y arriba los hábitos y las mortajas, a los que se puede aplicar muy bien lo que decía Miró de las banderas, «telas ajadas, caídas, inmóviles, con una sensación de olorosa frialdad». Pero en éstos hay algo más, el lugar resulta verdaderamente impresionante, no sé, pero al entrar, aquellas ropas en la penumbra parecen como si no estuvieran vacías y cuerpos muertos colgasen de las paredes. Una imagen de la Virgen, allí arrumbada, hace aún más extraño el ambiente del recinto.

En aquella ermita se abrió la memoria de Mauro por la página de Alarcos y en su interior se oiría: «Acometieron los árabes con increíble arrojo». «Un obispo con la cota ceñida sobre los hábitos». «El estandarte verde de la media luna». Pero aquellas fogosas frases se deshacían como copos de nieve en el remanso de paz y de quietud del recinto «viejecito». Nada ya, ni los restos de la antigua fortaleza, ni la iglesia Calatrava que es ya más que «viejecita», hace pensar en guerras como aquella batalla, que en un dibujo nada artístico pero muy expresivo, ha quedado plasmada en una etiqueta de una marca de bebidas. Tan sólo un escrito que cuelga de la pared a la entrada del camarín hace alusión a guerras entre «moros y cristianos», a la romántica campaña del sesenta la de O'Donnell. y Prim.

Desde fuera, como en otros tantos lugares, el ondulante. paisaje del Campo de Calatrava un poco marchito ya en aquellos días de julio. Valverde a un lado, al otro Poblete, también Ciudad Real, el Guadiana, los molinos, los riegos de aspersión, la carretera. Pero eso sí, como en la Plaza de Armas de Picón viejo, aunque no había nubes, flotaban en el aire las nieblas de las leyendas, que buscan refugio en los lugares más apañados donde aún se puede escuchar el silencio.

Carlos López Bustos. Diario “Lanza”, martes 31 de agosto de 1971 




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