Fachada del desaparecido ayuntamiento de la
ciudad durante la celebración de la Feria y Fiestas en las primeras décadas del
siglo XX
Leyendo hace un par de meses atrás un
precioso artículo como todos los suyos, de mi buena amiga Enriqueta Fernández Mera,
abenojense de pro, en el que hacía un inspirado elogio de la alcarraza, adminículo
refrescante para calmar la sed en los largos días del verano manchego, vasija
de barro blanco y poroso hoy desaparecida, me hizo recordar que en mi casa de
las décadas diez y veinte era indispensable, pues aún no había aparecido prácticamente
las primitivas neveras alimentadas con hielo en barra más o menos grande. Y mi
buena madre no se conformaba con una de estas vasijas con dos asas y cuatro
bocas, sino que se hizo fabricar un alcarracero con tres huecos para colocar o
tras tantas alcarrazas, alcarracero que siempre tenía situado en el lugar más
fresco de la casa y a ser posible en la corriente de aire que pudiera haber
entre una y otra habitación.
Pues bien, hoy voy a complacer a un buen
amigo que con más frecuencia de la deseada, me insta a escribir sobre recuerdos
de aquellos años en las que las condiciones y circunstancias familiares eran
bien distintas a las de hoy, en que se dispone de gran número de. «aparatos»
domésticos y no domésticos, que hacen más llevadera la ingrata labor de las amas
de casa y a los jóvenes y niños entregarse de lleno a disfrutar con lo que pudiéramos
denominarla «ordenadoremanía», aparte, claro está de la televisión y la
telefonía móvil, el gran invento de la comunicación callejera, que tanto
facilita la localización personal.
Tomar el fresco a la puerta de la
propia casa
Aún no se había inventado el remedio del
aire acondicionado y lo más que se disponía para de ventiladores de mayor o menor
tamaño y de abanicos y pay-pays, estos últimos de propaganda de establecimientos
o productos comerciales. Y nuestros abuelos encontraron como solución para la
anochecida de los rigurosos comerciales. Y nuestros abuelos encontraron como solución
para la anochecida de los rigurosos julio y agosto, que en muchas ocasiones se
prolongaba hasta las primeras horas de la madrugada, según las obligaciones de
trabajo de cada uno al día siguiente, de salirse a la puerta de la casa con un
asiento lo más cómodo posible- como se disputaban las mecedoras- y entablar
tertulias con los vecinos más próximos, aprovechándose de la escasa circulación
rodada existente, costumbre que aún se mantiene en no pocos pueblos pequeños de
nuestra geografía provincial.
Unos de los arcos que se levantaba en las
primeras décadas del siglo XX en la calle Caballeros para la celebración de la
Verbena del Carmen
Las verbenas en los tres barrios,
diversión popular
Ciudad Real de aquellas décadas a que me
estoy refiriendo estaba dividido en tres grandes barrios, que coincidían con
los nombres que tenían los -titulares de las tres parroquias: San Pedro, Santiago
y Santa María del Prado, esta conocida también por la Merced, como aún sigue
siéndolo. Pues bien, cada barrio esperaba con interés y deseo la llegada de las
verbenas, fiesta popular por excelencia, en las que se visitaba el templo, se
rezaba para pedir algún favor, y después había que echar un trago, bien de «limoná»,
de horchata o una simple gaseosa, que era más barata. A los niños nos conformaban
con chupones y llaves de caramelo, así llamadas porque tenían esta forma y si
había presupuesto a compartir con la niñera de turno, un poco turrón de Castuera
y almendras saladas.
La parroquia de San Pedro disfrutaba de dos
de estas verbenas, aunque a ellas acudían no sólo los feligreses sino no pocos
culipardos de los otros dos barrios. La primera era la dedicada a San Antonio
de Padua y se celebraba la víspera, el 12 de junio. En cuanto a la segunda, en
honor de San Pedro Apóstol, tenía lugar el 28 del mismo mes, que solía estar
aún más animada, pues al día siguiente era fiesta de guardar, con cierre de
oficinas y comercios. No faltaban en las verbenas el concierto de la Banda Municipal,
que en aquellas fechas dirigía César Ruyra, maestro de una gran familia de músicos,
y al que años después sucedería su hijo Cristóbal, casado con Regina Torija, directora
de la Escuela Normal de Maestras.
A estas dos verbenas de la principal parroquia,
a cuyos motivos se les conocía por «tacillas»- confieso que ignoro el motivo-,
sucedía la de la Virgen del Carmen, en la noche del 15 de julio, que tenía
lugar en la calle de Caballeros y plaza del Carmen principalmente, ya que la imagen
se veneraba en la iglesia del convento de Carmelitas, muy queridas en la
ciudad. Pero esta verbena, como ya creo haber recordado en alguna ocasión se prolongaba
hasta la capilla del Hospital Provincial, desaparecida en los año 30 por decisión
de quienes gobernaban en la Diputación, y a la que había que acceder cruzando
la vía del tren, dé la línea Madrid-Badajoz, hasta que se lograra la desviación
de la «directa», para evitar la entrada de los trenes en la estación por el
furgón de cola. La circunstancia de contar por aquellos años con dos bandas de
música en nuestra capital, permitía que en la plaza del Carmen fuera la Municipal
la que alegrara la verbena, mientras en las inmediaciones del Hospital- el
construido por el médico Bernardo Mulleras en su época de presidente de la Diputación
aunque luego lo inaugurara Alcalá Zamora en la República- fuera la Banda Provincial,
dirigida por un gran músico, el maestro Antonio Segura, la que ofrecía el concierto
de rigor.
Cecilio López Pastor. La Tribuna de Ciudad Real,
martes 15 de agosto de 2000
Imagen de la Virgen del Carmen, que preside el
altar mayor de las carmelitas, cuando salía en procesión