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miércoles, 8 de enero de 2025

DEVOCIONES, MUJERES Y DESÓRDENES URBANOS EN CIUDAD REAL (1780-1790) (I)

 

La histórica y monumental Puerta de Toledo



La mujer, antes como ahora, casi siempre ha sido caracterizada por la historiografía como un elemento pasivo e incluso apaciguador de los desórdenes que esporádicamente sacuden las villas y ciudades españolas durante la Modernidad (1). Pues bien, en septiembre de 1780, el polémico traslado de la imagen de Nuestra Señora del Prado en Ciudad Real, para acometer urgentes obras de reparación en su templo, genera una serie de tensiones y tumultos de gran calado. Unos desasosiegos que obligan al corregidor lugareño a emplearse a fondo para atajar unos excesos generados por el cambio de espacio devocional de la patrona local y que parecen espoleados por las mujeres de los escalones estamentales inferiores. Tales incidentes fueron la antesala de una década convulsa donde no faltaron epidemias, hambrunas y un evidente divorcio entre gobernantes y gobernados, multiplicándose tanto los desórdenes populares como los conflictos entre autoridades civiles y eclesiásticas.

En la presente comunicación intentaremos adentrarnos en el ojo del huracán de esa década tumultuaria ciudadrealeña, donde la población femenina de la ciudad se muestra en su dimensión más vehemente y desestabilizadora, mostrando su creciente protagonismo en la vida pública de las urbes castellanas a fines del siglo XVIII. Para contextualizar este proceso analizaremos tres iniciativas ilustradas orientadas a controlar a la sociedad ciudadrealeña: la fundación de una Casa de Caridad; la mejora de la cárcel real, hasta conseguir la segregación por sexos de los reclusos; así como la implantación de alcaldes de barrio.


Otra vista de la histórica y monumental Puerta de Toledo


1. Orden y desorden público en Ciudad Real a fines del siglo XVIII

Avanzado el siglo XVIII, la capitalidad de la provincia de La Mancha retornará a Ciudad Real, vertebrando un territorio eminente rural y aparentemente tranquilo, aunque a menudo convulso por crisis de subsistencias, tensiones estamentales o familiares y pugnas por el poder (2). Además, sobre el medio urbano y sus inmediaciones tenían jurisdicción un sinfín de instituciones y justicias que representan a intereses muy diversos: corregidor de letras (aunque tampoco faltaron los de capa y espada), intendente, vicario sufragáneo del Arzobispo de Toledo, gobernadores de Órdenes Militares en las inmediaciones, Santa Hermandad Vieja local, Inquisición, Honrado Concejo de la Mesta, Milicias Provinciales y un largo etcétera de autoridades empeñadas en controlar gentes y espacios aunque con recursos muy limitados. Por su parte, Ciudad Real, con algo más de 8.000 habitantes durante el reinado de Carlos III, no puede ser considerado más que un poblachón manchego con vocación urbana, a pesar del deterioro de su tejido productivo tradicional (3), dependiente de las riquezas naturales de su entorno y muy sensible a las alteraciones climáticas, pestes y plagas que asolan sus campos con demasiada frecuencia.

En este contexto sabemos que, hacia 1779, se quebró una tendencia de superávit en las arcas municipales y que al año siguiente comenzó una década de calamidades, haciendo entrar en recesión a una población que no termina de sacudirse la atonía de la decadencia que arrastraba desde el siglo XVII. Por entonces, la Santa Hermandad Vieja de Ciudad Real, que garantizaba la seguridad de los caminos desde el Medievo, muestra también síntomas inequívocos de crisis, al verse obligada a pedir dinero prestado al ayuntamiento para perseguir a malhechores por yermos y despoblados (4). Una simbiosis corporativa nada extraña, si recordamos que prácticamente los mismos linajes controlan ambos cabildos durante centurias.

Desde luego, la infraestructura carcelaria ciudadrealeña dejaba mucho que desear, empezando por la prisión real. En julio de 1780, su alcaide elevaba un informe a los ediles exponiendo las lamentables condiciones de las mazmorras y, sobre todo, las nulas garantías de seguridad que brindaban sus puertas principales, las cuales estaban destrozadas y tenidas por inservibles (5). Pero es que, además, sus celdas al año siguiente sufrirán importantes inundaciones; veamos como recogen las actas municipales esta circunstancia: «En este ayuntamiento se vio un memorial de Antonio Escovar alcalde de la real carcel por el que manifiesta que el calabozo que une a la calle, la sala de visita y el que llaman de La Madera se hallan mui maltratado y en dispusicion de un síndico, y el de debajo de tierra esta mui humedo por transmitirse a él toda el agua del patio quando llueve, de modo que no puede haver presos en el y enterada la ciudad acordo que por Antonio Garcia de Céspedes alarife de publico de esta ciudad se reconozca» (6).


Vista de la desaparecida Cárcel de la Santa Hermandad una mañana del Viernes Santo en los primeros años del siglo XX

 

Sin embargo, cuando poco después, un vecino lindero a la cárcel vendió su casa, ofreciendo la posibilidad de ampliar dichas instalaciones (de las que a la sazón hacía poco se habían fugado seis contrabandistas), fue imposible de llegarse a un acuerdo para adquirir ese inmueble, permaneciendo sin separar los hombres de las mujeres reclusos, y sin dotar de vivienda al carcelero. Pese a todo, si atendemos a las fuentes manejadas, la prisión solió estar abarrotada periódicamente por cadenas de reos y levos del ejército, estando tan concurrida que incluso fue considerada un foco de contagio para el resto del vecindario (7).

Aún así, en esta tesitura permanecieron las cárceles reales durante varios lustros más. Habría que esperar al 1800 para ser adecentadas, invirtiéndose 5.580 reales más de los 3.406 tasados, con cuyo importe al fin se pudo separar a los presos de ambos sexos, en una coyuntura en la cual se recrudece la lucha contra bandoleros y contrabandistas (8). En realidad, la prisión más segura siempre fue la de Hermandad Vieja local, no construyéndose una penitenciaría moderna en Ciudad Real hasta que, en 1861, Cirilo Vara y Soria edificase un edificio adecuado.

Otra piedra de toque fueron las rondas que periódicamente patrullaron las calles de la ciudad, previniendo crímenes y persiguiendo delincuentes, y que cristalizarían en la creación de unos alcaldes de barrio, acorde a lo que pasaba con el resto de grandes urbes españolas del momento. Pues bien, en un memorial presentado al concejo, se hace constar que desde 1780 el corregidor Francisco Toral «encargo a diferentes personas el cuidado de los respectivos barrios haciendo funciones de tales alcaldes [de barrio], y fueron tan saludables los efectos que dedicadas las personas encargadas por el mismo corregidor al cumplimiento de los que les hicieron, que se lograron muchas prisiones, aplicación de vivir gentes nocibas a la republica al servicio de las armas, marina y hospicios». La cuestión fue que dicha iniciativa terminó en el momento mismo de entregar su vara.


Puerta de la desaparecida Cárcel de la Santa Hermandad


Así cuando, en marzo de 1787, el nuevo corregidor don Martín de Aguirre y Arrubia, solicitó formalmente al ayuntamiento la creación de tres alcaldes de barrio, uno en cada parroquia, sacó a colación dicha experiencia, aduciendo además que «el estado deplorable de muros y edificios proporcionaran la ocultación de malhechores, apeteciendo con el continuo ejercicio de mi vigilancia que carezca este común de sobresaltos» (9). Estos alcaldes, acompañados siempre de escribano y alguaciles, tendrían competencia para atajar y denunciar delitos públicos y escandalosos, solventar los juicios verbales inferiores a cien reales de pena, así como controlar espacios y colectivos problemáticos (vagos, prostitutas, gitanos, casas de juego), sin olvidar las antiguas labores de policía (limpieza de calles y aseo de fachadas; control de edificios ruinosos; conducción de basuras al Canal de las Minas, donde desaguaba la ciudad), además de hacer cumplir los bandos públicos, prevenir los hurtos extramuros de las cosechas (en concreto, cereales, uvas y aceitunas) o guardar las puertas de la muralla. La única duda era si tales alcaldes de barrio serían nombrados por el corregidor de turno, al igual que pasaba con los alcaldes pedáneos, o por el cabildo de regidores, como acontecía con los alcaldes ordinarios. El Fiscal del Consejo de Castilla demoró su respuesta durante más de dos años, dictaminando que estos nuevos personajes estuviesen vinculados a los corregidores reales y con las mismas funciones que los alcaldes de Corte. Sin embargo cuando, a inicios de 1790, el Consejo de Castilla se pronuncia al respecto, los autoriza solo si actuaban como en Madrid y restringiendo aún más su jurisdicción, estando obligados de avisar siempre a la justicia ordinaria y celando por evitar conflictos de competencia con los alcaldes de la Santa Hermandad, tanto Nueva como Vieja.

Por lo que sabemos, poco éxito tuvo esta iniciativa en Ciudad Real. Un lustro después de dársele carta de naturaleza, en marzo de 1795, los alcaldes de barrio Vicente Salcedo (parroquia de Santiago), José Sánchez Tirado (parroquia de Santa María del Prado) y don Pedro Abad León Patiño (parroquia de San Pedro) se lamentan al corregidor don Máximo Terol de Doménech, a la sazón ministro honorario de la Real Audiencia de Valencia, argumentando que a pesar de que «consiguieron a fuerza de sus infatigables desvelos conteniendo los muchos escandalos y amancebamientos que se habian experimentado», no lograban el respeto de sus paisanos, debido a lo cual decidieron entregar sus enseñas de justicia con puño de marfil en el ayuntamiento, cansados de que los alguaciles desoyeran sus requerimientos, toda vez que «faltandoles el auxilio, los bastones que tenian heran unos palos secos y sus facultades quedaban arrolladas» (10). Por su parte, el Procurador Síndico de Ciudad Real, tercia en la polémica echando leña al fuego, al manifestar que si la labor de tales alcaldes de barrio se limitaba a delatar crímenes y pecados públicos o a encarcelar sospechosos, para eso ya bastaba la justicia ordinaria, dudando de la catadura de sus actuales titulares y llegando a calificar tales cargos poco menos que de serviles, considerándolos meros alguaciles «hechos al lidribio [sic] y la burla de las gentes del pueblo», más cuando no había tropas en la ciudad debido a la Guerra de la Convención. En esta ocasión no tardaron demasiado en deliberar los consejeros del Real de Castilla, impeliéndolos a realizar las rondas acompañados como acostumbraban, pero sin autorizarles a incoar sumarias ni mucho menos a intervenir en calidad de jueces. En realidad, esta decisión gubernativa llegaba demasiado tarde, ya que la institución misma de los alcaldes de barrio estaba herida de muerte en Ciudad Real, desde el mismo momento que los bastones recayeron en personas con más ganas de servirse del cargo que de servir a sus paisanos y cuando, además, era un trabajo no demasiado lucido, y donde podías ganarte con mucha más facilidad cicatrices que prestigio (11).

Miguel Fernando Gómez Vozmediano Universidad Carlos III de Madrid. “El Mundo Urbano en el Siglo de la Ilustración” Tomo I Santiago de Compostela 2009


Croquis de los históricos barrios de Ciudad Real



(1) No obstante este panorama historiográfico está cambiando a marchas forzadas. El punto de inflexión de estos nuevos planteamientos en nuestro país data de la década de los ochenta; entre otras muchas obras, destacamos el trabajo coral de CAPEL, R. (coord.), Mujer y sociedad en España (1700-1975), Madrid, 1982; el artículo de ORTEGA LÓPEZ, M., «Una reflexión sobre la historia de las mujeres en la Edad Moderna», Norba. Revista de historia, 8-9 (1987 1988), 159-168; así como las aportaciones de LÓPEZ CORDÓN CORTEZO, M.V., «Mujer y régimen jurídico en el Antiguo Régimen: una realidad disociada», en Ordenamiento jurídico y realidad social de las mujeres. Siglos XVI-XX, Madrid, l986, 13-41 ó Condición femenina y razón ilustrada: Josefa Amar y Borbón, Zaragoza, 2005.

(2) DÍAZ PINTADO, J., Conflicto social, marginación y mentalidades en La Mancha. Siglo XVIII, Ciudad Real, 1987.

(3) Los cambios operados por entonces en el cabildo local pueden verse en MARINA BARBA, J., La reforma municipal de Carlos III en Ciudad Real, Ciudad Real, 1985.

(4) ARCHIVO MUNICIPAL DE CIUDAD REAL, Actas Capitulares (AMCR. AC.), lib. 26/7, ff. 28-39.

(5) Cabildo de 12-VI-1780, Ciudad Real. AMCR. AC. lib. 27/2, f. 4

(6) Cabildo de 12-VI-1780, Ciudad Real. Ibídem, lib. 27/3, ff. 203-204 y

(7) AHN. Consejos, leg. 1290/29.

(8) AMCR. AC. lib. 29/3, ff. 9-11. 9 19-III-1787, Ciudad Real/3-II-1790, Madrid. AHN. Consejos, leg. 1293/17

(10) 2-III-1795, Ciudad Real. AHN. Consejos, leg. 1615/21.

(11) Sobre el origen de dicha institución nos remitimos al estudio clásico de GUILLAMÓN ÁLVAREZ, J., «Disposiciones sobre policía de pobres: establecimientos de diputaciones de barrio en el reinado de Carlos III», Cuadernos de Historia Moderna y Contemporánea, 1980.

 

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