I
Visten de galas lucientes,
lucientes como sus armas,
de rojo los caballeros,
de blanco todas las damas.
En las altivas almenas
muchas banderas gallardas,
pregoneras de victorias
ondean abrillantadas
por un sol de primavera,
de primavera galana.
Lujosas en el castillo
están las góticas cuadras.
En romances hay cien bardos
cantando glorias pasadas,
que no menos se merece
el huésped a quien se aguarda.
Ya á lo lejos se divisa
la comitiva preclara
que como golpe de fuego
entre la verdura avanza.
El Rey a caballo viene,
flota en el aire su capa
y al sol le roba sus luces
el explendor de sus galas.
Un caballero realengo
a la diestra del Rey marcha;
a la izquierda van los nobles
jinetes de la Real guardia.
Delante van dirigiendo
las señoriales mesnadas,
y detrás marchan las tropas
con banderas castellanas.
Es el Rey Don Juan Segundo,
el generoso monarca;
por eso galas lucientes,
mas lucientes que sus armas,
visten de rojo los hombres,
visten de blanco las damas.
II
La historia de Ciudad-Real
parca entonces en anales,
no contaba festivales
como era aquel festival.
Raya hizo de galanuras
el monarca Juan Segundo
y se habló por todo el mundo
de manchegas hermosuras.
Fue con todos generoso
y queriendo dar ejemplo
no dejó santo ni templo
sin un presente valioso.
De gracias en aquel día
con carta-puebla famosa
le dio a Cibdarreal gloriosa,
todo cuanto merecía.
Beneficios de su ley
otorgó con profusión;
pero echó negro borrón
sobre su historia aquel Rey.
En la señorial morada
que lo hospedó con grandeza
existía una belleza
como una perla encantada;
hija del noble señor
de tan hermosa figura,
como trazada escultura
por el cincel del amor.
Asomada veces pocas
tras el torreón gigante
como ignorado brillante
lucía solo entre rocas.
Ni la conoció un doncel
ni la cortejó un galán;
de su padre el noble afán
fue educarla solo él.
Así gozaban los dos
de dulce, tranquila estrella,
él, recreándose en ella;
ella amando en él y en Dios.
El monarca castellano
descubrió el rico tesoro
más apreciable que el oro
que aprisionaba su mano;
y sintió tal emoción
ante la virgen sencilla
que como él reinó en Castilla,
reinó ella en su corazón.
III
Se vieron. Ella, la hermosa,
al fijar en él sus ojos,
con los colores más rojos
sus mejillas adornó.
El, osado y atrevido,
fijó en ella tal mirada,
que para siempre clavada
en su corazón quedó.
El le habló de cosas nuevas
y ella oyó frases de amores
como reciben las flores
el primer rayo solar;
con promesas deliciosas
dormido volcán se enciende
y aquella mujer comprende
que ha nacido para amar;
que sus ojos tan azules
como la esperanza bella
deben de servirle a ella
para expresar su sentir;
que sus labios donde puso
el cielo otro cielo impreso
sirvan para dar un beso,
que ya pugna por salir;
que las flores aromosas
por primavera enviadas
y por ella antes guardadas
para adornos del altar;
pueden también orgullosas
multiplicar sus hechizos
recostadas en sus rizos
que las saben enredar.
Rafael López de Haro. Leyendas en
verso, imprenta El Labriego 1898
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