Aspecto
que ofrecía la Plaza Mayor a principios del siglo XX
En tiempos remotos, dos ferias tenía
nuestro lugar. La una, el día ocho de septiembre, y se nos perdió. La
principal, la del 15 de agosto, modificada en forma, sitio e importancia,
perdura a través de los tiempos.
La antigua “carrera de la Feria”
–cuentan las crónicas- empezaba en el plazoletín del Pilar, corría las calles
de la Mejora y Ballesteros, continuaba por la de la Mata y concluía en el
ermitorio de San Miguel atravesando la puerta de la Mata, en la cual, en una
capillita muy reducida, se veneraba una imagen de Nuestra Señora bajo la
advocación de la Soterraña. Cuando la puerta se arruinó, paso la imagen al
convento de PP. Predicadores de Santo Domingo y con él, a la postre, pereció.
Fácil es deducir la importancia de estas
periódicas concurrencias comerciales sin más que considerar la longitud de la
carrera y que se extendía por la parte más adecuada, pues comenzaba en el
pilar-abrevadero, enclavado en el camino que iba a la Andalucía y terminaba en
las cercanías del Pozo Concejo, con su casa concejil. Atravesaba la parte mejor
poblada y rica –aglomerada en derredor de la iglesia más visitada: San Pedro, y
de la Sinagoga más populosa- y recorría el amplio flanco del barrio judío, por
donde, seguramente, estaría establecido el zoco o mercado diario en los tiempos
de Villarreale y, después de elevarse la villa a Ciudad, hasta que se formó la
plaza, tantos años inexistente.
Tres arcos viejos –enclavados en el
sitio ocupado por el actual Ayuntamiento- dieron nombre a la calle que de
ellos, al Pilar corría. Del lado opuesto, hacia el Norte partía una calle de
cada arcada. La de Toledo, alineaba con el Mesón de la Fruta, era una. El
Alcaná y, como continuación, la calle de Caballeros, salía del arco central,
del otro lateral, junto al Pósito, -donde hoy está la Inspección de
Vigilancia-, la calle de la Luz o de Santa María, en línea recta con el
Parador, iba a perderse en el Prado indecoroso.
La
Feria y Fiestas siempre han girado en torno a la Virgen del Prado
Cortaron las tres calles, yo no sé
cuando, perpendicularmente al Alcaná; vaciaron de escombros el espacio
trapecial resultante y quedó constituida la Plaza Mayor, sin empedrado, cerrada
por arcadas en las esquinas, y, en el frente menor del trapecio, los tres arcos
viejos persistieron. Postería de madera, con pequeñas bases de piedra,
contorneaban la naciente Plaza. ¡Ya tenía Plaza Ciudad Real! Quizá podamos
tener una visión acertada de ella recordando las medievales calles y plazas
fósiles guadalupenses.
En la infancia de nuestra historia, en
una calle que salía a la de la Mata, cerca de la puerta de este nombre, había
en una plazoleta, un pozo, del que se surtía mucha parte de la Villa, y un
famoso edificio frontero al Real Alcázar y de la misma construcción, con un
gran salón donde se celebraban los ayuntamientos cuando, a campana tañida,
convocábase desde la torre de San Pedro. Por el pozo y el Concejo, la calle se
llamó y se llama del Pozo Concejo.
Muy escasos y dudosos vestigios restan
de ese primer conocido edificio concejil nuestro. Un hombre chiquito, jovial,
cariñoso y popular, que pasea por nuestras calles el pesado bagaje de muchos
años, y de sus entusiasmos de mucho saber, (para que decir su nombre si en la
mente de todos está) no pocos datos me ha facilitado de estas cosas y
dubitaitivo, me decía en una ocasión:
“Quizá el edificio del antiguo Concejo
sería la casa de la calle del Pozo Concejo, que adquirió Paco Herencia con
ánimo de crear un sentimental y necesario museo de recuerdos locales, y cuyos
dos bellísimos arcos fueron desmontados no hace mucho. Tal vez habría que
buscar el emplazamiento del Concejo bajos los cimientos de la casa que levanta
D. Facundo García. El molino de D. Luis del Rey, cercano al Alcázar, ¿sería el
famoso edificio?”.
La
terraza del casino en la segunda década del siglo XX durante la Feria y Fiestas
y el reparto de pan a los pobres el día de la Patrona, obra de caridad que se repetía
otros días al año como Semana Santa
Descúbranlo quien pueda y sepa, pero es
lo cierto, que la ciudad tomaba auge y esplendor; que la morería anchaba sus
confines y ampliaba sus huertos; que los judíos dilataban su recinto, por un
lado, en el barrio de los conversos, más o menos apóstatas, de la Cruz Verde,
y, por el otro; casi hasta la plaza, y que los cristianos viejos crecían y se
multiplicaban, entre moros y judíos, por San Pedro y Santa María.
La plaza, situada en el punto de
convergencia de los diversos barrios, era lógico adquirieran importancia
imponiéndose como sede del mercado diario y llevando así las periódicas ferias
para desbordarlas por las aún llamadas calles del Mercado y de la Feria. Era,
por aquellas caldendas, cuando el Alcaná floreció. Rico y populoso, este
callejón angosto, tenía dos salidas: una a la Plaza, otra frente a la calle de
Caballeros. Algún día trataremos de conocerlo. Hoy conformémonos con
contemplar, como único recuerdo de él, en el portal de la casa de la calle de
la Feria que se enfrenta con la de Caballeros, una imagen de San Antonio de
Padua, patrono del recinto.
La plaza, que atrajo a ferias y mercado,
logró arrastrar al Concejo, desde su primitiva casa propia, con tal de
acercarlo, al centro de la ciudad, a vivir de prestado, en la sacristía de San
Pedro Apóstol, y cuando la ocupaba el Clero, a celebrar sus juntas en el trascoro,
hace siglos desapareció y sustituido por el bello Camarín de la hermosa Virgen
de la Guía.
Un día, la tragedia siniestra de una
guerra fratricida cae sobre Castilla. Isabelinos y Beltrabejos ensangrientan su
suelo Ciudad Real tomó partido por doña Isabel y fue invadida por los
calatravos beltranejos, capitaneados por el ambicioso Maestre Téllez de Girón
que pudo ser esposo de Isabel. Acaudillados por el Condestable Don Rodrigo
Manrique –padre del famoso Jorge, el de las coplas-, logran los ciudarrealengos,
no sin gran esfuerzo, expulsar de sus calles al invasor. En premio de tan
manifiesta fidelidad, la Majestad triunfante de los Reyes Católicos conceden
para levantar la casa Ayuntamiento, las tiendas que, en la base mayor del
trapecio que forma la Plaza hacía un extremo, le fueron incautadas al judío
converso Alvar Diez.
Un
aspecto de los puestos de Feria instalados en la Plaza Mayor
Pasan los años y las vacías arcas
municipales impiden llevar a cabo el deseo real y ciudadano. Fue preciso
autorizar el tributo de la sisa al vecindario para que, en 1619 donde tuvo sus
tiendas Alvar Diez, sugiese la casa consistorial con gran balconada férrea, con
capilla dedicada a la Inmaculada y con retablillo público a la misma Señora,
que aún existe.
Ayuntamiento y Plaza, unidos desde
entonces, llevaron vida pareja hasta nuestros días. Por eso, en 1621,
sincrónicamente con la aparición del Ayuntamiento, se acomete el adecentamiento
de la Plaza. Se fijaron postres de piedra, en los soportales, en sustitución de
los de madera; se uniformaron las fachadas; enmaderaron se las ventanas y
lucieron balconcillos corridos; empedróse la amplia superficie de 4.000 m2. de
su suelo y, al fondo, los arcos viejos persistieron, y el Pósito, son sus
artesonados techos, ocupaba, en un ángulo, su lugar propio.
La Feria de 15 de agosto fue creciendo
en importancia –tal vez la otra había desaparecido mucho ha- pues la Virgen del
Prado, que en ese día se celebraba, llegaba a ser la Patrona de la ciudad. Los
vecinos, con creciente y ferviente devoción a su imagen, habían enfriado, si no
perdido, las más añejas a la Blanca, la Pedrera y Alarcos.
Un hecho, lamentable por sus resultados,
ocurrió en el año 1765: “Por descuido de la ría comisaria tendera, se quemaron
las tiendas próximas al Ayuntamiento”. Sin duda, hubo grande alarma y pérdidas,
valiosas y ciertas, de documentos que aclararían muchos puntos borrosos de
nuestra historia.
Más de mediado iba el siglo XIX (año
1868). En el sitio de los tres arcos cabezales de la Plaza y del pósito se
levantó el tercero y actual edificio municipal, más ampuloso que bello, y se
abandonó el viejo, frontero. No obstante la discordancia arquitectónica que
introducía en la Plaza, llegaría a constituir indispensable elemento en nuestro
paisaje urbano actual.
Programa
de Feria y Fiestas de hace un siglo
Naturalmente, la Plaza había de sufrir
pareja fiebre reformadora. Era, quizá, cuando, al piso principal, que corría
sobre los toscos pilares de los portales, con capiteles de poca esmerada labor
pusieron balcones de hierro de reducido
vuelo, pero airosos en los vanos con arcadas. De igual modo se decoraron con
antepechos, los del piso superior, los áticos, de algunos edificios, y las
pilastras, simuladas, en las fachadas, completaban la uniformidad, al modo
greco-romano que, aunque pobre con el flamante Ayuntamiento en su frente daba
una belleza pueblerina y simpática a nuestra Plaza Mayor. En el centro se
elevaba el sencillo monumento a Hernán Pérez del Pulgar que vimos perecer en el
Pilar –donde fue trasladado- quedando, como único recuerdo y rastro, los
dragones que vomitan ovas en la fuente final del Parque.
En los primeros años de nuestro siglo,
tenía la Feria su máximo esplendor, con ribetes de romántica elegancia, que hoy
nos parecería cursilona, en el ámbito encantador de la Plaza y así lo conservó,
hasta su desplazamiento al Parque, a pesar del último retoque que quebró el
simpático cuadro placero. Se quebró hacia el año 1910, a causa de nuevas
reformas pensadas con buena voluntad, indudable, pero llevadas a cabo con
resultados funestos. Tiráronse los arcos de las esquinas de la Plaza;
cambiáronse los pétreos pilares por feas columnas de hierro, sin beneficio
apreciable para la holgura de los portales, contra lo que se preconizaba;
corrióse la horrible y antiestética marquesina que el tiempo, con justicia
inexorable y benemérita, pero lenta, va, poco a poco, degarrando. Para
enriquecer el conjunto, con oropel de magnificencia, acordasé cambiar la
modesta traza de las fachadas por otra más monumental de modelo único, pero los
“modelos únicos” fueron varios, según el capricho sucesivo de los ediles, con
lo cual consiguieron, sin enriquecer el conjunto, romper la ingenua y
encantadora uniformidad. Aquí y allá los tenéis cual detestable muestrario
manifiesto, y “¡Dios quiera… y el Señor Alcalde”! no empeore el asunto
cualquier rasgado ventanal; “de cremallera” tan inoportuno, acá como adecuado
en la reformada calle Postas, pongo por caso.
Un
aspecto de la Feria en el Parque de Gasset en 1917, fotografía de Vida Manchega
La Plaza, con sus puestos de cosas fútiles o necesarias con sus compras matutinas, con el paseo etiquetero y solemne del véspero, bullía y se alegraba los ocho días de Feria, pero la Feria no cabía allí y, por el año 15, Pepe Cruz tuvo el acierto de trasladarla al Parque. La Plaza quedó mustia. Ni los pomponcicos, entecos, de esos cuatro arbolicos, contrahechos, que le han clavado logran animarla. En la fuentecilla central remansa sus lágrimas, escurridas y mudas, pero, como vieja coqueta, prendía, en estas fechas hasta ayer, en el balcón central del Ayuntamiento la nota galana y señorial del recinto: el tapiz que pintara nuestro Ángel Andrade.
Te espero, paisano, cada mañana, del 15
al 22 de agosto, en la Plaza amiga, en el Bar, aquel de “los portales”, por
donde pasan mujeres bonitas, risueñas, camino del Parque mañanero. Beberemos;
charlaremos de ellas, de fútbol de toros; veremos las cucañas y los globos
grotescos; oiremos la banda; nos aburriremos un poco y recordaremos la tarde
del año pasado, cuando, en el barandal del Ayuntamiento viejo, escribimos, a lo
largo de una sepentina verde, el lindo piropo manchego, que el pueblo hizo
seguidilla:
“De rosas y claveles
y de alhelíes,
se te llena la boca,
cuando te ríes”.
(¡Rosas y claveles del Parque. Alhelíes
blancos del Prado, de las plazuela de San Pedro!)
Con mano segura y actitud galante,
lanzamos nuestro piropo, nuestra sepentina -¿te acuerdas?, al pasar, en una
carroza, la mujer manchega. ¡Se enroscó en su cuello en espirales suaves, como
caricial! Reía ella. Reíamos nosotros. La Plaza estaba alegre, reía, tal que
antaño con su mercado diario, con su Feria anual. A mí se me alcanza que las
seriotas estatuas, blanqueadas, que coronan el Ayuntamiento nuevo, también
reían esa tarde de batalla de Flores.
Julián
Alonso Rodríguez. Diario Lanza, lunes 14 de agosto de 1950 páginas 7 y 8
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