Toda la obra se doraría de oro fino,
bruñido, haciendo primero los reparos necesarios para asentar el oro sin dificultad.
En el sagrario se doraría también la caja para el Santo Sacramento. Las figuras
del tabernáculo se estofarían, encarnando los rostros y partes desnudas.
Respecto al resto de las figuras de bulto del retablo, se estofarían las del
banco y las del primer cuerpo, imitando brocados y telas al natural, encarnando
los rostros y partes desnudas; las figuras del segundo cuerpo y remate irían
esgrafiados y rajados por estar más distantes a la vista. La imagen de la
Inmaculada Concepción correspondiente al segundo cuerpo, al tratarse de la
historia principal llevaría el manto imitando al brocado natural, y el resto
esgrafiado y coloreado, con colores buenos y finos.
La obra se debía dar acabada, en blanco,
en el plazo de dos años, asentando al finalizar el primer año el banco, el
sagrario y el primer cuerpo. Se invertirían otros dos años en el dorado. El
convento se encargaría de proporcionar toda la madera para poder construir los
andamios necesarios para asentar toda la obra en su lugar.
El precio de la obra se encareció
pasando de los seis mil reales del proyecto inicial a doce mil debido a las
mejoras técnicas introducidas. Los pagos se realizarían distinguiendo la obra
de talla de la de pintura y dorado. Para la talla se establecieron tres pagos,
siendo el primero de dos mil quinientos reales entregados esa misma Navidad,
fecha en la debían comenzar a trabajar en el retablo. En esta cantidad inicial
se incluyeron los dos mil reales dados a Juan Ruiz que las monjas seguían reclamando
a los herederos del maestro difunto. Este dinero serviría para realizar y
asentar el primer cuerpo y la custodia. Inmediatamente después se les abonaría
el segundo pago, otros mil quinientos reales, dejando la tercera parte por
valor de dos mil reales para el momento en el que se asentara definitivamente
toda la obra en blanco. Los seis mil reales restantes se destinarían al dorado
de la obra; entregándose también en tres pagos de dos mil reales cada uno: al
comenzar, al mediar y al finalizar todo el trabajo.
Pero, a pesar de haberse suscrito la
correspondiente escritura de obligación entre las dos partes, el retablo de las
concepcionistas no se comenzó aquel año de 1610. Cristóbal y Pedro se obligaron
en un nuevo encargo del mismo mecenas que les tendría ocupados hasta 1616:
realizar la mitad del dorado del retablo mayor de Nuestra Señora del Prado
junto con Juan Haesten. Paralelamente atendían otros trabajos como un retablo
para la capilla de san Ildefonso en la iglesia parroquial de santa Catalina de
La Solana, propiedad de don Cristóbal Mejía Herreros, obra esta última
afianzada entre otros bienes con el dinero que la iglesia y concejo de
Manzanares les estaba debiendo por el dorado del retablo del altar mayor de la
parroquia de ese pueblo. Las monjas tendrían que esperar seis largos años hasta
que los escultores finalizaran su compromiso.
El tiempo pasaba y las monjas comenzaban
a impacientarse. Mientras duraba la obra del retablo de Santa María y dados los
enormes gastos que ésta estaba acarreando es lógico pensar que Rojas apuraría
el último maravedí para poder finalizarlo en el tiempo debido. Los fondos
prometidos a las franciscanas debieron congelarse lo mismo que su retablo. Para
colmo de males en 1613 llegó a la ciudad un padre mercedario llamado fray Tomás
de la Concepción con la misión de llevar a efecto lo ordenado por el capitán
Andrés Lozano en su testamento. En páginas anteriores habíamos hablado ya de
este personaje embarcado también en la Carrera de Indias puesto que había
traído distintos encargos enviados desde América por Villaseca a sus primas
españolas. Lozano había muerto en Sevilla al volver de unos de sus viajes
comerciales ordenando por su testamento dado en enero de 1610 entre otras cosas
que se fundase en su ciudad natal un nuevo convento de padres mercedarios
descalzos para honra de Dios y perpetuidad de su nombre. Como era obligado el
padre fray Tomás, en nombre de la Orden de la Merced, comenzó a negociar con el
concejo de la ciudad las condiciones para iniciar la nueva fundación. Pero los
demás conventos se opusieron encarnizadamente a que el ayuntamiento concediese
licencia para llevar a efecto esta manda testamentaria, argumentando que, dada
la pobreza en la que se encontraba la ciudad y lo que ellos consideraban una pobre
dotación fundacional, esta nueva institución solo provocaría el empobrecimiento
del resto de los monasterios al tener que repartir las limosnas de los fieles,
pues era de suponer que, por su propia naturaleza descalza, deberían mantenerse
en el futuro gracias a las donaciones de las buenas gentes.
Las monjas franciscas llegaron incluso
más allá. El 14 de marzo de este año enviaron a su mayordomo de casa, Lázaro
Valeros, a una reunión convocada por el concejo para tratar este polémico tema.
En su declaración expuso lo que doña Juana de Arias, por entonces abadesa, y el
resto de las monjas habían convenido: además de las razones argumentadas en el
párrafo anterior, afirmaron que sería de mayor aprovechamiento para cumplir el
deseo del difunto distribuir el dinero destinado a la fundación de los
mercedarios en otros menesteres piadosos, como por ejemplo en conseguir poner
en marcha su abortado retablo mayor. Como era de suponer su petición no
prosperó y con el tiempo los mercedarios fundarían su propia casa en la ciudad(4).
En el mes de septiembre de 1616, cuando
ya había sido asentando el retablo mayor de Santa María las monjas terreras
volvieron a reunirse con Cristóbal y Pedro (avecinados ahora en Daimiel) en el
locutorio de su monasterio para retomar el contrato de su retablo. En este
caso, el convento estuvo representado por la abadesa doña Mariana de Guevara y
por la vicaria doña Melchora de Quiroga, acompañadas de doña Ángela del Mármol
y doña Inés Mesía. Como en los dos anteriores, en la firma estuvo también
presente el licenciado Alonso Rojas de León. Los escultores llevaron consigo
una escritura de poder de don Miguel Merino Sandoval, vecino acaudalado de
Manzanares, quien ejercería como su fiador(5). La nueva
escritura de obligación retomaba las antiguas condiciones del segundo contrato
realizado seis años antes, pero incorporando algunas modificaciones tendentes a
abaratar el coste. La traza conservaba los dos cuerpos y el ático, con altura y
anchura similar, pero suprimía el banco adornado con los Padres de la iglesia y
los Evangelistas. El sagrario conservaría su forma de baldaquino ochavado, pero
solo llevaría una escena, la de La Resurrección, en la puerta, desapareciendo
la de David y el león, así como las imágenes de Moisés y Elías, siendo
sustituidas por una imagen de la Virgen María que poseía el convento (quizás la
bella talla medieval llamada La Porterita). También como cambio importante se
redujo el número de columnas (ahora medias columnas) de ocho a cuatro en ambos
cuerpos así como el de esculturas de bulto de las entrecalles, pasando de
cuatro a dos. En el primer cuerpo, a los lados del sagrario, san Pedro y san
Pablo fueron sustituidos por san Francisco y san Antonio. En este cuerpo se
respetaron los lienzos de La Anunciación y de La Visitación.
En el segundo cuerpo se introdujeron
también novedades. Se respetó la escena central con La Inmaculada Concepción,
pero en los tableros de lienzos solo se mantuvo la escena de La imposición de
la Casulla a san Ildefonso, siendo sustituida la otra correspondiente a La
Concepción, por una Circuncisión. También varió la iconografía de los santos
que flanqueaban la escena central, prefiriendo un san José y un san Juan
Bautista. Esta variación en la elección de los temas y en la disposición de las
escenas de los tableros nos lleva a pensar en la existencia de una clara
influencia del recién terminado retablo mayor(6).
El ático conservaría El Calvario,
teniendo como figura central el Cristo Crucificado que Villaseca enviara años
antes al convento y que desde entonces se había venerado en aquella iglesia
cobijada dentro de su propio baldaquino. Detrás de él se instalaría un tablero
con una tiniebla de la ciudad de Jerusalén. Los escultores realizarían cuatro imágenes para adorno del
remate: san Juan y La Virgen María, y dos tallas más, una de San Buenaventura y
una cuarta, primero san Francisco, y en anotación al margen del contrato
cambiada finalmente por otra de san Diego, todo ello con su frontispicio,
pedestales y bolas correspondientes.
Respecto al dorado y pintura las
condiciones eran similares a las de 1610, pero añadiendo dos advertencias: se
pondría especial cuidado en la preparación del bol para evitar que saltase el
oro y los colores usados tanto en los lienzos como en los esgrafiados serían
finos, bien molidos y mezclados, para que durasen vivos, sin amortiguarse,
evitando además su desprendimiento. Nuevamente, por los sucesos que después
ocurrieron y contaremos en el apartado correspondiente, creemos que estas
condiciones están estrechamente relacionadas con la factura final del retablo
de Nuestra Señora del Prado.
En esta tercera escritura el precio
establecido fue de once mil reales, de los que se descontarían los dos mil
reales que se pagaron a Juan Ruiz Delvira y que todavía, después de seis años,
no se habían recuperado. Los maestros, con poder del monasterio, serían los
encargados de reclamarlos a los herederos. El resto se pagarían en tres plazos
de tres mil reales (divididos en tercios pagados cada cuatro meses), teniendo
un margen de tres años para finalizar la obra.
Pilar
Molina Chamizo “El Sueño Americano: El Legado Español de Juan de Villaseca”,
páginas 95-98
(4)
AMCR,
libro de actas y acuerdos del ayuntamiento, año 1613, folios 118v-119v.
(5) AHPCR,
protocolos notariales, Ciudad Real, Juan Arias Ortega, 6 de septiembre de 1616
y 13 de septiembre de 1616, sign. 62, folios 1r-2r y 3r-10v.
(6) Es necesario advertir
la utilización confusa que había entre algunos maestros respecto a los temas de
la Circuncisión y La Presentación del Niño Jesús en el Templo o Purificación de
María, siendo este último el que respondería iconográficamente con mayor
acierto al representado en el retablo
del Prado y no el primero.
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