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sábado, 9 de agosto de 2025

NO BAJARON LA PATRONA

 



Era el nefasto año 1936. Víspera de San Lorenzo. Y no bajaran la Patrona al altar mayor.

Ni los cohetes relampaguearon en el espacio aclamando a la Virgen del Prado, ni las campanas voltearon en la torre llamando a los fieles, a los hijos a, los devotos de la capital, para que, postrados ante el trono de la Reina y de la Madre, le ofrendaran el incienso perfumado de una Salve.

Un negro manto de silencio y de terror se tendió sobre la ciudad, y un halo de tristeza y desolación envolvió los corazones. Era el día de San Lorenzo, el sol se estaba poniendo y no bajaron la Patrona al altar mayor.

Seguramente fue entonces cuando la gran mayoría de los fieles de Ciudad Real se dieron cuenta de lo que sucedía de momento y de los que se preparaba para un futuro muy próximo. Era un síntoma inequívoco y gravísimo de la suerte que esperaba a los sentimientos religiosos del pueblo, condenados a muerte hasta en sus más profundas raíces.

Queremos adivinar que, hasta los corazones de muchos revolucionarios, enrollados en la persecución con más o menos plena inconsciencia, se sentirían estremecidos ante tal alarde de oposición a las arraigadas tradiciones religiosas y patrióticas de la capital manchega.

Acaso los encarnizados dirigentes se gozaron ante este triunfo, masónico y diabólico, y se creyeron vencedores de Cristo que había profetizado la victoria de su Evangelio y de su Iglesia contra todas las asechanzas del infierno.

La Virgen del Prado, víctima inmediata del enconoso ataque, entristecido pero tranquila y confiada, se reservaba la última palabra, vencedora y gloriosa.

Continuaron tres años de injurias monstruosas y de crímenes más ofensivos para Dios que para los denodados creyentes. Pero había de llegar su hora. Y la última palabra sería pronunciada por la Virgen del Prado.

Fue el 28 de marzo de 1939. La suerte estaba echada. Y las armas de los perseguidores no se tenían ya en sus manos. Sobre la capital se tendía en aquella hora de la tarde, a la puesta del sol, un velo de silencio también y de anhelosa ansiedad. Pero ahora alentaba los espíritus una confortante esperanza a la vez. A requerimiento de un sacristán entrega su pistola el general jefe.

El velo del silencio fue rasgado de pronto por las voces de unos muchachos, que clamaron inconscientes pero alborozados: ¡BANDERA BLANCA EN LA TORRE DE LA CATEDRAL! ¿No fué está la victoria de la Virgen del Prado? Con qué júbilo oímos aquel grito. El mayor de nuestra vida.

Ya no se contentó con bajar al altar mayor. Desde lo alto de la torre catedralicia entonaba la Virgen del Prado el cantico del triunfo, envolviéndonos en el gozo de su mirada maternal y en la alegría de su sonrisa victoriosa.

La rabia enconosa del infierno presumió en vano prevalecer contra Cristo. Y la Patrona triunfante y gloriosa, bajó primero con la paz a la torre catedralicia, y más tarde con su misericordia y su amor al trono del altar, como siempre para recibir perennemente el homenaje de la devoción y de la gratitud de sus fieles hijos, los moradores de Ciudad Real.

José Jiménez Manzanares. Diario Lanza, martes 14 de agosto de 1962

 


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