Por las puertas de las casas pobres y amplias de
las calles de este viejo y castizo barrio de Santiago — la del Refugio, la del
Lirio, la de Altagracia, la de la Estrella, la de la Luz...— aún se ven patios,
cual oasis de paz y de frescura, con su pozo abundoso, y la higuera, el granado,
el azufaifo o la parra sombreando geranios floridos, pericones olorosos y
enredaderas viciosas, pictóricas de cucuruchos azules y recostadas en blancas
paredes desconchadas.
La calle de Calatrava — ancha, larga,
recta— parte en dos al más típico barrio de Ciudad Real, antes de hacerse
camino llano de la llanura luminosa y lanzarse al lejano y secular castillo de
Calatrava la Vieja, cargado de Historia y de historias. La metamorfosis, de
calle a camino, tenía todos los honores bajo el arco triunfal, de piedras y de
almenas, de la Puerta de Calatrava: «Hasta aquí fuiste calle; desde aquí serás
camino...», y las murallas, fuertes y solemnes, testificaron. Un día lejano el
testigo cayó. Lo sintió la calle, pero, al-fin y al cabo, ya nada le impedía
sorberse la grandeza de la llanura, convertirse en ella, deleitarse viendo la
alegría de la olmeda que creció al desecar los cenagosos «Terreros» a fuerza de
paletadas de ' murallas vencidas, y refrescarse con el relente de la Granja
Agrícola surgida de ellos. El caminito la seguía trayendo olor a tomillo y
romero de la Atalaya; risotadas, riñas y cantares de las arrabaleras lavanderas
del pozo de Santa Catalina ; dicharachos de los caleros a las mozas que, para
poner de fiesta la fachada y el patio, compraban cal en el horno ; vaho húmedo
del río Guadiana, viejo y escondido, de junto al castillo, del cual el caminito
no podía traerle ya noticias de Maestres, Comendadores y mesnadas de blanca
capa con cruz roja retorcida. ¿Quién se acuerda de aquella grandeza? Los murallones
de la iglesia, llena de cardos recios y acerados como las oraciones antañonas
de los calatravos..., un arco ruinoso..., un foso relleno y sembrado...
¡Glorias de ayer; hoy nada!
Como el camino servía de poco, decidió diluirse perezosamente en la llanura.
Algunas veces se regocijaba la calle lanzando a la Granja chicos y más chicos en fiesta del árbol, o, a torrentes, el gentío carioso que esperó una tarde, en las eras, al hombre que llegó volando a la ciudad metido en un jaulón de alambres,, que no otra cosa parecía el pobre biplano de Vedrines o de Tixier. Salvo esas alegrías de vieja cotorrona, la vida de la calle era tranquila, pobre y monótona, en sus linderos con el campo. Tranquila y pobre como sus casas del Final. Monótona, sin más aliciente diario que ver enlutadas gentes o reposados canónigos, de cruz al pecho, camino de la solitaria olmeda de los «Terreros» a pasear penas y a leer breviarios al solecito. Hoy está triste la calle de Calatrava porque la Granja está mustia, su olmeda desecha y muy lejano el santo amor al árbol que pregonaba Costa; porque al pozo de Santa Catalina no va nadie a lavar, y, lo que es peor para ella, porque le ha cortado la visión de la llanura infinita y querida una nueva muralla puesta unos metros más allá de la antigua. No es recia, arrogante y almenada la muralla de ahora; es terriza, y sobre ella corre, de vez en cuando, un antiséptico y colosal gusano, de hierros y maderas, que pita, humea y produce un ruido infernal.
Las eras y las caleras se van retirando
a fuerza de casuchas que las empujan. La calle se aburre y cuida, soleándolos,
a los viejecitos de las Hermanitas de los Pobres. El camino polvoriento se
estrecha y ahoga un poco más cada día.
Más que las calles, más que los patios empedrados y acogedores, son las «plazuelas», con su dulce soledad silenciosa y sosegada, quienes hacen apetecible el barrio de Santiago.
Plazuela de las Monjas « Terreras ».
Apartada y escondida está la cuadrada Plazuela de las Monjas «Terreras», grande y olvidada, con su vetusto convento al fondo y sus casitas muy blancas y muy pobres alrededor, y casi siempre desierta. Crece tranquila la hierba entre las piedras. Una viejecita enlutada la cruza, ligerita, haciendo ruido con su garrota y con sus ¡ayes!, para llegar a tiempo a la misa tempranera del convento. A l amanecer, el carro de labranza la cruzó también. Luego, la moza que viene de la fuente, y unos chicos medio en cueros y mocosos, y un perro. El tin-tin de la campanita desparrama, de vez en vez, la señal de los rezos monjiles. Por la tarde, una señora va de visita al Convento. La bicha con que, como aldabón, golpea la puerta bien merece la pena de acercarse a verla. Por su antigüedad y belleza podría figurar en un Museo..., ¡en ese Museo Provincial que tanto necesitamos en Ciudad Real!.... y no menos merece la pena traspasar la puerta conventual para bañarse en sedante silencio y reverberos de sol en las tapias blancas del compás dilatado y florido, con su tapiado claustro. Lo mejor que puede depararos la suerte es la contemplación de la «Porterita», como la llaman las monjas que la veneran, entrañablemente, en la portería de la clausura. Es fácil os la muestre la Madre Tornera, pues sus Cuarenta centímetros de altura bien caben en el torno. Aunque mutilada — serráronle la corona mural que sin duda tenía- y retocada, aún tiene carácter y es, seguramente, la imagen de María más antigua e interesante que hoy hay en Ciudad Real. Debía estar en la iglesia para que sirviera de admiración a todos y devoción de quien quisiera. Si gustáis del escalofrío de la emoción, visitad la Plazuela de las Monjas «Terreras» la noche de Jueves Santo. Lo sentiréis cuando se llena de luna, de luces amarillas de cera, de saetas, y Jesús pasa por ella con toda la grandeza de su Pasión. ¡Aquel Nazareno de San Pedro! Las monjitas, sobrecogidas de místicos arrobos, con sus hábitos blancos, como palomas blancas, lo ven, lento y abrumado, desde las celosías del torreón conventual. Antes de llegar a la plazuela, en la calle del Lirio, delante de pequeña y retorcida reja, cachaño Jesús parece detenerse y mirar dentro para hacer cierta la leyenda bonita de la conversión te la judía de Barrionuevo que allí situó Bernabéu, el galano poeta local hace muchos años muerto.
Plazuela
de Don Agustín Salido
A un lado de esta, larga plazuela — mitad plaza polvorienta, mitad calle mal empedrada— quiere asomarse la iglesia de las Dominicas. Se empapara verla y no lo consigue. Unas pocas acacias macilentas y unos desvencijados blancos, con asimetría de boca desdentada colocados, son su único adorno. Es la plazuela menos evocadora del barrio perchelero, pero aun así y todo, en el extremo opuesto al Convento de las Dominicas nos da una de las estampas de más color de Ciudad Real.
Entre dos esquinas que angostan su salida, la plazuela de Santiago, su vecina, se insinúa. A l fondo la iglesia parroquial, recia, severa, blanqueando como nieve y pardeando de caliza y ladrillos, con su atrio cuadrado y su torre cuadrada encaperuzada de negro, y, arriba, el cielo. El cielo azul y unas nubes blancas este día. La casita pueblerina de la esquina izquierda se arruinó; en su lugar, ¿quién puso aquel tarugo alto y rojo y pardo, sin formas ni proporciones que parece casa moderna — ¡en un barrio viejamente antiguo!— y sólo es pecado capital contra la estética y el tipismo?
Hace unos años en ese Convento, que se empina y no llega, podíais deleitaros con el hermoso grupo escultórico de la Virgen del Rosario y Santo Domingo de Guzmán.
Vino el siglo pasado, del desaparecido Convento de frailes predicadores, y en la última convulsión española lo destruyeron.
Yo guardo un recuerdo emocionado de simpatía para esta feota plazuela. Es un recuerdo de mis años infantiles. En un balcón de la casa número 1, que hace esquina a la calle del Refugio, gocé mi primera impresión celeste, y hasta celestial. En una noche fría vi, refulgente, al cometa «Halley». Olía a cochura reciente de bollos y magdalenas. Desde entonces la plazuela se une, en mi recuerdo, al cometa brillante de los Reyes Magos, aromado con incienso de azúcar tostada que desperdiciaban los bollos, las magdalenas, los bizcochos «bañaos», del horno que hubo en una casa de la acera de la solana de la plazuela de Don Agustín Salido...
Plazuela de Santiago.
Desde la puerta de la casa del sacristán una acacia clorótica, clavada en el empedrado, vela ante el atrio de ladrillo de la iglesia de Santiago. La cuadrada torre, tal vez torreón de defensa del antiguo Pozuelo de Don Gil, ha perdido las campanas, tiene herrumbroso y parado el reloj, y el picudo capitel, ruinoso, de pizarra negra, deja ver su esqueleto y parece impotente para soportar la veleta. La blancura de la pared parroquial contrasta el pardo de las tejas curvas patinadas de líquenes y musgos; con las pardas paredes de la capilla de la Blanca — ¡siempre la monotonía solemne de lo blanco y de lo pardo en la llanura manchega!— horas y horas del día son dueñas las palomas de esta pueblerina plazuela, pobre, encantadora.
Hay fiestas para esta plazuela. Lo son la tarde de San Antón — ¡oh aquellas redondas «caridades» del Santo con azúcar y anís!—; la tarde del Viernes de Dolores, cuando retornaba, llorosa, humilde, después de recorrer el barrio, aquella Mater Dolorosa, que nos quitó la guerra y hoy es otro simulacro bello, pero no tanto; la tarde del Jueves Santo, plena de penitentes encapuchados y rojos, de luces, de misticismo; la noche verbenera de Santiago, con música y cohetes y visitas al Santo, porque el polvo, el cafetos chupones y arropías, las avellanas, el vinazo y los pisotones, en mezcolanza informe, los prodiga esa noche la vecina plazuela de Salido, mientras pasean, alegres, las muchachas y piropean los hombres.
Santiago, con el cascarón de la antiestética bóveda de yeso, oculta un primoroso artesonado. Para verlo precisa subir la escalera de la torre, y, a su mitad, una puerta lo guarda. Es famoso y poco conocido. Su descripción la tenéis en las Memorias Manchegas Históricas y Tradicionales, que escribió aquel hombre bueno que se llamó don Rafael Ramírez de Arellano.
¿Por qué no se descubre ese artesonado, que
daría interés y prestancia al más antiguo templo de Ciudad Real y hoy es
resguardo seguro de enorme bandada de palomas con todas sus funestas
consecuencias? ¿Por qué no desaparece la cal de los pilares y muros del templo
y aparecen las bellezas que sin duda oculta? ¿Por qué, libre de revocos, no
luce su esplendidez, chiquita y grácil, la capilla de la Calatrava Virgen de la
Blanca? ¿Por qué se puso ese almibarado Corazón de Jesús donde estuvo la
desaparecida y recia talla de Ella? ¿Por qué, ¡por qué!, tanto abandono en esa
iglesia pobre y destartalada del barrio pobre, con un cura bueno que no puede
resucitar, por su pobreza, todo el Arte de su Parroquia, que luciría, rica y
espléndida, en el acerbo monumental de La Mancha? ¿No tendremos todos un poco
de culpa en ello?
Todo esto, y algo más, me preguntaba aquella tarde de aquel verano, llena de recuerdos y visiones renovadas, mientras, calle del Jacinto adelante, andando, andando, venía a parar a la señorial calle de Toledo, dejando atrás el barrio de Santiago. El más popular y castizamente seductor barrio de Ciudad Real.
Julián Alonso, Revista “Albores de Espíritu”, Núm. 15, Tomelloso, enero de 1948
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