Por los tiempos en que Mateo, Augusto, Emilio, Joaquín, Dámaso, Rufino, Ignacio…, ¡hasta 28! mediábamos, o menos, el Bachillerato, un hombre como de 40 años de edad; de talla algo más que regular, enjuto; de traje raído, pero no pobre; quemada la cara de soles y vientos, recorría nuestras calles, día a día, y años, ésta tomo y aquella dejó, en callejeo constante, plácido y absorto. Era inofensivo, pero por más largo de puntas de locura que de juicio lo tachábamos. Muy temeroso lo miraba yo y presto huía al toparlo.
Y ¡mira ahora!, cada vez que a mi tierra me llego, sus calles solitarias y apartadas, me atraen. Me gusta perderme por ellas, como él, y apuesto que, las gentes, por las rendijas me miran pasar y me endosan, como al otro, más flecos de locatis que capa de sano, pero no me importa que así me tomen que, si he caído en la misma manía, es porque eso me sirve de recreo suave y confortador –quizá también lo fuera para el demente— en las faenas de mi obligación. Vale la pena ver cómo los soles y el silencio y los recuerdos, que avivan las calles, se acrecientan y se hacen entrañables.
Si, aunque no lo creáis, no les faltan encanto, ¡y hablan!, la cizaña de los cimientos carcomidos; el jaramago del alero roto; el desconchón; el hierro, de aquella ventana doblado por el eje del carro vendimiador mal guiado; la puerta claveteada o desvencijada, de acá; la leyenda; la aconseja; el aldabón que machaca, al llamar la media luna sarracena; la chimenea ruinosa; el nombre sugerido y secular. ¡Quien fuera capaz de averiguar de don y cuando, le viene a cada calle; quien se lo puso, cual fue la causa de arrebatárselo sin recato para el pasado, ¡por qué lo hemos olvidado!
Y así, de tontera en tontera –o de lo otro en lo otro— caí en pensar qué intenta hacer el callejero floral y zoológico, de nuestra ciudad, curioso, al menos, resultaría, y a ello me doy sin sospechar cuando será el remate –si llega— pues amplio es el empeño y el tiempo escaso.
Por la referente al acierto, no se me da
nada, pues por descontado viene el desacierto cuando la ignorancia abona, y
este es mi caso. Confirmarlo, tú mismo, por la muestra.
CALLE DE LA ROSA
Rosa: flor de rosal. Tiene, típicamente,
cinco pétalos color “sui generis”. Son numerosísimas las especies y variedades,
silvestre y cultivadas, y cuyos caracteres diferenciales afectan a toda la
planta, pero muy especial número, forma y color de los pétalos, y al tamaño de
los mismos, haciendo las flores ornamentales por excelencia. De olor grato y
característico.
La calle de la Rosa comienza en la calle Toledo, en una de las esquinas del bello edificio de la Diputación Provincial, y, recta finaliza en la calle de Caballeros, frente a la del Camarín de la Virgen, por el frondoso jardín, florido, del Instituto. ¡Nuestro Instituto!
En épocas lejanas, en la acera izquierda, hacia la entrada, estaba emplazado el edificio de la Vicaría que, como improvisado Seminario, cobijó los primeros seminaristas de la naciente diócesis del Obispado Priorato, y, junto, existía el granero del Monte de Piedad. Uno y otro caserones fueron comprados, en 46.000 pts., por la Diputación Provincial, para convertirlos en su palacio planeado por el arquitecto don Sebastián Rebollar Muñoz, construido por don Joaquín Castillo, decorado por don Ángel Andrade e inaugurado el 21 de septiembre de 1893.
Seguían, después, los muros del convento de “Mercedarios” que fundara don Andrés Lozano y cuya iglesia costearon el caballero santiagueño don Álvaro Muñoz de Figueroa y doña María de Torres, su mujer, como lo atestiguan, sin ir más lejos, los escudos de la fachada y de los arcos del crucero. “Lo ocuparon los religiosos de Argamasilla de Alba en 1821”. El 7 de noviembre de 1843, convirtiose el convento en el actual Instituto de Enseñanza, creado, por tanto, en los años de auge del manchego don Baldomero Espartero, conde de Luchana, duque de la Victoria, príncipe de la Paz, regente del Reino, hijo de Granatula de Calatrava. De las antiguas posesiones del convento sólo queda, con fachada a esta calle, entre la Diputación y el Instituto, la pequeña casa del sacristán del templo, hoy parroquia de la Merced.
El último edificio de esta acera era una casa vieja, descuidada, pero con cierto aire de tipismo y bellísimas rejas, altas y bajas, tanto en la fachada que daba a esta calle, como en la que a la de Caballeros tenía. Al derribarla hace pocos años, el jardín del Instituto creció, con el solar, en un tercio de su amplitud, aumento su frondosidad y encanto y se hizo plaza pública perdiendo su modesto y recoleto sabor docente, privado, de “jardín del Instituto”. Un olivo viejo, que en él había, quedo inmortal en la tablita que pintó con Ángel Andrade, profesor de Dibujo del Centro, y se conserva, como parte integrante de la obra del insigne pintor y maestro, desparramada por la Diputación, en espera de definitiva y adecuada instalación en el lontano Museo provincial.
Construcciones particulares ocupan todo el
lado derecho de la calle de la Rosa en la que, precisamente por este costado,
se abre la única vía afluente con que cuenta, y, en verdad, con nombre corto,
ensoñador, bienquerido: la Paz.
Julián Alonso Rodríguez. Diario
Lanza el 29 de noviembre de 1956.
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