Modesto
Turrillo “El Tremendo”, dibujo de López-Salazar
Para buen café el del Gallo,
El Tremendo para estacas,
Y para la buena arena
-¡Olé!-
la que vende la Carrata
(De una antigua murga de Carnaval)
Frente al efímero Café del Gallo
–situado donde hoy está el comercio de los Reyes-, un organillo de manubrio
fulminaba el vals de moda: el del beso de “El Conde de Luxemburgo” (“¡Por
favor, por favor –dame un beso y verás…!”). Uncido al carro del organillo un
asnico, sedoso, arriscante, nervioso, suave, algodonoso, guapo como “Platero”,
que puso muy tiesas las orejas y se encogió, todo, de sobresalto… Entre Café y
organillo, pasaba el aguafuerte goyesco y popular de Tremendo y sus borricos.
Así, allí, a la entrada de la calle de
Toledo, vi por primera vez a este vendedor callejero, más viejo que joven, más
bajo que alto, macizo, coloradote, chato, peludo, cerdas agudas, prietas,
blanquecinas y rojizas, por barba mal rapada; risa ancha, grosera, como su
boca; con calzones de pana y faja negra; con botillos gordos y gran
sombrerote…. En invierno, llevaba chaleco “de punto de gancho”, con solapas
(prenda tan típica del antiguo indumento manchego) y, en el buen tiempo,
chaqueta al hombro o blusa castiza. Por donde podía, asomaba su monumental
“pañuelo de yerbas”, y la colilla, rechupada, del cigarro, a medio tostar el
papel, pendía pegada al borde de uno de sus labiazos.
Entroncado, sin duda, estaba con nuestra
picaresca. Pícaro vivo, real, tangible, de hueso hueso, de carne prieta, era
pariente, más que del ciego y del lazarillo de Tormes, más que de Maese Pedro y
el Buscón, de nuestro pancino Sancho, al cual no llegaba a superar en picardía,
pero, tal vez, pariguales fueran en bondades. Por algo los dos, curtidos de
relente, tenían limpio jugo de tierra manchega aireado con vientos de
tolvaneras.
El Tremendo, con el bordón de una estaca
y, en la otra mano, el cabo del ronzal de la primera de sus bestias, por calles
y callejones, de la calle de Granada a la del Espino, de la Jara a los
Chamizos, de ancho a largo de Ciudad Real, por el centro, por las plazuelas,
por los arrabales, a voces recias, pregonaba sus mercancías: “¡Estacas,
estarás!”… y arena y cal, y escobas de “algarabía”… y compraba “pellicas”…,
pero, desde luego, los que hicieron famoso al Tremendo fueron estacas y burros.
A voces burlonas contestaba o se metía
con la chiquillería burlona. Tremendo, gracioso con tosquedad, pendeciero sin
consecuencias -¡a la buena de Dios!- metíase con los grandes a voces de risas
tremendas, a gruñidos roncos y guturales, indefinibles. A voces arreaba a sus
burros. A dos o tres burros, en reata, atados de rabo a ronzal, cargados de
estacas cual haces de viejos lanzones. Estacas largas, cortas, finas,
ahorquilladas, gordas…; éstas, verticales; aquellás, a lo largo colocadas; arrastrando,
unas; otras, enganchándose y golpeando al burro delantero o a las que el
zaguero llevaba… Las “pellicas de conejo y liebre” –tiesas de secas- colgaban,
como gualdrapas rotas, de aquellos esperpentos vivientes aderezados con
penachos de escobas. Las aguaderas rebosaban cal blanca y arena fina.
No debieron comer nunca los borricos del
Tremendo. Sin duda sus huesos torcidos y espinosos, el pellejo, los bultos,
“las quebrancías”, las peladuras, los costurones, hiciéronse de la nada. Una
nada peor que absoluta, pues de serlo fuera más piadosa con los burros del
Tremendo. Miserias de burros viejos, tristes, rabipelados, ojilegañosos,
patilisiados, corvos, trascorvos, vencidos de cuartillas, quebrados de
corvejones, cojeando de las cuatro patas; con lenguas flácidas, espumajeantes,
desbordando la rota empalizada de
grandes dientes amarillos, como remate de largos y secos cuellos rastreantes.
Todos iguales y diferentes cada día, y canos, siempre canos, uno tras otro,
lentos, seguían al Tremendo con ritmo descompasado y renqueante de tren
descarrilado. ¿Cómo, al verlos pasar, no había de sobresaltarse el mozo y
pulido Platerillo organillero?
Nadie supo ni el principio ni el fin de
los burros del Tremendo, y por eso, chusca, decía la gente fabricaba los de hoy
con los de ayer. A mí se me alcanza había de ser, además, de noche, sin luz, en
los socavones de las murallas, con cieno y estiércol y añadiduras de dolor.
Dolor de rojas, anchas, sangrantes mataduras malolientes con ribetes de moscas
verdes. ¡Oh, espectáculo agrio y popular del Tremendo callejero, orondo,
campechanote y bebedor- porque, un tanto, bebedor sí era-, y su atormentada
“compaña”!
Apuesto nadie sabe, sin no yo y por
casualidad, esto otro: sentado en un mojón, junto a las “charcas del hielo” que
hubo en la umbría de la Puerta Toledo, miraba con tristeza nuestro hombre… ¡lo
que fuera! ¿La larga vereda por donde una vez no se vuelve más?... Se secaba
los ojillos con la cochambre de la blusa. Le dí los buenos días y su “¡anda con
Dios!” fue un sollozo rudo –así había de ser en él- pero sollozo impresionante.
Los borricos, espelurciados más que nunca, junto a él procuraban, con inauditos
equilibrios para mantener estable su inestable quietud. En aquella ocasión el
cuadro, tras ser agrio…, era amargo y tristemente doliente.
Transparente como el agua vieja y quieta
de “las charcas”, como el invernizo aire manchego, me pareció el pelambroso
pecho del Tremendo, y en lo hondo escarabajeaba su corazón grandote, atroz,
agujereado, ¿Por qué entrañable pasado tierno? No me atreví a preguntárselo.
Respeté su pena, serena y sola… y pasé adelante. Eso sí, desde aquel instante
la picaresca del Tremendo quedó redimida para mí. No, no era un pícaro; era un
buen hombre, en lucha dura con la vida y que, tal vez, logró la norma de ella
en un: “¡mis penas para mí!”. ¡Que conociera la gente sólo su simpático humor
socarrón, pozo de amargura revestido de alegría populachera!
Tremendo: Si al término de la veredica
pina supiera yo dónde está tu sepultura, la unción de mi recuerdo la cubriría
con una rama seca de “cardoncha”, basta y rotunda como tú, y de brazados y
brazados de florecidas amapolas, besos cuajados de este poniente sol nuestro de
cada día que te los dio tantos años. Entre tanto, en el límite del horizonte,
unos angelitos barrigudos, feos, reidores y graciosos como los chicos, en
cueros, de la Cruz Verde, escarbarían en la tierra de las nubes canas, las
siluetas alucinantes de tus borricos desvencijados: Modesto Turrillo.
Julián
Alonso Rodríguez. (Revista “Albores de Espíritu”, Año IV Núm. 27, enero de
1949, páginas 18 y 19).
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