Aquella Navidad, la de 1954, fue triste para Ciudad Real. En su pórtico de aquel duro y frío invierno, fallecía el obispo de la Diócesis don Emeterio Echeverría Barrena.
Desde algún tiempo se conocía su enfermedad y posterior operación, pero siempre animados de esperanza confiábamos en su recuperación.
Nos comunicaban su entereza y aceptación de su enfermedad. Las noticias venían de seminaristas -hoy sacerdotes- con quienes disputábamos los partidos de fútbol en el campo de los Hermanos Marianistas. El que estas líneas escribe cursaba su último año de Bachillerato y se disponía a entrar en la Universidad.
Todo el pueblo de Ciudad Real sintió la pérdida de aquel hombre sencillo, bondadoso y humano, cuya predilección fueron los niños y los pobres.
Don Emeterio era una persona tenaz y constante en su ministerio pastoral. Cada año cuando abría la primavera visitaba las aulas del colegio, departía con cada uno de los alumnos, pulsaba los haberes y corregía con dulzura y socarrona sonrisa los errores. Preparaba con minuciosidad escrupulosa comuniones y confirmaciones.
Se le veía andar por todos los barrios de la ciudad y en especial de los humildes.
Su caridad -por amor de Dios no tenía límites-. Llevaba siempre, unos pequeños caramelos envueltos en celofán, para endulzar a los chavales y su cercana voz no exenta de gravedad, hacía que, la parroquia, fuera cada vez más numerosa y concurrida. Su ancha humanidad arropaba a los circunstantes.
Se hacía acompañar de su sobrino, también
sacerdote, y en ocasiones de aquel magnífico catedrático, moralista y
penitenciario don Idelfonso Romero, que unía a su porte el de estar dotado
singularmente para las letras.
Este último siguió a su Prelado apenas dos meses después de que éste nos dejara; investigador serio y escritor en los periódicos de la época, que tenía por especialidad la figura de San Juan de Ávila.
Aún recuerdo el examen previo a la Universidad que nos hizo en examen oral en el viejo caserón del Instituto. Discurría sus paseos por la entonces mi calle del Cardenal Monescillo en la que pasé mis mejores años de niñez y juventud.
Aquella Navidad del 54 fue muy triste y sombría. Aún tenemos grabado en la memoria el lento caminar de don Emeterio por el hoy llamado barrio de los Ángeles, hacia la vía antigua del ferrocarril, donde sin agua y alcantarillado hacían siembra viejas casas por no decir chabolas en donde la humedad se encaramaba y era el rey el brasero de picón, para entibiar el frío invernal; algunos de sus moradores le pedían limosna cantando -rica herencia de los moriscos- quizá porqué el canto alivia los males que nacen del espíritu.
Las campanas de la Catedral tocaron tránsito -paso de un alma- muy lentos y espaciosos, aquel timbre metálico y mortecino era el vocero del nuevo Camino que tomaba el peregrino.
Los restos de don Emeterio fueron expuestos en el Palacio de la calle Caballeros. Fue un duelo general y todo el pueblo acudió a darle el último adiós. Su intensa labor de pastor no le impidió ser uno de los más cualificados latinistas de su época.
Su Gramática y Diccionario de Latín es muy codiciado por los amantes de esta disciplina y por los bibliófilos. Siempre al llegar la Navidad tengo un recuerdo para él, y de aquel «Pax tecum» que me administró en la capilla del Santísimo en la Parroquia de Santiago.
Su último legado para Ciudad Real fue el poner la primera piedra del nuevo Seminario. Pido un recuerdo para él.
José Luis Aguilera (Presidente de
la Asociación “Ciudad Real, Quijote 2000”), “La Tribuna de Ciudad Real”, jueves
24 de diciembre de 1998
No hay comentarios:
Publicar un comentario