Desconozco el poder mayestático, oculto y misterioso, del rey sabio, pero puedo afirmar que sin negar la fuerza atómica del uranio y del plutonio que infunden a los aparatos proyectiles velocidades prodigiosas, el mitológico caballo alado “Pegaso” es incomparable a todo lo conocido hasta el día.
Dijo el monarca fundador de Ciudad Real: apartémonos de este tristísimo lugar cuna de la ínclita Orden de Calatrava, porque se contrista mi ánimo sobremanera ante tanta desolación y ruina. Alguna vez la Historia, supremo juez de pueblos y naciones, pedirá cuenta a los responsables de tan punible abandono.
Por encima del Guadiana, cruzamos la ancha y cenagosa vega, parando en Malagón, cerca de donde estuvo su histórico y célebre castillo, pero que ya arrasado hasta sus cimientos por su propietario hace pocos años guiado únicamente por el lucro, borró para siempre la fortaleza, unas veces árabes y otras cristianas.
-Majestad, ya sabéis, que aparte su valor castrense, tenía el castillo un interés subido en lo religioso y en lo literario, que no conviene olvidar, pues en uno de esos aposentos la mística doctora Teresa de Ahumada, después Santa y gloria de la Iglesia y de la literatura patria, vivió algún tiempo, teniendo sus célebres visiones y delirios de suprema espiritualidad.
Ella misma, Santa Teresa refiere en sus
libros famosos “Historia de mi vida” y en “Las fundaciones”, como se instaló en
el castillo, acompañando a doña Luisa de la Cerda, hermana del Duque de
Medinaceli, descendientes del Infante, su malogrado hijo y primero heredero,
que falleció en Villa Real en 1275.
-No me nombréis a aquel tan querido hijo, esperanza del trono de Castilla, cuya muerte fue la causa de la rebelión de su hermano don Sancho, que me quitó la corona y a mis nietos los infantes de la Cerda.
-Vamos al convento que fundara Santa Teresa y que milagrosamente se conserva intacto a pesar de la pasada guerra fraticida.
Entramos y como por arte de magia éramos invisibles, recorrimos a nuestro placer las galerías altas sin obstáculo alguno.
Se dice señor, que por las noches sale de su celda la Imagen de la Santa y discurre silenciosamente por la Iglesia y por claustros y corredores y afirmándose como plena verdad, que las suelas de esparto de sus alpargatas más que sandalias, tienen que reponérselas, por estar sumamente gastadas.
En esto vimos abierta la puerta de una
celda y en un sillón frailero, detrás de una mesa, sentada a Santa Teresa, con
la pluma en la mano mojando en el tintero de Calatrava y escribiendo aquellos
versos que todos sabemos de memoria:
Ven muerte, tan escondida,
que no te sienta venir,
pues el placer de morir,
no me vuelva a dar la vida.
Por nuestro poder sobre natural, pudimos
leer y apreciar todo lo que pasaba, dejándonos absortos.
Emilio Bernabeu, diario “Lanza”, lunes
25 de enero de 1954
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