Apagué la luz y me arropé hasta los ojos. Entre tiritones, la reacción creciente del cuerpo, sano y joven., venció al frío, crujiente, de las sábanas, y, pronto, un sopor delicioso y profundo, me invadió. No pude gozarlo, pues me dormí al punto.
Una hora antes era entre todos un hombre normal, pero, con rapidez morbosa, un completo triste de melancolía me llegó al tuétano. El remedio conveniente era huir, buscar la soledad y ahogar, en borrachera o en sueño, aquel decadente arrebato. Preferí dormir y señora.
Para mí, no hubo, en aquella Noche Buena, alegría ruido de panderetas y zambombas, cantos amorosos o soeces. No hubo villancicos, ni Misa del Gallo. No sentí el gélido repicar de las campanas lanzando hosannas a las estrellas limpias. Desprecié la gula y la bacanal. Dormí, pesada y reparadoramente, en soledad de tumba caliente y mullida. Pero no soñé.
Desperté cuando ya el sol, pálido, con apuros deshacía hielos en los albañales, en la cazuela bebedero de las gallinas, en el charco verdoso del cenagal. Fui al campo y vi los afanes del sol para convertir en liquidas góticas el cristal del agua, claro y duro de la punta de cada hoja de candeal naciente. Anduve mucho por donde a Santa María del Guadiana se va. Dijéronme llegué a La Celada – la del funesto acaecimiento del octavo Alfonso— y más. Me bañó tibiamente el sol, porque con sus trabajos de derretir hielos, poco calor le quedaba para regalármelo.
Cansado, retorné y aun abordée, en parte, la ciudad. Me pare ante las cruces que esculpieron en las murallas, frente al campo-santo, como recuerdo cristiano a los ahorcados en aquellos parajes, una vez dejaron de ajusticiarlos en las famosas “horcas de Peralvillo”.
Llegaba a “las charcas” cuajadas de frío,
adosadas a la parte norte de la puerta de Toledo, y divisé, lejos a Pedro, al
romántico Pedro. Le espere. Venía de la Atalaya.
Me contó había trepado a lo más alto para ver el contraluz de la ciudad en día de Pascua. Subió por “el arca” y bajó por la cuesta de tierra bermeja donde, años después, se desparramaría el agua rezumada del depósito que en la ladera hicieron. Cortó ramitas de olivo con aceitunas negras, frías y jugosas. Traía barro rojo, en los zapatos y alegría, triunfal, en la faz. Su vaho condensado y el humo del cigarrillo, pintaban, en el aire, sones de villancicos, y los rompía con un largo sarmiento, deshojado, que agitaba violento y grácil.
Ven conmigo, dijo.
Todavía tenía que hacer algo perentorio. Allí cerca. Al otro lado de la plazuela de la Misericordia.
Cruzamos la plazuela. Los olmos clavaban
sus ramas desnudas en el azul y destaparon mi cofre de añoranzas. El recuerdo
de lejanías infantiles mías perdidas por aquellos sitios: La emoción primaveral
y dulce, del “pan y quesillo”; el primer borreguillo blanco y saltarín; la
laguna, extensa, originada en la plazuela por colaboración entre las lluvias
otoñales y la falta de desagüe en la hondonada; la fiel perra Tula, nuestra, de
pequeña, y, después, de los carboneros de Fontanarejo, esperando,
periódicamente, el coscurro y la caricia de mi madre al retornar de Misa;
Ramona la tuerta; la leal y medio bruja vieja Juliana, la del Pozuelo, con su
mostillo tembloroso y sabroso y su creencia arraigada en el mal de ojo (“mi
hija, cuando chica, meó, una vez dos sabandijas vivas, y a Isidrico, en mi
pueblo se le saltaron los ojos y se le quedaron enganchados en la pelerina de
su hermana que lo llevaba en brazos. El mal de ojo, señorita” le contaba a mi
madre). “Zaraguyas” cuando lo mató la “carrucha” del pozo; “la bizca”; el sapo,
inflado, del agujero del poyete de la derecha de la puerta del “Cuartelilllo”;
los Reyes Magos, barbudos y vistosos, atando de una ventana, el teatro desmontable
donde yo movía, con alambres, los monigotes de cartón, para representar “La
Gitanilla”, que escribió mi padre para mí; el Belén, grande, grande, de musgo,
de corcho, de cartón, con agua de verdad y un cura, de palo, con balandrán, a
la puerta de la iglesia, junto a un molino de viento. “El árbol del tesoro”,
frente a la puerta del cuartel, congregando, una noche, a su vera, a la gente
arremolinada en torno a la fracasada vidente de las riquezas enterradas entre s
raíces. Arrancaron el árbol a la mañana siguiente. Las oscuras y las medrosas
profundidades de la panadería de la Misericordia. El eclipse de sol, casi
total, de principios de siglo. El secadero de flor de malva de Andrade, el
boticario. El organillo de manubrio, tirado por un Platerillo triste, cuando
iba a un bautizo y tocaba:
“Canta vagabundo
tus miserias por el mundo”
¡Toda una época feliz! ¡Bien pagué, mi egoísmo, mentecato y cómodo, de olvido en la Noche Buena!
Bordeamos las tapias del cuartel –aquella, en su origen, benemérita fundación prócer de “la Misericordia” del Cardenal Lorenzana— y, por una calleja, dimos en la ancha, pobrecita, sola, calle de San José.
A un extremo, la casa más ruin con un ventanillo, insignificante, abierto de par en par. Tras la puerta despintada, astillada, derrengada grande, el patio con charquitos jabonosos, medio derretidos, y una puertecilla. Dentro, lo inesperado: en el suelo, un cuerpo boca arriba, rígido, mal vestido, con las manos cruzadas, y, en un rincón, una vieja astrosa y enjuta, moquiteaba y husmeaba en un arcón carcomido.
¡Aquella noche había muerto el pobre de Pedro! Era muy viejo; tosía mucho; cuando podía, iba, los viernes a pedir a casa de Pedro. Hacía muchos faltaba su visita y Pedro fue a regalarle en día de Navidad y nos encontramos con aquello.
-“Mirusté, anoche, se me marchó sin sentir. Pasé dale una guerta y me lo encontré muerto y medio caído en la cama. Con los ojos asina –y abría mucho los suyos, pitarrosos, la vieja del rincón--. Estaba yo solica. Cuando vinieron las vecinas, de Misa del Gallo, me ayudaron a apañalo. ¡Si se hubiera dio otro día!
No. Hizo bien en morir en Noche Buena. ¡Quizá la única buena noche de su vida!
En la calle sonaba una zambomba y
cantaban, retozones, unos chiquillos:
“Saltan y bailan
los peces en el río.
Saltan y bailan
al ver a Dios nació”
La vida y la muerte, frente a frente, Tan solo separadas por la crucecica formada por los barrotes, endebles, de un ventanillo insignificante, abierto de par en paz en la casa más ruin de la apartada y pobre calle de San José, de Ciudad Real.
Marchamos tristes, silenciosos. Por una ventana, se escapaban tufos de comida holgada, y, por otro, de cantos y de risas.
Pedro, con indiferencia, hacía cachitos menudos un papelico que sacó de la cartera, en la calle de San José para dárselo a su pobre. Regaba la desdentada acera con el aguinaldo de los pedacicos de papel.
¿Por qué, desde entonces, todas las Navidades me viene a la mente el pobre que socorría Pedro?
Julián Alonso Rodríguez, diario
“Lanza” lunes 24 de diciembre de 1951
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