PAISAJES Y ESCENAS CIUDARREALEÑAS
DE HACE CINCUENTA AÑOS
Preñada de frío, la bóveda gris de la
tarde parió, sin dolor, nieve en la noche interminable. Amaneció la llanura,
silenciosa, envuelta en papel de barba. Dios sepa quién lo pintarrajeó con
gruesos difuminos. Trazos rectos, anchos, largos, con las calles principales.
Irradian de un manchón cuadrangular donde las ramas de los árboles, deshojadas,
copian gigantescas telas de arañas escondidas y aletargadas en el rincón más
oscuro de los portales de la plaza o en el arco de las campanas de la torre.
Otras rayas (callejas y callejones) cruzan, recruzan, culebrean y se énroscan
en los largos y anchos trazos que se pierden, sin fin, carretera adelante o,
cercenados, en el campo blanco. Plano de la ciudad en papel de nieve.
El cielo sigue blanquecino, amenazador.
Clama la vida en piar de gorriones ateridos de frío y resuella con la columna,
vertical, de humo de cada chimenea y, por fuera, nada más que eso: humo
subiéndose y enganchándose en las nubes y piar moribundo de gorriones helados.
Bajo la capa blanca vive la cocina y vive la cuadra. Vive la vida animal. La
vegetal está latente. La mula y el asno se apretujan escalofriados, ante el
pesebre. Los bueyes humean por las narices, tumbados en el estiércol caliente; en
la penumbra del establo parecen filosofar, con voz apagada, cuando rumian. El hogar
devora sarmientos, ramas de olivo y paja; hace hervotear, en el puchero, el
tocino fresco y el chorizo nuevo, y entibia la cocina. El gato, enroscado junto
a las brasas, runrunea sus sueños. Moquitea el viejo sentado en el poyo, bajo
la campana.
De vez en cuando, escondiéndose entre
mandil y saya, buscan el calor de la panza las manos coloradotas de la madre
que trajina. Los chicos, mirando al corral, estrujan la nariz en el cristal
churreteado de la ventana. El último pajarillo revolotea fuera. El padre calla
esperanzado.
Chupa el suelo, poco a poco, animoso,
gozoso, gotitas de nieve que se derrite; las guarda en sus entrañas como prenda
de cosecha futura “Año de nieves, año de bienes”. Soledad, silencio, blancura
de un cielo blanco pegado, a lo lejos, a un campo blanco. Uniformes, sin límites,
sin fronteras.
Hoy no hay aceituneras madrugadoras,
sufridas y parladoras, en el olivar. Del tejado se escurre una plasta de nieve;
después caen gotitas claras y, alpaca, chorros finos de agua. Hay blandura. Las
nubes se quiebran. Por las rendijas azules aparece, frío, un sol ictérico. Es
la señal: ¡resucita la vida!
Pisadas tímidas, esparcidas, machacan la nieve;
más, luego Cenagal las calles. Charcos, barrizales. En la carretera, tres
surcos: uno cada rueda; otro; en medio, de herraduras. La nieve, avergonzada de
tanta mancilla, tímida, huidiza, se entierra. Sigue chupando, hipódrico, el
suelo.
- “Hace frío, hace frío”; dice la mujer.
- “Así tié que ser”; comenta el abuelo. “San Antón, hogaño, nos prepara bienes, que na nevao en enero”. Ya va el sol cayendo por los Castillejos y helará pronto. Mañana, los charcos serán espejos de frío para el sol, y en las umbrías de la Atalaya, del corral, en los valles de los surcos, las migajas de nieve están duras, duras. Pero, en verano, habrá faena, de cumplida cosecha, en la era y, todo el año, pan en el talego.
Julián Alonso Rodríguez. Diario
Lanza Extra de Navidad. Diciembre de 1996
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