Estamos en plena Cuaresma, tiempo
litúrgico dentro de la iglesia donde las cofradías de pasión, realizan sus
cultos anuales entorno a los misterios de la pasión y muerte de Nuestro Señor
Jesucristo y los dolores de su Santísima Madre. Con motivo de estos cultos, las
cofradías y hermandades montan sus altares efímeros, durante los días que duran
sus Triduos, Quinarios, Septenarios o Novenarios. El gran desconocimiento de la
historia de nuestras corporaciones pasionales por parte de cofrades, pueblo o
clero, llega a veces a que laicos o clérigos realicen afirmaciones de que estos altares son
cosas importadas y no van con nuestra forma de expresar nuestra religiosidad,
lo que demuestra la ignorancia que se tiene de cómo a lo largo de los siglos,
las cofradías y hermandades de nuestra Diócesis han celebrado sus cultos.
Si revisamos los antiguos estatutos, ordenanzas o reglas, de las cofradías de nuestra Diócesis, o de Ciudad Real capital, podemos leer como en muchas de ellas se recoge la cantidad de cera que tenía que arder durante los cultos en honor a sus titulares. Ciudad Real no iba a ser diferente al resto de las cofradías de España, y con la llegada del Barroco las distintas hermandades también comenzaron a fomentar este tipo de arquitecturas cristalizándose en sus majestuosos altares de culto, con el fin de proporcionar un escenario digno para la celebración del culto en honor a sus Titulares, atrayendo de una manera directa a los fieles, admirados por la suntuosidad de los mismos, como ocurre a día de hoy.
Así las cosas, desde el Concilio de Trento las hermandades se afanaron en dotar a sus cultos del máximo realce posible como parte de la respuesta a la reforma protestante, a lo que se unió la potenciación de la liturgia. En este sentido, la Iglesia apostó por acentuar su personalidad frente a las amenazas protestantes, jugando las hermandades un papel clave, no sólo porque aumentaron en número, sino porque llevaron al culto interno y externo todos los valores que desarrolló dicho concilio.
A partir de ese momento los
altares comenzaron a enriquecerse, fruto precisamente de la posición y
situación próspera que la Iglesia adoptó a partir del triunfo de Trento y la
Contrarreforma. Esto justifica que en la propia documentación histórica que
comienza a acrecentarse a partir de este momento se aluda a un importante gasto
relativo a estos altares de culto, indicándonos la trascendencia de los mismos,
ganando en opulencia a través de elementos fundamentales como telas, plata, candelaria,
etc. fundamentalmente a lo largo de los siglos XVII y XVIII.
De esta manera, las hermandades procedían anualmente al montaje de estos altares, convirtiéndose en una práctica constante que fue mermando a partir del Concilio Vaticano II, en la segunda mitad del siglo XX, cuando gran parte de estos altares fueron relegados a un segundo plano, constituyendo una auténtica ruptura con la exuberancia barroca que los caracterizaba, e incluso desapareciendo en algunos casos.
Así, las hermandades
asistieron a un momento de crisis en el montaje de sus altares, resaltando
además la influencia de la reforma litúrgica derivada de la constitución
“Sacrosanctum Concilium” emanada de dicho concilio que tuvo su consecuencia
también en el desarrollo de dichos altares, los cuales pasaron en la mayoría de
las ocasiones a erigirse en capillas o en laterales durante los actos
propiamente de culto. En cierta parte, si bien los cultos se enriquecieron con
la celebración litúrgica fruto de dicha reforma, muy pocas imágenes a partir de
entonces gozaron del privilegio de ocupar un lugar en un lado del presbiterio y
menos el centro del altar mayor. A este respecto, la causa que justifica esta
situación estribó en la consideración de que estos altares distorsionaban el
sentimiento de piedad del fiel al distraer su atención.
Sin duda, no sería hasta la década de los años noventa del pasado siglo XX, cuando comenzó de nuevo a producirse el florecimiento de estos altares en Ciudad Real, a raíz de los magníficos altares montados en la Parroquia de Santo Tomás de Villanueva por la Cofradía de la Flagelación, caracterizándose por la magnificencia en tamaño, exorno floral, candelería, etc.
Así, la cera y la flor constituyen dos elementos esenciales en estos montajes, aludiendo la flor a la pureza de Cristo y María, mientras que la cera nos indica un lugar de manifestación divina, rememorando esa revelación de Dios a través de la zarza ardiente ante Moisés: Y se le apareció el ángel del Señor en una llama de fuego, en medio de una zarza; y Moisés miró, y he aquí, la zarza ardía en fuego, Entonces dijo Moisés: Me acercaré ahora para ver esta maravilla. Cuando el Señor vio que él se acercaba para mirar, Dios lo llamó de en medio de la zarza, y dijo: ¡Moisés, Moisés! Y él respondió: Heme aquí (Éxodo, 3).
Los cofrades nos postramos
ante Cristo, el Hijo de Dios, y su bendita Madre, dando importancia a esa
connotación teológica que envuelven estos altares de culto. Resulta curioso,
además, centrándonos en la celebración propia de los cultos, cómo el formato de
los mismos no ha variado a lo largo del tiempo, llevándose a cabo durante la
tarde-noche salvo las funciones principales. Ello se remonta ya con
anterioridad a la reforma litúrgica del Concilio Vaticano II que hacíamos
alusión, momento en que la Eucaristía se celebraba por la mañana, motivo por el
que solo se comulgaba en las funciones principales y fiestas de regla, y dado
que los cultos no incluían Eucaristía, las diversas cofradías, para fomentar la
asistencia de los fieles, además de engalanar sus altares, invitaban a los
oradores más reconocidos.
En síntesis, como apuntába al inicio, las hermandades y cofradías han continuado a lo largo de los siglos esta práctica en cuanto a la celebración y montaje de los altares de culto con el fin principal de mostrar la fe que los hermanos profesan a sus Titulares, recogiendo la tradición barroca que impregna la estética de muchas de las mismas. Por tanto, los altares de culto constituyen un elemento trascendental en la vida de las cofradías, donde todos los elementos cobran sentido a nivel iconológico y teológico, dentro de la dimensión estética que envuelve a estos altares, mostrando una auténtica catequesis a través del culto, intención de toda hermandad, continuadora de las enseñanzas de Cristo: Id al mundo entero y proclamad el Evangelio a toda la creación (Marcos 16, 15-18).
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