A primeros de Agosto regresé a Ciudad Real para pasar con la familia las fiestas patronales, que, sencillas y muy pueblerinas como siempre, tenían el encanto de la intimidad y el entusiasmo de la patria chica. Er a alcalde D. Manuel López, un militar retirado de mucho respeto, y síndico D. Felipe Carnicero, de la misma carrera. Nada de singular mención hubo en las fiestas, aparte de las delirantes manifestaciones populares al paso de la Virgen del Prado en las dos procesiones, y a su salida y entrada en el templo.
Con inmensa fe íbamos cuatro cofrades al lado de la carroza haciendo que ésta caminase despacio para que todo el mundo pudiese rezar y exponer sus cuitas a la excelsa Reina de los cielos. En la procesión del día 15 íbamos en esa guardia de honor cuatro Pepes: Alcázar, Martín Serrano, Medrano y yo.
La terraza del casino a pesar de su verja jaulera tenía sus encantos, porque el centro de reunión en las noches del verano era entonces el Paseo del Prado.
El juego atraía mucha gente al Casino y aún recuerdo que no obstante triplicar una tarde de toros el 32, ganó la banca una fortuna. De Enero a Enero el dinero es del banquero.
Escurridos mis pobres bolsillos una de las noches, en vez de blasfemar como otros, fuime a uno de los bancos que había dentro de los jardines y me puse a soñar despierto pensando en el Ciudad Real de otros tiempos, en el Ciudad Real antiguo, en lo que fue y es el pueblo de mis mayores, y veía a la villa de Alfonso el Sabio, ciudad después por Juan II, con sus gruesas y elevadas murallas y sus ciento treinta torres. Doy un paseo inmente después de comer, y veo la puerta que da al camino real de Granada que cuenta con dos torres un poco separadas pero de recia fortaleza, sigo por un camino de rastrojos, y paso por la de Alarcos que mira a la antigua Larcuris y que forma con sus torreones un cuadrángulo muy anchuroso; tiene las armas reales por escudo y cuatro soberbias guardas en la "quaternion" de sus torreones. Avanzo en el paseo a la derecha hasta llegar a la de Santa María, una de las más sencillas aunque con naturales defensas que indica el principio del camino que conduce a la antiquísima población de Santa María del Guadiana.Continúo pegado a la muralla, y me encuentro con la de Toledo, que es la única que hoy da idea de lo que fue. Avanzo en el paseo y el tufillo de los terreros me hace taparme las narices pero aun así contemplo la hermosa puerta de Calatrava con su anchurosa torre que guía al viejo recinto de sus caballeros, y en la cual hay dos tránsitos divididos o una puerta dilatada del más bello estilo; sigo a ras de la muralla y llego a la de la Mata, que mira al sol que sale, y es una de las más principales, a la que guarnecen dos torres, y en su mediación al exterior de la ciudad está también el escudo de nuestros Catholicos Reyes, y por la parte de dentro, encima del arco de la puerta un altar donde se dice misa los domingos. En la continuación de la muralla diviso dos enormes torreones, pero es la caída de la tarde y penetro en la ciudad Es la hora del chocolate conventual. Llego a Santo Domingo, antigua sinagoga mayor, y haciendo uso de la invitación que tengo voy a penetrar en el convento. En la puerta está parado el Conde de Montes Claros chicoleando a una bella beata que sale del templo y que con pasos ligeros y menuditos se dirige hacia la calle de Loaisa (hoy Lirio). Ambos entramos juntos. Nos recibe el P. Velázquez quien con sonrisas y zalemas nos lleva al sitio de la merienda. Se han anticipado a nosotros tres caballeros y dos señoras. Es gente principal, D. Ángel de Coca y Reguera y su esposa Dª. Mencia Bermúdez y Mexia, y D. Rodrigo Treviño Villaquirán y sus hijos Pedro y María de Alarcos. Saboreamos él rico chocolate con rica tarta y bizcochos del prior. Agradeciendo el yantar vespertino a la atenta comunidad, me despido y por la calle de las Madrilas entro en la espaciosa plaza del Torreón (hoy desaparecida) con sus cuatro gigantescos álamos y cinco o seis acacias. Unos pequeñuelos corretean por allí y yo me dirijo a mi casa para descansar, y otro día continuaré la excursión a través de los siglos con la sombra del pasado.
José Balcázar
Sabariegos. “Memorias de un estudiante de Salamanca”, Madrid Librería de
Enrique Peco 1935, páginas 88-90.
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