Hubo un tiempo en que todo el mundo hacia calendarios: los había de bolsillo y también de pared. Respondía a esa eterna necesidad de controlar el tiempo, esos pequeños o grandes acontecimientos de nuestras vidas, esas fechas de carácter personal o doméstico: un cumpleaños, un examen, el inicio de las vacaciones, la fecha en que compraste la bombonas de gas, con el fin de comprobar en qué fecha deberías estar atento para volver a pedirla, o cuando tenías cita médica. En mi casa, recuerdo que los calendarios ocupaban un lugar preeminente en las paredes de la cocina. Los calendarios formaban parte del ciclo de nuestra vida. Allá por Navidad, acabando el año, llegaba el nuevo calendario como el pórtico a un nuevo tiempo, ignoto, desconocido, pero repleto de ilusiones y esperanzas de lo que nos depararía la vida.
Hoy en día
parece que la fiebre de los calendarios no es la que era, tenemos
calendarios en nuestros ordenadores, en nuestros móviles y en nuestras tablets,
incluso podemos disponer de un calendario permanente que nos indicaría por
ejemplo en que día de la semana caerá el 17 de julio de 2045 pero no es lo
mismo, aquellos calendarios tenían otro sabor, ¿o es el recuerdo que lo empaña
todo de ese halo de nostalgia?.
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