Los tiempos avanzan, las costumbres caminan hacia una aristocratización y el sabor típico de las fiestas que los pueblos tenían como una reliquia, pierden precipitadamente todo su encanto y belleza.
Ayer se conmemoró la fiesta de San Antón. ¡Hasta el Cielo mostrase gris, llorón y melancólicamente enfático, como si su color sirviera de maldición a los tiempos que olvidan el sagrado deber de su sanguinidad devota!
Tristes los alrededores del templo; pobre, misérrima la concurrencia; manchado el ambiente de desolación, aspirábase dolorosamente aquellos tiempos, en que esta fecha se conmemoraba con intimo sentimental bullicio.
La tradición se esfuma. ¡Pobres pueblos!
Pobres pueblos los que olvidan la legación póstuma de sus antepasados, el legajo inmemorial de aquellos que suplieron rendirse ante la fe que un día les importaría.
Donde no existe amor a la tradición, no puede recogerse bondad de sentimiento, ni fe. Las almas que nacen con una sentimentalidad, no pueden retroceder a una profanación impuesta por cual virtualismo, si este no llega en su intuición una norma superior a sus reverencias. Pensar que la ancestralidad, por buena que pueda ser, por bella que resulte, significa una vulgaridad, equivale a tanto como renegar de una doctrina que nos alentó y ayudó a vivir.
Introducimos en la misérrima monotonía del ambiente, que nos cubría en la tarde de ayer, recordábamos con amargura aquellas otras en que la alegría, la bulla y la sensación orlaba las cercanías del templo donde San Antonio Abad esperaba a sus fieles para ofrecerles la reliquia, bálsamo de una fe.
Pero los tiempos de proponen evolucionar, se obstinan en consagrar su valor y su valer en fastuosidades de imperiales epopeyas, y brindan su abandono a estas fiestas pequeñas, incoloras y humildes, que siempre prevalecerán en los pueblos, porque ellos las consagraron.
Cuando recogemos estos síntomas de
alejamiento y pensamos en los idos, nos acordaba el temor de ser viejos.
Pedrada. Periódico “Vida
Manchega” 18 de enero de 1924
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