Ya no hay nada donde un día te erguiste
majestuoso, árbol de la suerte que una cabriola del destino a punto estuvo de
trocar tan amable metáfora por el negro mote de árbol de la suerte. ¡Qué desconsiderado es el mundo, árbol matriz
de sombras centenarias que refrescaban la calma mineral de los ancianos! Tres
heridos vinieron a baldonear tu curriculum impecable. No te desbrazó el rayo
machadiano que hendió el olmo del poeta –sino un mal viento que aceleró lo que
ya había hecho la química de la biología y la carcoma. La Naturaleza te creció
y un soplido iracundo de la Naturaleza te malhirió. La Plaza del Pilar se ha
quedado sola sin el olmo y la ciudad se ha quedado huérfana con la Plaza del
Pilar desolmada. ¡Desalmada suerte la tuya, árbol
de la suerte!
Todo fue creciendo alrededor a tu
compás. Por cada rama que brotaba de tu tronco recio se alzaba una casa y
cuando la rama se convirtió en recio tronco fueron las casas paralepípedos con
ojos que eran las ventanas donde se te podía ver cambiando de colores conforme
medías el tiempo. Los árboles no miden años, ni siquiera los anillos concéntricos,
esos relojes viscerales que son el rastro de la insufrible lentitud con que
evoluciona su gordura, nos valen. Los árboles no mensuran la línea del tiempo.
Lo que miden son las emociones. Emocionímetros son los árboles que en verano
reflejan la euforia vaga del ambiente y en otoño la pesadumbre de la
melancolía.
A cuántos vivos y muertos habrás visto
tú antes de morir herido por el viento. Tal vez fueras testigo mudo de
conspiraciones y celadas. A buen seguro que alguna mujer fue despojada de un
beso sobre la rugosa corteza que te vistió.
Y ahora, de un árbol a un pozo. De la
vida apuntando hacia arriba al recuerdo que orada hacia abajo, siquiera
metafóricamente.
Qué golpe alto te ha derrumbado, olmo
decimonónico y silente, señor de un punto fijo desde el que has crecido con el
pálpito de la ciudad. Ayer te vieron nuestros bisabuelos hasta que dejaron de
verte los infantes de internet. Se te adelantó el efecto 2000. Cuánto tiempo
más hubieras estado sobre la tierra si no hubieras cedido al peso del pasado dejándote
caer sobre tres pacíficos paisanos, los últimos que bajo tu fronda se cobijaron
creyendo estar a salvo. Y más que a salvo, a buen recaudo de cualquier
contratiempo imprevisible. Tu perdurabilidad fue tu máximo peligro. No ibas
solidificándote en el círculo social de los nativos como las estatuas, la
escultura de los lustros te fue vaciando. Como criatura viva fuiste desviviéndote
lentamente y ya sabes cómo las gastan los coetáneos. Decrépito una de tus hijas
y con ese plumaje agresivo que se desplomó sobre boinas perplejas firmaste tu
sentencia de muerte. Qué buena muerte la de la lumbre acogedora y
sobrecogedora, a lo mejor.
Un árbol arrancado es un hogar que
desaparece, es un espantoso desahucio, a la canoría local le han cerrado una
sede que nunca fue clandestina. Los inquilinos antiguos de sus brotes tendrán
que mudarse de casa. Mon dieu, ¡qué
solos se quedan los pájaros!
Manuel
Valero (Diario “Lanza” publicado en la contraportada el 26 de noviembre de
1999)
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