Uno
de los arcos de los que habla Julián Alonso en el artículo de la calle Pozo Concejo. En concreto este era gótico y nos dice Julián Alonso que fue desmontado
para salvarse de su perdida. Actualmente no se sabe su paradero
“Donde está el rey, está la corte”. Po
eso, lo era nuestro lugar en 1431. Y, nada menos, que de quien hubo de
elevarlo, de villa a ciudad diez años antes. La del rey voluble, débil y poeta,
padre del “impotente” y de la grande Isabel. Tan pusilánimo hizo Dios, al rey
que, tembloroso corrió, por el campo, porque templó la tierra nuestra, bajo sus
pies, el martes 24 de abril, dos horas después del mediodía. Pasaba en el Alcázar,
y significándole, vino su parnasiana y caballeresca corte.
Era de ver la galanura de los
caballeros, y de oír las fiestas, aventuras y destrezas que narraban. De
escuchar, era a los ingeniosos e ilustres, vates que el rey trajo. En aquellos
días, la campana de San Pedro había tañido, más de la cuenta, “para reunir a la
junta concejil en el salón, abovedado de los jueces, de la misma construcción
que el Alcázar y frontero a él. Situados estaban, ambos, donde una calle se hacía
plazoleta en derredor de un pozo, que del Concejo llamaban”, y le dio nombre,
para siempre a la calle de Pozo Concejo. “El pozo, surtía de agua a gran parte
del lugar”.
En demasía, sangrando estaba, el pozo;
bulliciosa, la calle y ocupado, el Concejo, con el trajín de huéspedes
cortesanos, repulidos, villanos, curiosos; hidalgos, ceremoniosos, y nobles
realengos, y pajes mesnaderos, escuderos y otra canalla. Otro y ajetreado,
parecía el, pacifico, barrio de San Pedro. Alborotada andaba la apartada
morería con lances, traiciones, crimines y amoríos forzados o mercenarios. Como paréntesis de odios y venganzas, el oro
entraba, salía, se multiplicaba, en las arcas roídas, húmedas y subterráneas,
del barrio judío, porque así lo lleva aparejado el boato y la trapacería, de la
corte y más si, como la de don Juan, el segundo, es florida, caballeresca,
muelle y despreocupada.
“Pasados 15 días” para Córdoba marcho
don Juan; siguióle su lucida corte, y quedó, el Alcázar, silencioso como las
iglesias, las calles, los tahúres, los mercaderes los nobles y los villanos. La
rueda de los días corría lenta, y en el lugar no hubo otros sucesos que los
ordinarios de la vida del pueblo, realengo, rodeado de tierras calatravas, y
las luchas entre cristianos y judíos, …y el pozo Concejo seguía surtiendo de
agua a una buena parte de la ciudad.
El tiempo que todo lo puede allana y
cambia amontonó siglos; desplazó el Concejo a la iglesia de San Pedro, cuyo
barrio habíase hecho el más populoso y en el cual enclávose la naciente Plaza
Mayor, y, en consecuencia, aquellos parajes de Pozo Concejo, fueron perdiendo
su grandeza belleza y hasta recuerdos de su pasado esplendor.
Junto
al anterior arco gótico, se encontraba este mudéjar y que también fue
desmontado y estuvo en poder de la familia Herencia, hasta que fue donado al
Museo Provincial
Hoy un arco, fuerte, reventado y unas
cuevas, apenas señalan la majestad del Alcázar real; sólo la reciedumbre de los
muros de algún molino aceitero nos dice que, antes fueron un prócer edificio;
al cabo de la calle de la Mata, con casas pobrísimas, recientes y sin sabor,
casi todas, está la calle del Pozo Concejo rancia, inmortal y legendaria… que,
así, al poderío se torna pobreza.
En las ruinas de una vieja y antigua
casa de la calle, entre jaramagos, piadosos, y verde lujuria de ortigas, junto
a un pozo y a un granado, se conservan dos bellos arquillos de piedra. Sus proporciones
y elegancia, daban fe cómo pudo ser aquello, de lujoso en el remoto pasado.
Francisco Herencia, con entrañable y benemérito amor a su pueblo, compró la
casa y quiso restaurarla, y regalarla a la ciudad, como cofre guardador de un íntimo
culto y recoleto museo local, que ofrecer, al visitante, en uno de los sitios
más típicos, y así compensarle del prosaísmo cotidiano. Todos hubiéramos contribuido,
con algo, para alhajar el museo: “un azulejo; un candil de bodega; un llamador;
un ánfora, desbarrigada; un clavo, roñoso; una zapata, tallada; la reja,
retorcida y la columna rota; el papel, apolillado; el Cristo, de marfil; el
escudo, pétreo, de una casona; un grabado, viejo; la foto de un típico
esquinazo, una edición del Quijote”… -decía Paco Herencia-. No pudo culminar su
propósito. La Eternidad lo reclamó antes. Hace poco, los arquillos fueron
desmontados. Una construcción, sin carácter local, hay, ahora, donde estuvieron
ellos.
Hemos recorrido la calle de Pozo
Concejo. A su remate, eriales, escombreras. Pero ¿y el Pozo Concejo? ¡Aquel
pozo, famoso, que surtía de agua a una buena parte de la población… nadie sabe dónde
está, ora cegado, ora desfigurado!
Seguí mi camino. Aún más allá, el único
girón, maltrecho de las arrogantes murallas, en mala hora demolidas, y un olmo,
guardián y consolador, diciéndole secretitos de sombras y de gorriones.
En la lejanía, el sol se despedía de la
cúpula del Cristo y del palomarcico de las monjitas, blancas, de la Virgen,
blanca de la Estrella del calatravo Miguelturra.
Delante, trigos pie; haces prietos;
montes de parvas y una galera, bien cargada, como obelisco trashumante, macizo,
agreste, de bendición dorada y colmada como nunca.
Julián
Alonso Rodríguez. Diario “Lanza”, viernes 11 de julio de 1951, página 6.
Hasta
que el arco fue donado al Museo Provincial, este se conservó en una casa de
campo de la familia Herencia
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