Cementerio
de Ciudad Real en los años cuarenta del pasado siglo. Fotografía Julián Alonso
Vivía muy cerca de la puerta de Toledo.
En “el Cuartelillo”, que solo tenía piso bajo en aquel entonces. A la plaza de
la Misericordia abrían sus ventanas, que eran, en número, la mitad de las de
ahora, y la puerta de entrada. En amplísimas habitaciones estaba distribuido,
y, detrás, a todo lo largo, corría una galería con puertas y ventanales al corralón en cuya pared
frontera, orientada al sur, aparecían los huecos del secadero de flor de malva
de Andrade, el boticario, y, siglos antes, de la panadería de la casa de
Misericordia, fundada por el Cardenal Lorenzana, y, después, en el intermedio,
y como hoy, de la del cuartel.
El corralón lo convirtieron mis padres y
mis hermanos en ameno y florido huerto, deleitoso jardín, profusamente poblado
de rosales y azucenas y claveles, junto al pozo había un cañaveral y un jazmín.
Cuatro o seis acacias, nacidas sin orden, florecían “pan y quesillo”, como
manto de nieve, ella por la primavera.
El año pasado, me asomé por una madera,
rota, de la puerta del corralón. No se conserva como antaño, como hace medio
siglo, y parece más reducido. No sé el tiempo que estuve allí, parado, alelado,
mirando, añorando, recomponiendo recuerdos de mi pasado lejano.
Reviví, como de ayer, aquella estampa
del eclipse de sol, casi total, de comienzos de siglo: Mis padres; mis
hermanos; Tobías, -hace pocos meses fallecido-, el ordenanza torralbeño; la
niñera, Juana; Concha, la cocinera, y yo, con cristales ahumados, vimos menguar
el sol. Se oscureció tanto que brillaron las estrellas al mediodía y las
palomas volvieron al palomar, asustadas de aquel inesperado crepúsculo, y los
gorriones volaban y piaban desorientados. Fue aquello uno de los bellos sucesos
que rompieron la monótona, silenciosa y feliz de mi niñez pasada en aquel
aislado paraje de la ciudad.
El torcido “árbol del tesoro” de la
plaza, arbolada en sus contornos; las inundaciones de ella, en cuanto caía el
más modesto aguacero; el paso de los rebaños, llegada, los lunes, con cerros de
sacos de ropa limpia, de las lavanderas malagoneras montadas en sus borricas, como Dulcinea, regalando a los
chiquillos “malacatones” o tirándoles peros para que corrieran tras ellos; las
aceitunas “del pio pío” cantando, de madrugada, para espantar el frío, al ir al
olivar las charcas del hielo, adosadas a la umbría de la puerta de Toledo; unos
carros chorreando mosto, camino de largar; Selica, la perra fiel que se crió en
casa y creció mucho y regalaron mis padres, cuando era grandota, a unos
carboneros de Fontanarejo. De tiempo en tiempo, durante mucho, venía Selica con
sus nuevos amos a traer carbón a la ciudad, y al “cuartelillo” acudía, y se
tumbaba a la puerta para esperar que mi madre volviera de misa. Daba unos
saltos a su alrededor, ladraba, lamía su mano y desaparecía hasta otra vez. En una
ocasión vino con su cachorro y todo.
Los Reyes Magos que me trajeron un
teatrillo de juguete, desmontable, con actores de cartón para los que mi padre
me escribió un entremés: “La Churumbela”.
Desde las ventanas del comedor, a través
de panizos y maizales de los huertos, que se extendían por lo que hoy son las
últimas manzanas de casas de la calle Toledo, y hasta “Vista alegre”, veía
pasar el tren, más allá de las murallas.
Entre estos acaeceres, que
extraordinarios parecían a mi vida infantil y que indelebles conserva mi
recuerdo, no es menos nítido el de la anual peregrinación de Ciudad Real, el
día de los Santos, al Camposanto que se halla arriba, al término de la pina
cuesta que principia en la puerta de Toledo.
Vista
del cementerio de Ciudad Real en los años cuarenta del pasado siglo. Fotografía
Julián Alonso
En esta fecha ya había colgado el cielo
telas grises, húmedas y frías, de nieblas. A lo largo de la calle Toledo unos
hombres, para venderlas y vocearlas, amontonaban, en espuertas y sacos, nueces,
avellanas, castañas, “bellotas dulces de los Pedroches”, piñones… En una
mesica, cubierta de limpio paño blanco, una viejecita extendía las retorcidas y
retostadas “flores” de masa y azúcar y los churretosos y melosos “nuégados”
rociados de grajeas. Pasaba, hacia el cementerio, el enlutado gentío con
alcucillas colmadas de aceite y farolillos de hojalata y cristales de
colores, para colocarlos y encender
luces sobre las pobres tumbas de sus difuntos. Los “criados de casa grande”
portaban modernas coronas y pluma y alambres y más antiguas de flores de
porcelana o de abalorios, y bombas de cristal, para adornar e iluminar, los mausoleos
ampulosos donde yacían los antecesores de sus señores.
La afluencia era mayor por la tarde, El
retorno, en la penumbra del anochecer, sobrecogedor, tétrico. Sombras
enlutadas; murmullos de rezos; luces de lamparillas encendidas, que
zigzagueaban por el camino; constante doblar de campanas…
Mi padre subía al cementerio en las
últimas horas de la mañana. Así evitaba el extraño espectáculo de la tarde,
mezcla de piedad y de romería no bien equilibradas. Yo le acompañaba, pues
quería que sus hijos no tuvieran prevención temerosa a esas visitas. ¡Qué
grande se me figuraba el cementerio! y era menos de la mitad que ahora. ¡Cómo
difuminaba todo la niebla!
Pocos años después tuve ya que subir
solo la empinada cuesta de cipreses y acacias. ¡Mi padre la había remontado
para no regresar!
Terminé el bachillerato, me fui a Madrid
y nunca más tuve ocasión de recorrer la cuestecica el día de los Santos, pero
no he perdido la costumbre, cuando vuelvo a Ciudad Real, de visitar… a los que
se nos marcharon, y ¡cuántas veces subí para acompañar a quienes hacían el
último viaje! En verdad os digo que el dolor lacerante se hace manso así. Es un
hablar alma a alma. Es un serenar el espíritu con abrazos incorpóreos de
eternidad interrumpida, pero cercana.
Acudo a sentirme, de nuevo, hijo y
hermano junto a una losa. ¡Junto a aquella losa! Y es, además, en estos
cercanos años pasados, un pródigo, penoso, emocional, buscar y encontrar
nombres de amigos. ¡Se agosta, muy rápidamente, la verdura de las eras!
Don Emilio, don Ángel, don Rafael,
cargados de años y bondades; José María, el buen cura y fiel amigo; Alfredo y
Emilito, y Ángel que nunca más se acercará a mí, el día de la Virgen, para que
le diga mi cálculo sobre los miles de devotos que van en la procesión, y
Germán, que, firme, años y años, callado y meticuloso, trajinaba con cubetas de
líquidos reveladores de clichés para Vida Manchega, Pueblo Manchego y Lanza
(-¡A ver como sale esa foto, Germán! –Es mala y poco cara, -¡Pues tiene que
salir bien! Sin remedio… Y salía bien), con descansos, místicos, de Adoración
Nocturna y Salves a la Viren del Prado y, sosegados, de hogar. Tolsada, Damaso,
bien arraigados a la amistad, siempre viva, nacida en años bachilleriles y
Primeras Comuniones, y Frías y Guía, y Almagro y María de la Guía… ¡Qué sé yo
cuantos recientes sumandos, y no los postreros, de larga adicción de afectos,
de recuerdos, dolorosos, inolvidables! ¡Desgarradora suma cuyo inicial dato
tengo fechado en los primeros días de enero del remoto 1910!
Y, en verdad, en verdad os digo que, al
remate de la empinada cuesta, en el Camposanto, junto a losas con sombras de
cruces, nuestra entrega de abrazos, incorpóreos, de eternidad interrumpida,
pero cercana; nuestro hablar alma con alma, entre camas verdes, afiladas,
inacabables, vertientes de cipreses, hacen sereno y manso, y nos conforta, el dolor
lacerante, de ausencia, que nos acompaña en la subida y todos los días y…
tantos años. ¡Siempre!
Julián
Alonso Rodríguez. Diario Lanza, sábado 14 de noviembre de 1959, página 3.
Vista
del cementerio de Ciudad Real en 1919. Fotografía de Julio Requejo
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