El
llorado amigo Paco Herencia me hablaba insistentemente del Prado
Merinos y cabreros, para abrevar sus
cabañas, frecuentaban aquel pozo. Un pozo, en la Mancha, es siempre, un tesoro.
Estaba, el nuestro, en sitio apacible por demás, pues allí se extendía un prado
con pastizales para las ovejas y frondosos matorrales para el ramoneo de las
cabras. Encinas, alcornoques, sabinas, madroñeras… daban sombra, a rodales,
para el sesteo. Los pájaros de la enramada y las mil vistosas florecillas que,
por doquier, esparcías sus aromas, hacían del ameno lugar una Arcadia feliz,
aunque de marcado carácter xerófilo, mediterráneo. Los colmeneros prodigaban las corchas para sus abejas.
Hizose moro, luego y, tras “malas
tardes”, recobró la Cruz. En 1088, cuenta la leyenda- no enjuiciemos hoy sobre
la veracidad de su fantasía- aparecióse a pastores y colmeneros, una Virgen en
la copa de una encina. Sentada estaba en ella y coro nada de murallas –como
reina y señora- y, sonriente, mostraba
al Infante posado en su rodilla izquierda. Lo entretenía enseñándole una fruta
madura con la mano derecha.
Con el tiempo, más gentes acudieron y se
sentaron en aquellos contornos. Así, el pozuelo, habíase convertido en Pozuelo
y la aldea pasó a villa, en 1255, por quererlo un Rey, y a ciudad más tarde, en
1420, pues la mucha nobleza y la mucha lealtad de los moradores lo merecieron
ayudando a la realeza prisionera. Recordemos, también, como desde 1195 a 1212
desde la derrota de Alarcos a la victoria de las Navas, mesnadas cristianas y
guerreros moros de Jacub, bebieron en el pozo y trillaron el prado feraz.
La leyenda de la Virgen se encerró al
nacer, en ermita campesina; creció en Parroquia, y en Catedral persiste.
Al pozo, casas y corrales lo iban
cercando. Se ahogaba. Hasta no poder más se defendió, pero hubo de sucumbir, en
1764, cuando el intendente, conde de Beniajar, ordenó cegarlo, ¡porque
estorbaba para el paso de su coche! No hay remedio: la gente descomedida se
perpetúa a través del tiempo y del espacio.
El pozo estaba “situado en medio del
camino real de Sevilla y Alarcos, es la plazoleta del Pilar, entre el puente y
la primera casa de la calle que va a la Puerta de Alarcos. Junto al pozo se hallaba
un pilar grande” –de ello tomó nombre la plaza”- “o albercón de piedra,
ochavado, para dar agua a los pasajeros y caballerías”. Hoy en el Pilar, bien
arbolado, se aglomera la vida financiera de Ciudad Real.
El Prado se recortó, se estrechó, lo
achicaron invasores huertos y casa de labor. Huyeron, se desterraron, encinas y
mejoranas, jarales y herbazales, romeros, tomillos, brezos, lentiscos,
madroñeras… ganados y colmenas… Perdió su carácter agreste quedó dentro de la
ciudad, siguieron llamándole “el Prado” y, hacia el último cuarto del siglo
XVIII, vino a ser “lugar asqueroso e inmundo impropio del templo” frontero
guardador de la bella leyenda mariana, en aquel entonces ya, con reflejos de
plata, ropajes de sedas bordadas y sones de campanillas.
“Isidoro Madrid, hijo de esta ciudad,
principió a fomentar el Prado, poniéndole árboles”, ¿en 1778?, ¿en 1783? Con
cuidado y esmero crió los que perduraban después de cincuenta o sesenta años.
Por su cuenta, sin gravámenes de los vecinos, ni exacciones de los caudales
públicos, ejecutó el “desmonte y el allanamiento del Prado para su riego, por
ello el Supremo Consejo de Castilla mandó que, de los caudales de Propios, se
le asignase una ayuda de costas para que en lo sucesivo, continuase tan heroico
ejercicio, dándole las gracias por tan buenos servicios a la Patria y ornato y
recreo del pueblo, y encargando a los señores Jueces le auxilien y castiguen a
los delincuentes de esa política”.
El campechanote corregidor don Martín de
Aguirre, “tuvo mucho celo con plantar árboles en el Prado”, en el año 1786.
En 1787, la ciudad dio doscientos
ducados, a Isidoro Madrid, para continuar su benemérita labor en el Prado.
Gracias a los trabajos, -por lo menos en catorce años que lo cita la historia-
podemos enorgullecernos, al cabo de 172 años de su iniciación de tener el Prado
como el más hermoso y típico rincón de la ciudad.
Ocupaba el cargo de corregidor, desde
1799, don Miguel Becerril, quedó cesante el 9 de diciembre de 1803 y el verano
último de su mandato, por su decisión, se hicieron los asientos de piedra
existentes, cuando el comentarista consigna la noticia al mediar la XIX
centuria. Becerril fue quien no creía saldría, por las minas de la Celaca, el
agua infecta que encharcaba nuestra ciudad.
Un acontecimiento extraordinario e
inesperado –frecuente en el extravio del pueblo- turbaba la paz de Ciudad Real
en 1821 (seguimos, ahora, a Hervás). El 25 de julio, en exposición dirigida a
Fernando VII lo dice el Ayuntamiento. Trataba éste, el mes de mayo, de regar la
alameda. El agua iba a ella desde un pozo próximo y “propia de las memorias de
la Sta. Imagen”. Habiéndose concedido, a Censo, cierto terreno de las mismas
memorias a don Fermín Díaz, ex-corregidor de esta capital, creyó,
equivocadamente, que había entrado el pozo en el convenio, no siendo así.
Estando en averiguaciones, se rompe, el día 2, el antiguo conducto, ciego desde
la guerra de la Independencia, que va a dos fuentes o pilones que hay en medio
de la alameda y brota el agua, en abundancia, por las regueras. Lo advierte la
gente, se propaga la noticia, corren al Prado a ver y cerciorarse y sin
detenerse en más lo toman por milagro. Trata el Cura de demostrarles procede el
agua de la alberca, pero titubea la gente. Llama “al alcalde de primer voto”
para que le ayude a convencerla y lo logran. Mas suplican se le devuelva a la
Virgen el pozo y se riegue su arbolado y así se hizo. Reúnense, la tarde de
aquel día, varias mujeres y algunos hombres, limpian las fuentes, traen
caballerías a su costa y empiezan a regar pidiendo el permiso correspondiente
al Gobierno. Al anochecer, van a casa del Párroco; seis granaderos provinciales
le conducen, en brazos, a la del Vicario eclesiástico, y le ruegan salga la
Virgen al otro día, en procesión alrededor del Prado -¿vendrá de entonces la
costumbre, ya perdida, de no salir del recinto del Prado la procesión de la
Patrona?- El Vicario accede con tal que el jefe político lo consienta y, como
quiera contaban con él, vuelven al Párroco a su posada. Tanto éste, como el
Vicario y los alcaldes, consiguieron se retirara la muchedumbre sin la menor
dificultad.
En efecto, el día 3 de mayo, salió la
Virgen a las seis de la tarde. Ni durante la procesión, ni en su tránsito, hubo
otros desórdenes que el de tributar, esforzadamente, repetidos y altos vivas a
la divina imagen y a la religión, y duraron hasta las 10 de la noche en su
templo. Se oyeron, también en la plaza y en el paseo del Prado, pero solo por
espacio de ambos días. Quedó, luego, el pueblo en el mayor sosiego. En este
estado lo encontró el comandante del Regimiento de Alcántara. Vino como
consecuencia del recurso hecho a S.M. por el coronel y oficialidad del
Regimiento de Navarra –acantonado en Ciudad Real hacía un año- acusando al
pueblo de actos de sedición y al Clero y autoridades de promotores. Estas
calumnias las llevó a sus columnas “El Expectador”, periódico de la Corte. La
acción del Regimiento no era nueva, pues por motivos parecidos lo habían
trasladado de Badajoz y Toledo.
Total: El Ex-corregidor Diez, dueño de
la casa que hoy es Casino, adquirió dos solares, “linde a ella”, con salida a
las calles del Prado y del Camarín, para hacer su jardín y, por equivocación –o
lo que fuera-, se apropió la noria cercana, como ayuda para su proyecto,
ocasionando ese gran jaleo hasta que el Ayuntamiento la recuperó. “Su hijo, don
Vicente, pidió, después de estos sucesos, pagara el Concejo la parte que le
correspondía de los censos”. La famosa noria aún existe. Desde el Prado se ven,
por encima de las tapias de la casa del jardinero, los copudos arboles que la
sombrean.
“El año 1822, el Ayuntamiento compró las
casas de Cózar –así llamadas por pertenecer a la vinculación de ese nombre-
destinadas para habitación del campanero y enclavadas frente a la puerta del
sol de la Iglesia. Con su derribo el Prado adquirió forma regular y, dando el
Arzobispo de Toledo la piedra necesaria para construir la gradería, quedó
constituído en el más bello recreo de la población”.
Mis notas quedan interrumpidas, en esta
fecha, hasta nuestros días.
¿Ahora? Ahora, mi buen lector, pregunta
a “los viejecitos del Prado”, sentadicos los tienes, al sol, -¿los ves?- en
aquel banco de la arboleda. C por B, a buen seguro y con detalles prolijos
satisfarán tu curiosidad relatándote las vicisitudes del Prado y los sucesos de
que fue testigo en estos últimos tiempos y la renovación de los jardinillos,
hecha en la segunda decena del siglo que mediamos.
¡Son narradores de máxima solvencia
estos sempíternos “viejecitos del Prado”! Te lo garantizo.
A mí, ¡vive Dios! El alma me revienta de
añoranzas, pero… ¡que te cuenten ellos, que te cuenten ellos!
Julián
Alonso Rodríguez, jueves 1 de diciembre de 1949.
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