Ciudad Real: ¿Verdad que no serías tú
sin la Puerta de Toledo, sin el Prado, sin Santa María? Esta, tu espíritu; el
otro, la vida; por aquella… ¡a la Paz!...
¡“El otro”! Nuestro Prado. De quien dijo
Gabriel Miró: “Frente a la iglesia se abría el paseo con olmos, tablado para la
música, bancos para solearse los mendigos”, y yo corrijo así: “para solearse
los viejecicos” ¿verdad, Prado nuestro?
¡Prado de engolado paseo del medio! ¡Prado
de menestrales en los paseos de alrededor! ¡Prado de pólvoras y tracas de
feria! ¡Paseo de la Virgen, el día del Señor!
¡Prado nuestro! Retalico verde, de vida,
subiendo, subiendo entre tapias blancas y tejados pardos, para abrazar a la
torre. Corazón, de esperanza, de mi lugar. Rezas con los prebendados de venera
al pecho. Sabes de campaneos llamando a Misa a Coro;… así, a la Salve; ahora, a
tránsito; de este modo a Corpus y salir la Virgen. Labriego con las bardas de
los corrales del Marqués. Prócer con las casonas y palacetes de allí. Aprendes
chismorreos casineros, juegas, te peleas con los niños y con amoríos juveniles.
Con música, ¡antes! en las noches de los jueves y domingos veraniegos, te
alegrabas. Consuelas los lutos… Florido, por qué sí, soleao, por qué Dios
quiso; polvoriento, por qué quieren los concejales. Manchego, en la Pandorga.
Silencioso y bullanguero. Viejo y juvenil. En tu reposo las flores hablan sus
aromas, sus árboles añosos cosquillean con sus ramas, al sol naciente y se desmelenan locos de envidia de esa
llanura nuestra, inmensa, aterradora, luciente, ¡madre! Los gorriones encienden
en ti, sus celos y las palomas frente a ti, con arrullos solemnes y besos
punzantes y encantadores, entre los frisos renacientes de Sta. María bailan su
ceremonioso rigodón matrimonial. Desde hoy tienes, horas placeras.
Cuando subo las escalerillas del Prado,
me siento en la barandilla, charlamos mucho de nuestro secreto rancio ¿bueno?
Sí, bueno.
¿Te acuerdas?... ¡No, no lo pregones,
Prado amigo! ¿No ves que perderías el perfume intimo, pasado, remoto, nuestro,
y lo prostituiría la gente? ¡Tuyo y mío, siempre!... para recordarlo cada año,
solos tu y yo. Secretico tuyo y mío. Además no hay tiempo ¿no ves los
reguericos humanos que van a la Catedral? ¿no oyes rezar la campana? ¿no
sientes las bocanadas ruidosas del órgano encadenado? Déjame llevar la tarde a
la Salve… ¡y es la Salve vespertina de la Feria!...
Tiene nuestro Prado bancos podridos,
despintados, escondidos, luminosos en Diciembre, umbrosos en Agosto, como trono
venerable, sosegado, limpio, envidiable, de la vida trabajada e invicta de los
viejecitos de mi pueblo.
Despacito, sin prisas -¡todo lo tiene
hecho!- vienen al Prado el ágüelo setentón. En la tierra de los paseos queda la
huella, intermitente y retorcida, de los alpargates o de los botillos y de la
ancha base de la pajiza garrota del viejecico. Al cabo, llegará al banco
carcomido donde otros esperan ya. Pocos y eternos. Yo diría siguen siendo, con
sus caras tostadas, arrugadas, serenas –como la barbechera- el tío Juan, el tío
Lucas, el hermano Pedro, Ramón, el ágüelo Agustín, Romualdo… conocidos hace
veinte, treinta años. Iguales son los pantalones de pana, en tiempos negra y
por el uso parda, y las mismas son las blusas, anchas, azules, grises, con
pespuntes blancos, con botones de nácar, y los chaquetones gordos, y los
moqueros de hierbas. Las gafas no son más roñosas que entonces. Trapos como
entonces, lían sus alambres y los almohadillan a las narices. Ni se han caído,
ni son otros. Ni son otros los cristales rotos de las ventanicas del alma
mustias ahora y tantos años abiertas de par en par, al sol y al azul soberbios
tersos.
Sobre la arena, hojas y más hojas de
acacia, caídas en otoño y sus sombras temblorosas cuando en verano eran
lozanas, pintan la pausada plática llena de añoranzas y rescoldos, cuajada de
salivazos y tacos, que perdieron su rotundidad viril, de los debates serenos de
estos espíritus apenas sin cuerpo, prodigado cuando mozos tras el arado.
Y así, día a día, año a año ¡siglo a
siglo! Sabios, prudentes, nunca envidiosos ¿para qué tener envidia? ¿Para qué
no ser buenos ya? hablando de la cimencera; del pintar de las uvas; de la
muestra de aceituna; del invierno tan frío, aquel, que heló los olivos, del
brío de Paco, muerto en la guerra; de los alegres días de sorche en Madrid; del
mayoral del Conde; de la cencerrada a la viuda; del bautizo de rumbo en
Miguelturra… ¡de Bernarda cuando era moza! ¡¡de las cosas de la Mancha
campesina!!
Llegó la tregua, el papel de fumar
prende, de un pico de la boca; el tabaco se apretuja entre las palmas de las
cariosas y peludas manos, y el panzudo pito viene a renovar la colilla
rechupeteada, con mucho papel, sin quemar, del otro cigarrillo comenzado Dios
sepa cuándo. Golpes de eslabón, humo…
resbala una garrota resobada… De nuevo el palique despacioso sin esfuerzo.
Masca, alguno, más que lee, un periódico viejo traído a la tertulia: la guerra,
la paz, la Feria, la cosecha, el crimen…
Canta el reloj la hora justa, la
señalada. A su conjuro, carraspeos, ¡ayes! crujir de coyunturas… y dejan el
Prado los agüelicos. Juan, tembloroso moquiteará por la calle de los Reyes, erguido
el tío Lucas, golpeará fuerte con la garrota, las aceras del Camarín; Pedro,
Ramón… Todos se fueron. El sol augusto del mediodía o el cascabeleo vespertino de los pajarillos
en las ramas altas y el chillar veloz de los vencejos, aumentan su brillo para
despedirlos.
¡Citas seguras las de los viejecitos del
Prado! Prefieren la solana de la Virgen o la sombra de la olmeda, a la lumbre
de paja y gavillas y al fresco del portal casero. La agonía de sus vidas, un
tanto olvidadas, necesitan esa comunión de sus almas.
De tarde en tarde, la campana tañe,
pausada, anunciando al concilio la ausencia eterna de un cofrade. Silencio
hondo, amargo, austero, llena unos días el senado. La conversación, quebrada,
opaca, parece no ser. Surge, luego, normal. Al fin y a la postre, saben estos
estoicos, y no lo temen con poco queda para concluir el caminico y reanudar
¡muy lejos!, con los que se van, la tertulia del Prado. Muere uno, pero llegan
otros, cual si una reencarnación de vidas procurará la continuación de esta
estampa, venerable, bella, melancólicamente siempre nueva y lirica de mi
tierra.
Esperadme en el Prado, viejecicos, que
si Dios me deja, a vosotros iré algún día para sentadicos todos oíros, yo, y
contaros a vosotros -¡también yo tendré cosas que contaros!- y cuando las doce
campanadas del reloj de la vetusta Catedral nos desparrame, cada mediodía, el
tío Juan, tembloroso, moquiteará calle de los Reyes adelante; el tío Lucas
erguido, recordando su pujanza gañanera, golpeará fuerte, con su grasiento
báculo, las losas de las aceras del Camarín; el hermano Pedro mirará por encima
de sus gafas, al perrillo que cruza y a la moza que barre; magro y gruñon el
agüelico Ramón, encenderá, a fuerza de golpes de eslabón y a fuerza de ¡ajos!,
la vieja colilla, usada y rebelde del cigarro… yo arrimadico a la acera del sol
de la calle de la Azucena, derecho a mi casa, sentiré en la frente, la santa
bendición del viento, fresquito, de los trigales verdes de mi Mancha al
escurrirse soplando, por la calle de Infantes, y pensaré, pensaré, pensaré.
¿Estarán ya florecidos los gamonitos de
la Atalaya?
¡Señor qué bien olerán las minas a
hinojo!...
Julián
Alonso Rodríguez. Diario “Lanza” jueves 23 de junio de 1949.
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