Torre de Santiago
y calle del Ángel (Foto Alonso)
1784 El año anterior, “entró de
Corregidor” –y seguía en el cargo- “el señor Aguayo, que habitó en la calle de
Toledo”. D. Miguel de Ochoa y Asarta era el Vicario; Párroco de Santiago, don
Sebastián de Almenara, y su sacristán menor, Manuel Toral.
He, ahí, la fecha y los héroes del
episodio, sabroso y familiar –como trocito de nuégados chorreando miel y
grajeas- que quiero narrarte y sucedió en la función de “San Tiago, el Cebedeo”,
fastuosísima, como ya sabes, en épocas paradas, y, este año, con ribetes
saineteros de celos mal reprimidos entre autoridades locales tontas y, a más vanidosas.
No sé qué contiendas y enemistades existirían
entre los señores Vicario y Corregidor, pero es el caso, “siempre se estaban
tirando al morro”. “Lo qué si puedo decir es, que el día del Apóstol, envió, el
Corregidor, un recado, con un ministro, para el Cura de la Parroquia” comunicándole
“que su Señoría tenia dispuesto asistir a la Función y, así, esperaba le
tuviesen asiento determinado, y en sitio preeminente, al lado del Evangelio. El
cura, don Sebastián de Almenara, inmediatamente lo consultó con el Vicario y
éste, mandó que no era costumbre para poner el asiento en la disposición que lo
pedía el Corregidor”, quien, al ir a la función, “no halló el asiento que
pedía, y quiso llevar a debido efecto su disposición. Mandó al ministro con un
recado a los sacristanes”, preguntado, conminativo, “por qué motivo no se le
había puesto el asiento que había mandado y respondieron que ellos, no tenían
mandato expreso, del cura, para ejecutarlo”.
Torna, el ministro, con la respuesta y “el
Corregidor, que la esperaba con impaciencia en la Iglesia, ..viéndose le
frustraban sus ideas, lleno de cólera, mandó, a los ministros, llevar preso a
Manuel Toral, que era el sacristán menor de dicha Iglesia, y a la sazón, se
hallaba, en la sacristía, disponiendo lo necesario para la función”.
“En esta contienda, entra el cura; le
hacen el relato de la providencia del Corregidor, y, el cura, les contesta que
el sacristán no había cometido delito para llevarle a la cárcel, y que el Corregidor,
se entienda por escrito con el Vicario, para lo sucesivo, pasándole un oficio,
pues está muy en el orden que, para hacer esta novedad, se le dé cuenta a
nuestro juez eclesiástico”.
“Después, los dos jueces, se dieron muy
bien, como se suele decir, de las astas, hasta que el Consejo Real de Castilla dio,
como sentencia definitiva, que, en las funciones donde no asistía la
Corporación de ciudad, se pusiese asiento al Tribunal Eclesiástico –se entiende
con el Vicario Fiscal y un Notario- al lado del Evangelio, y a la Jurisdicción
Real –el Corregidor, el alguacil mayor y un escribano- asiento en el lado de la
Epístola”.
Bien se pavonearía el vencedor, don
Miguel de Ochoa, a cuenta de la bilis, espesa sin duda, del corajudo derrotado
señor Aguayo, el corregidor.
Da gran pena no saber cómo se desarrolló
por fin aquel año, la función del Apóstol. Presumo sería con el sitial del
Corregidor, viacundo, vacío; temblorosas y anegadas, las preces sacerdotales,
los fieles, coticones y alborotados con estos acaecimientos pueriles –pimienta y
sal de los días veraniegos, tersos, uniformes, largos, abrumadores, de nuestra
tierra- y “el señor Santiago, el Cebedeo”, desde su hornacina, sonriendo
jocoso, al ver el acelero del atribulado sacristán menor, cuando un chico, de
tantos como por allí pupularan dio un portazo, seco, al entrar en el templo. Se
le figuraría venían a prenderle, otra vez, los ministros del Señor Corregidor.
¡Hasta derramaría, por los suelos las brasas vivas, del bamboleante incensario!
Julián
Alonso Rodríguez, diario “Lanza”, miércoles 26 de julio de 1950
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