¡Cuántas
Cofradías en la Semana Santa de Ciudad Real y que alarde en los pasos! No tiene
esta capital la tradición imaginera de algunas ciudades andaluzas o castellanas
ni puede hacer la misma ostentación de oros, platas y bordados, sedas y joyas;
le falta la tradición de tantas generaciones consagradas a lo que podríamos
llamar esa especialidad devota de la Cofradía y el desfile procesional en Semana
Santa; con todo, ¡que hermosa, ¡qué íntima y recogida y espiritualmente
peculiar la Semana Santa de Ciudad Real! Esas procesiones constituyen el más
preciado blasón de la urbe y justifican plenamente la raigambre y el abolengo
de su fe. Ellas han elevado sensiblemente la tónica de su espiritualidad.
Merced a ellas se ha forjado Ciudad Real una justa fama, que desborda el ámbito
local para extenderse por la provincia y llegar a más lejanas tierras, de donde
acuden forasteros para extasiarse en la contemplación de las solemnidades de
esta Semana Santa en el severo corazón de la Mancha.
De Belén dijo el profeta que no sería la mínima entre las ciudades de Judá, porque en ella había de nacer el Mesías; salvando las necesarias distancias, lo mismo puede aplicarse a Ciudad Real. En la conmemoración fervorosa, apasionada y emocionante del drama del Calvario, Ciudad Real es una de las primeras entre las españolas de antiguo dedicadas con singular brillantez a estas evocaciones. Con sus procesiones en auge de esplendor, con sus cofradías en fiebre de reconstrucción, con la compra de nuevas imágenes de positivo valor artístico y suntuario, con la solemnidad de los divinos oficios, parroquiales y catedralicios y, sobre todo con la modalidad mística y el austero ascetismo que imprime a las ceremonias evocadoras de la divina tragedia, Ciudad Real postula un puesto preferente entre las Dolorosas de España.
Y es que la
urbe tiene un estilo propio, una manera auténticamente suya de celebrar la Semana
Mayor, el pleno conformismo con la gesta decorativa y la sublime realidad lancinante
que en esos días llena las calles de Ciudad Real.
Vive Ciudad Real su Semana Santa en plenitud de existencia litúrgica celebrando los misterios redentores con acendrada devoción y un recogimiento verdaderamente claustral. Grave, meditativa, circunspecta, recoleta y llorosa, asiste al desfile de escenas y cuadros del terrible drama, tocada la cabeza con la airosa mantilla, envuelto en lutos de rigor el cuerpo y perennemente arrodillada el alma.
Hay una rúbrica que parece hecha para destacar lo sublime y dar profundidad a todas las grandezas: la del silencio. No el silencio de la escuela pitagórica, que es método de filosofar, sino el silencio litúrgico, que nos permite adentrarnos en el mar del misterio, condición precisa para percibir los últimos latidos de la victima expirante, para oír, en la sonería del tiempo, la hora de nuestra redención.
Y en esa
rubrica es maestra Ciudad Real. Desaparece la algarabía de los espectáculos profanos.
Queda la animación, pero falta la bulla. La risa no tiene resonancias para que
no falten ecos a los suspiros. Ha cesado la alegre sinfonía para que se perciba
la tremenda elegía de la compunción y las lágrimas.
Parecen otros los vecinos todos de Ciudad Real: labriego, militar, hidalgo, menestral o magistrado. Al salir de sus casas sienten que algo les oprime el corazón y aprieta la garganta. Es el sentimiento, sedimentado año tras año en el espíritu, que dicta su ley. Es la emoción que absorbe el timbre de la voz y pone sordina en los vocablos. Las palabras se atenúan y parecen suspiros. Los gritos son raros y simulan lamentos. Las conversaciones son glosas al poema de la redención veinte veces secular.
Diríase que Ciudad Real está especialmente educada para esos días y para ese tremendo trance. Sentir hondamente y con intenso dramatismo las divinas torturas; comparecer tiernamente al Mártir del Gólgota; llorar la muerte del Justo; he aquí su ideal. A tono con esto, su interior compostura y su exterior atuendo.
Ciudad Real es
como una Jerusalén a la inversa en el día del deicidio. Su fisonomía se
presenta como retablos de duelos. Sus calles son itinerarios de dolor. A manera
de cenáculos, sus plazas donde se remansa la multitud, devota y expectante. Las
santas imágenes salidas de los templos convierten el perímetro de la población
en un vasto recinto sagrado. Por el discurren los nazarenos con sus capirotes
morados, emblemas de sacrificio.
Ha cerrado la noche. Los pasos avanzan majestuosamente al son de las estrofas penitenciales. La plana mayor de los cofrades se detiene con frecuencia para contemplar amorosamente su imagen. La trágica comitiva, en ronda por la ciudad, va cerrando ya su círculo. Las llamas oscilantes de los cirios parecen saludar a las estrellas y estas gotean oro sobre las túnicas galoneadas y llueven chispas sobre los escudos de los armados, donde relucen las iniciales del emblema romano. S.P.O.R. En el paréntesis de los cantos litúrgicos y rompiendo el compacto silencio una saeta ha rasgado el aire. Va decir al cielo, con acento emocionado y lenguaje de corazón, las cosas que pasan en la tierra, las esperanzas de los fieles… Otra saeta. Y otra… Y otra… Son los espontáneos del orfeón popular, los solistas de la Pasión.
Ciudad Real se suma a las escenas del sacrificio, inmolando su alma en holocausto de amor y compasión.
Pueblo
Diario del Trabajo Nacional Año X 06-04-1949
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