Hay cosas de su ciudad, que uno desearía mejorar, o que no, fueran como son, tales esta actual fisonomía, carente de personalidad, que nuestra capital tiene, Podrían haberse conservado las cuatro puertas y gran parte de sus murallas, y dentro; un pueblo grande -si un pueblo; no es malo ser un pueblo-, blanco de casas enjalbegadas de dos pisos, con sus típicos portales, sus amplios patios y sus profundos corrales. Una ciudad distinta a las demás. La auténtica capital de La Mancha o un enorme pueblo con sus plazas y sus jardines. Se me pueden objetar muchas cosas, pero lo que no cabe duda es que el Ciudad Real de hoy no posee, originalidad alguna: bloques de colmenas al uso de lo que, se lleva, una plaza con soportales, que pudo haber sido hermosa y hasta lo fue, pero que no sé quién aportó una gran idea europea y mezcló estilos contrapuestos y dispares, capaces de resucitar, a un muerto.
Sin embargo, existe algo verdaderamente hermoso en nuestra ciudad. Se trata de gran parte de los nombres de sus calles. Creo que en esto hay mucha originalidad y que no debería perderse.
A uno, enamorado de las palabras, le gusta
pasear por sus calles y leer sus nombres. Y hasta creo que sería muy
interesante realizar un estudio sobre la historia de tales nombres. La verdad
es que ni poseo tales conocimientos, ni dispongo del tiempo necesario para tal
investigación, pero, aunque no se trata de un estudio, no ya serio, sino ni
siquiera estudio, no voy a resistir a la tentación, o mejor la voy a vencer
cayendo en ello, como dijo Oscar Wilde: “La mejor forma de vencer la tentación
es caer en ella”. Pues voy a caer en la tentación de pasear, siquiera sea
mentalmente, por varios nombres de estas calles que tantas reminiscencias
guardan, para quienes hemos vivido una larga infancia y una hermosa juventud.
Calle de Postas, donde existía aquella famosa posada reliquia de las antiguas postas, lugar de refrigerio y descanso de caravanas y correos. A quien se enamora del pretérito sin rechazar el futuro ni los adelantos técnicos, pero que no llega a afirmar aquellos de “que un automóvil es más hermoso que la Victoria de Samotracia”, este nombre le acarrea recuerdos capaces de hacerle volar muy lejos su imaginación.
Calle de la Lanza, nombre que para quien esto escribe es un misterio, y no sabe si es mejor permanecer en la cripta del anonimato o esclarecer el significado.
Calle del Pozo Dulce, nombre con sabor a subsuelo, a manto de agua subterránea. No es extraño el nombre. Sé que en lo más hondo de la calle había una posada, allá por los años de la postguerra, cuando poseíamos en libertad la infancia, donde existía un pozo donde los arrieros sacaban agua para sus caballerías, e incluso para mitigar su propia sed cuando el verano, justiciero en estos lugares, se deja caer a plomo.
Calles con nombres de flores y plantas: del Lirio, estrecha, estrecha y blanca entonces, por donde los desfiles procesionales cobran especial encanto y recogimiento; de la Azucena, en otras ocasiones de Ángel Andrade, en recuerdo de nuestro gran pintor, autor de cuadros como “El Aniversario”, “El Tajo en Toledo”, “Sol Poniente”, artista del que uno sabe algo gracias a la gentileza de uno de sus mejores discípulos, el gran pintor ciudarrealeño Vicente Martín.
Calle de la Rosa, de la Palma del Jacinto o del
Olivo. Que de reminiscencias. Qué acierto en su denominación. Nombres que
resisten cualquier ideología, cualquier tipo de gobierno. Términos llanos,
semánticamente hablando, pero asépticas o vacías de contenido político.
Calles que nos acercan la historia del Torreón del Alcázar, sobre el que escribo una obrita para niños, y del que tanto sabe Hermenegildo Gómez; o de los Infantes, donde estuvo tiempo la fragua de Mauro, que me hace recordar a Gabriel Miró, el escritor que vivió un curso en Ciudad Real, y que de ello sabe mucho Carlos Gómez Bustos.
Calles con memoria de acontecimientos religiosos e históricos al mismo tiempo: del Compás de Santo Domingo, donde quiero recordar existió una judería o alcazaba, puerta mudéjar hermosísima que se abría y daba entrada, hoy desaparecida, como tantos vestigios del pasado de nuestra ciudad; calle Estación Vía Crucis, que, independientemente de creencias, evoca un hecho religioso y universal, calle donde vive ese gran amigo mío Narciso Martín de Almagro, que ahora sufre un cercano dolor.
¿Y qué decir de las dos Pedreras, Alta y Baja? Semántica y fonológicamente hermosísimas; o aquella otra, Morería, todo un compendio de historia y costumbres medievales; o del Refugio.
Podríamos evocar aquellos que llevan nombres de
animales y que no son tan queridas, como la del Caballo, más tarde del
Progreso, donde corrió nuestra infancia y vivimos los años del paraíso ya
perdido; o del callejón del Gato; calle de la Paloma… En fin, pasear por estas
calles y saborear sus nombres o su historia, es un placer para gustadores de
palabras y tiempo; pero que pena que todo esto vaya cayendo en el hondón del
olvido, o lo que es peor, de la indiferencia más agresiva.
Francisco Mena Cantero. Diario “Lanza” 11 de
marzo de 1984
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