Con gran orgullo podemos hablar de las
fiestas religiosas, que comemoran la Semana de Pasión, en nuestra Capital. Por
la solemnidad con que se celebran; por la belleza artística de las imágenes que
las integran; por las cofradías que en realzarlas constantemente ponen todos
sus deseos, creando elegantes y bien ataviados Nazarenos, por el entusiasmo que
en ellas ponen el pueblo entero, anheloso de que estas fiestas sean una
demostración más de nuestro buen gusto y de nuestra cultura.
Este año han superado a las de años
anteriores y también ha sido más numeroso el núcleo de forasteros que llegaron
atraídos por la emotividad artística de nuestra Semana Santa.
Las constantes mejoras que las
respectivas cofradías introducen en sus hermandades, vense recompensadas por la
admiración y el aplauso del público, que ciertamente sabe apreciar esos
esfuerzos.
Precisa añadir al encanto de las fiestas
de Semana Santa el atractivo de unas brillantes fiestas de resurrección para
completar el motivo que haga venir al forastero.
Hase iniciado algo este año, pero feble
y raquítico. Necesítense espectáculos de más visualidad y de más interés que
los fuegos de artificio y una novillada.
El Ayuntamiento ayudado por el Comercio,
reacio para prestar concurso, puede muy bien organizar un programa de festejos
capaz y agradable, que constituya el señuelo de atracción.
Los días de Semana Santa vistieron las
galas de la Primavera y en el ambiente plácido y agradable, la gente luciendo
sus trajes de fiesta prestó animación a las calles.
Bajo el sol espléndido, la ciudad
ofrecía un hermoso aspecto lleno de color y de vida. Silencio en el ambiente;
la multitud caminando lenta y grave a contemplar el desfile de las procesiones;
las mujeres, las bellas mujeres de esta tierra hidalga, adornadas en su
juventud y en su lozanía con la mantilla clásica y con claveles de pétalos
sangrantes que arrancaron la coloración de sus labios rojos, y en el vientecillo
leve aromas de nardos y de jazmines...
Rasgando el silencio, claros sones de trompetas
anuncian el paso de la procesión. Todo calla. Y la imagen del Justo pasa entre
la muchedumbre silenciosa, sembrando en las almas un sentimiento de dolor.
v
Pero el encanto singular de las
procesiones es contemplarlas por la noche y a su paso por las apartadas y
misteriosas callejas de la ciudad. Presenta un aspecto fantástico. La calleja
desierta, oscura, que apenas iluminan los gruesos hachones de los Nazarenos. Monótonas,
pausadas, piérdense en la lejanía las notas de un organo y la voz de un bajo
que canta algún salmo; luego el silencio que apenas irrumpen las pisadas de los
penitentes; y después, en la calma de la noche abrileña una voz melodiosa que
entona una sentida saeta, una copla de dolor que conmueve nuestra alma y la
procesión que se pierde en el recodo de la calleja, oscura y silenciosa, de
fantasmagoria...
Revista
“Vida Manchega”, año VIII, Núm. 228, Ciudad Real 20 de abril de 1919
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