Cuando me predispongo a coger mi pluma para homenajear a un gran hombre, hace justamente un año que vi por última vez con vida a mi gran amigo el historiador don Hermenegilda Gómez Moreno.
Fue en la Catedral, a la hora del Ángelus del 13 de agosto de 1999, él con paso fatigado y ayudado por familiares vino a despedirse de su queridísima Virgen del Prado. Todavía recuerdo aquel momento en el que el viejo profesor dirigiendo su cansada mirada a la Patrona, musitaba plegarias hacia ella con verdadera emoción. Mantuvo conmigo una breve conversación, después terminó de saludar a la Señora de alas plateadas -como a él le gustaba decirle- antes de iniciar su regreso. En aquel momento me inundaba el presagio de que sería la última vez que hablase con mi querido profesor. El 21 de febrero nos sobrecogía la noticia de que don Hermenegildo había muerto, fueron momentos tristes y algo confusos. Ciudad Real lloraba la muerte de un hijo, de un historiador, la Santa Iglesia Prioral Basílica Catedral de las Ordenes Militares perdía sin duda a su cronista. ¡Pobre don Hermenegildo! No ¡Dichoso don Hermenegildo! Dio el paso final ineludible para todo humano, cuando contaba los noventa años. Y los ha llenado de simpatía, de saber, de enseñanzas, ¡de vida!, prodigadas por los cuatro extensos puntos cardinales de nuestra llanura. Y eso sí que no puede hacerlo cualquiera. Y triunfo de un vivir, perdurable en el recuerdo eterno. ¡Vivir siempre en el tiempo y en el espacio, de esta llanura inmensa de La Mancha expectante, silenciosa! Que ese silencio es el homenaje augusto por ella reservado a los elegidos. Silencio no huero, ¡macizo!, pues es silencio de entrega de novia; de beso de mujer; de madre.
Don Hermenegildo no ha muerto. Se fue,
tranquilamente, a hablar con Alonso, Balcázar, Bernabeu, Paco Pérez y otros
muchos, de historia de nuestra capital, de leyendas poéticas de la judería,
como a diario parlaba de pasadas historias con los sillares de cualquier añejo
edificio y por eso, ahora, no lo vemos, chiquito, correcto, distinguido,
caminar todas las mañanas hasta San Pedro o la Catedral, para refugiarse del
sol veraniego en los portales, junto a Vicente Martín y otros buenos
condiscípulos, o en el Pilar junto a Mena Cantero, saludando a la alumna, a la
madre o a cualquier amigo del alma de modo cortés, cariñoso elegante y
sonriente.
Ya no veré a don Hermenegildo detrás del Nazareno de San Pedro, la noche del Jueves Santo, y ahora cuando llegue el día 15 no me llamará para que le coloque una silla junto al "Magistralillo" en la puerta de la sacristía para desde allí "espe rar" a la mejor moza de Ciudad Real. Tampoco disfrutaré con él de sus puntualizaciones, hipótesis etc. sobre la construcción de la Catedral. Ya de momento, no lo vi bajar la mañana del día 9 el niño Jesús como era costumbre entre sus brazos, desde hace ya muchas décadas. Por eso he de notar su viaje, su ausencia y he de sentirlo muy hondo, pues, además, don Hermenegildo era el último hilo, bien querido que unía a "muchas cosas", pues a nadie más que a él debo la introducción en las ciencias históricas. Pero don Hermenegildo volverá a nosotros para acompañarnos a San Pedro, Santiago y a la Prioral y visitaremos Alarcos, comentándonos la Carta Puebla, el origen de las ráfagas de la Patrona o la curiosa historia del árbol de la Virgen, o quien era Antón, y así mil historias plenas de nuestra ciudad de reyes.
¿Por qué escaldan los trazos de mi pluma estas lágrimas, pesadas que caen por mis ojos? ¡No, no me digáis que don Hermenegildo, el hombre bueno y culto, el buen amigo, el caballero, el profesor, el historiador de Ciudad Real, el enamorado siempre de su tierra, ha muerto! El olvido, en una vida, es muerte. El recuerdo hace vida de la muerte. ¿No lo veis? ¡Don Hermenegildo vive!
José López de la Franca. Diario
Lanza, viernes 18 de agosto de 2000
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