La fecha de creación del Obispado-Priorato
de las Ordenes Militares de Santiago, Calatrava, Alcántara y Montesa, en Ciudad
Real, cae fuera de los limites cronológicos fijados a este Coloquio franco-español
sobre las Ordenes Militares en el Mediterráneo occidental. Como saben, fue el
Concordato de 1851 entre Isabel II y Pio IX el que determinó la constitución
del llamado «coto redondo» de las Ordenes Militares.
No obstante, este desfase cronológico, me ha parecido oportuna la sugerencia que me ha hecho el Director de nuestro Instituto de Estudios Manchegos, de que dedique una breve exposición al tema del origen del Obispado-Priorato de Ciudad Real, porque su nacimiento es prácticamente el ultimo eslabón que cierra la actuación pública de las Ordenes Militares españolas.
La vida de estas, venia debilitándose y languideciendo paulatinamente desde hacía siglos. Su finalidad militar había cesado al conseguir liberar el territorio patrio del dominio musulmán con la conquista del reino de Granada (1492). Hubiera sido necesario darles un nuevo campo de acción. Pero los reyes prefirieron someterlas, incorporando los maestrazgos a la Corona (primero provisionalmente; y con carácter perpetuo en el pontificado de Adriano VI el 4-5-1523) y las gobernaron mediante el Consejo de Ordenes (que fue único para las cuatro desde 1566, bajo Felipe II).
Su carácter religioso, que debería ser el nervio de la instituci6n, estaba ya muy diluido antes de la incorporación a la corona, y el interés de los reyes por su renovación no tuvo éxito. Sucesivas dispensas pontificias a las obligaciones de los votos (p.e. el celibato en 1540 para Calatrava y Alcántara) y de las reglas, acabaron con la vida monástica. Véase, por ejemplo, la Regla de Santiago publicada por orden del Real Consejo (Madrid 1791) a continuaci6n de cada norma, se reseña la correspondiente dispensa o conmutación.
Como por otra parte, las Ordenes exigían para sus miembros el requisito de la hidalguía (a los clérigos les bastaba, en su lugar, los grados mayores en ciencias eclesiásticas), vi-nieron a reducirse a unas meras asociaciones nobiliarias, cuyos miembros tenían que recitar una serie de rezos.
A pesar de esta transformación, las
Ordenes continuaban ejerciendo en los territorios de sus señoríos diversos
tipos de jurisdicción eclesiástica, difíciles de concretar y cuya indeterminaci6n
causaba frecuentes conflictos con la jurisdicci6n episcopal, llegando al punto
de que los obispos se negaban a la administración de los sacramentos que
requieren el carácter episcopal en los territorios de las Ordenes.
Para obviar este inconveniente, ya Felipe II había conseguido de la Santa Sede el nombramiento de un Obispo titular que ejerciera los ministerios en los territorios de la Orden de Santiago, formula que se mantuvo desde 1571 a 1782. Es más, en 1794 se transforman en perpetuos los antes prioratos trienales de Uclés y de San Marcos de León, en la misma Orden de Santiago, y se ordenan obispos a sus priores, con título « in partibus·», y se les encomienda que además de gobernar sus propios territorios «nullius» ejerzan el orden episcopal en otros territorios de la Orden y en los de Calatrava y Alcántara, si fueran requeridos para ello por los respectivos Prelados de la Orden. Esta situación se mantiene de derecho hasta que Pio IX, por la bula «Ouo gravius» agrega provisionalmente en 1873 los territorios de las Ordenes a las diócesis en que están enclavados o a las vecinas.
Ya a principios del siglo XIX las convulsiones producidas por la Revolución francesa, por la invasión napoleónica y por la mentalidad liberal habían complicado la situación al suprimir los conventos el gobierno de Bonaparte (1809) y luego nuevamente, después de la restauraci6n fernandina, la regencia de María Cristina (R. Dto. 9 marzo 1836) aunque haciendo poco después una excepci6n para los Uclés y San Marcos (25 abril 1836). El Convenio provisional entre Gregorio XVI e Isabel 11 (27 abril 1845) atestigua que el Papa se había visto obligado a encomendar a los obispos vecinos muchos territorios exentos mientras se llegaba a un acuerdo, bien restaurando su régimen exento, bien agregándolos a las diócesis, de las que se hará una nueva circunscripción con aumento de su número. No se menciona expresamente a las Ordenes, pero es claro que se refiere a ellas.
La Junta mixta de representantes de la Nunciatura y del Gobierno para el arreglo de los problemas religiosos, propuso, como medida necesaria, y muy de acuerdo con la mentalidad de la época, la supresión de toda jurisdicción privilegiada y exenta, pero la medida era muy radical para los defensores de los privilegios reales vinculados a las Ordenes. Abierto el dialogo con la Santa Sede, tras laboriosos esfuerzos, se llega al Concordato de 1851 (16 marzo) entre Pio IX e Isabel II, según el cual se suprimen las jurisdicciones privilegiadas y exentas (art. 11) con alguna excepción como la de las Ordenes Militares precisamente, a la que se da un tratamiento especial (art. 9)... «se designará en la nueva demarcación eclesiástica un determinado número de pueblos que formen coto redondo, para que ejerza en él, como hasta aquí, el Gran Maestre la jurisdicción eclesiástica...». La finalidad de esta medida es: a) poner remedio a los inconvenientes del territorio diseminado de las Ordenes, que dificulta su gobierno; b) conservar los recuerdos de las gloriosas Ordenes beneméritas de la Iglesia y de la patria; y c) mantener las prerrogativas de los Reyes como Administradores de las Ordenes. No se toca para nada la vida interna y la organización de las Ordenes mismas.
Discrepancias en la determinación del
territorio del coto redondo y dificultades en las relaciones con la Santa Sede,
debidas a cambios políticos, dejaron en mero proyecto la creación de esta
demarcación eclesiástica, y la supresión de las Ordenes decretada otra vez por
la primera República (1873) obligó al Papa a promulgar la bula «Quo Gravius»,
ya citada, agregando los territorios de las Ordenes a las diócesis vecinas, sin
prejuzgar que en su día pudiera llegarse a plasmar la solución prevista en el
Concordato.
Restaurada la monarquía en Alfonso XII, se acometió rápidamente la tarea de solucionar este problema, agravado por medidas unilaterales tomadas por el Gobierno, contrarias a la bula «Ouo gravius», y se llegó al acuerdo que plasma la bula «Ad Apostolicam» de 18 de noviembre de 1875, fundadora del Obispado-Priorato. La bula:
-Deroga la obligación de crear la diócesis de Ciudad Real.
-En su lugar se establece en la provincia de Ciudad Real el coto redondo de las Ordenes Militares, con el nombre de Priorato.
-Este territorio eclesiástico es gobernado por un Prior, que nombra el Rey y lo presenta al Papa para que lo nombre Obispo, con el título de Dora, siendo el territorio «nullius dioeceseos», es decir, totalmente exento y sujeto inmediatamente a la Santa Sede.
-El Rey, que ejerce la jurisdicción a través del Prior-Obispo, aprueba el nombramiento del Vicario General, que gobernara durante la sede vacante, sin que haya lugar a designación de un Vicario Capitular.
-El Rey nombra también a los canónigos, beneficiados, curas, etc. que pueden ser sacerdotes no pertenecientes a las Ordenes Militares, pero que deberán ingresar en ellas, lo mismo que el Obispo.
-Tribunal de apelación será el de las Ordenes Militares.
El Prior-Obispo se equipará en todo lo demás a los obispos diocesanos. Las peculiaridades reseñadas, que hoy resultan llamativas, no lo distancian tanto de ellos, porque el Rey nombraba también los Obispos diocesanos por derecho de patronato (Concord. de 1753 entre Benedicto XIV y Fernando VI, art. 5.º, ratificado por el de 1851), y nombrara a las párrocos dejando a los obispos solo la confección de las ternas entre los aprobados (Concord. de 1851, art. 26). Si se privaba al Cabildo del derecho a elegir Vicario Capitular, y al Obispo de alternar con el Rey en el nombramiento de Dignidades, Canónigos y beneficiados, y hasta a la misma Santa Sede de la reserva de alguna Dignidad o Canonjía, en contra de la norma común de las diócesis (Con cord de 1851, art. 18).
La constitución del Obispado Priorato, como solución de compromiso, aunque satisfactoria en las circunstancias concretas, no fue del agrado ni de las Obispos-Priores ni de las Ordenes. Ya he apuntado antes que no se toca aquí para nada la existencia (que se da par supuesta) ni la vida interna de las Ordenes, pero estas no se resignaban a prescindir de actuar en los asuntos del Priorato, como se insinúa en el decreto de 1.º de agosto de 1876 reorganizando el gobierno de las Ordenes. Tampoco las Obispos-Priores se contentaban con no ser iguales a las demás diócesis y se esforzaron para librarse, inútilmente, de las limitaciones propias del Priorato (p.e. pidiendo la alternativa en el nombramiento de canónigos). Sin embargo, con alguna resonada excepción debida más al orden de los principios que al comportamiento de las personas, podemos afirmar que las relaciones Obispo-Prior Ordenes Militares fueron buenas y hasta de modesta ayuda económica al Priorato (no se podía esperar más, porque los bienes de las Ordenes habían sido secularizados casi totalmente).
José Jimeno Coronado. Cuadernos del
Instituto de Estudios manchegos Núm. 16, diciembre de 1985.
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