Pintura
que representa la entrada triunfal de Jesús en Jerusalén, que se encuentra en
el interior de la torre, junto a la escalera del campanario de la Parroquia de
Santiago
A lo largo de la historia, la Semana de
Pasión no solo ha conmemorado la inmolación de Jesús por la Humanidad sino, que
demasiado a menudo, actos públicos y ritos religiosos estuvieron trufados de
desencuentros entre autoridades civiles y eclesiásticas, piques entre
oligarquías e incluso alborotos populares que eclosionan o se generan con
motivo de la Semana Santa. Para comprender en su justa medida el alcance de tales
conflictos nos detendremos en los problemas suscitados durante la celebración
del Domingo de Ramos. Unos ramos que luego portaban los poderosos y se
repartían entre los fieles, que los atesoraban en sus casas para que les
protegiesen de todo mal durante todo el año.
En la hoguera de las vanidades que es la
España de la Modernidad, espectáculos públicos, fiestas comunitarias, desfiles
cívicos y procesiones piadosas se convierten en escenarios privilegiados bien
para demostrar piedad, prodigalidad o riqueza, bien para visualizar quién es
quién en una comunidad. Así, desde el lugar donde se veían los toros en la
plaza pública hasta el puesto que ocupaba cada cual en una procesión estaban
marcados por tu sangre y tu fama, dos de los elementos en torno al cual se
vertebraban las relaciones sociales; de tal modo que era imprescindible que
cada uno aceptase su lugar en la jerarquía de cualquier pueblo o ciudad.
Además, debemos tener en cuenta que los
eclesiásticos de cada lugar se organizaban en auténticos cabildos, que
competían con el propio ayuntamiento a la hora de presidir actos y erigirse en
líderes populares, a menudo en beneficio propio. Según el vecindario de 1591
había en la ciudad veintinueve clérigos seculares. Sin embargo, su número se
multiplicó a partir del siglo XVII, de modo que la clerecía existente en Ciudad
Real a fines el barroco constituía una legión de beneficios, paniaguados y
simples aforados sin más afán en la vida que asegurarse el sustento y ser más
que su vecino, siendo raras tan las vocaciones auténticas como las formaciones
teológicas realmente sólidas. La Iglesia de Santa María del Prado (hoy
catedral) albergaba a un cura de almas, cuatro beneficiados y veinte
capellanes, además de otros veinticuatro sacerdotes, un aforado de epístola y
tres de órdenes menores; la Parroquia de San Pedro no le iba a la zaga, con un
cura, tres beneficiados, veinte capellanes (incluidos cuatro músicos),
veintidós sacerdotes y tres clérigos de menores; en tanto que la Iglesia de
Santiago estaba asistida por un párroco, dos beneficiados, diez capellanes de
coro y otros tantos presbíteros, además de siete capellanías fundadas por un
indiano, a pesar de todo lo cual se pensaba que había “mucha falta de
confesores(1). Tantos pecadores
había en la urbe.
Procesión
de Palmas en la Santa Iglesia Prioral en 1913. Fotografía publicada en la
revista ilustrada “Vida Manchega”
A lo largo de toda modernidad las
relaciones entre clero y pueblo osciló entre el respeto y el conflicto, aunque
por regla general el ascendiente moral de frailes y sacerdotes sobre los fieles
es incontestable. Otra cosa eran los desacuerdos puntuales, sobre todo a la
hora de que los representantes del rey (es decir, los corregidores) pretendan
ocupar algún sitio preferente durante los oficios divinos o las procesiones,
abandonando el tradicional banco de autoridades para sentarse en alguna silla
cercana al altar mayor. Así, el 15 de enero de 1605, un acuerdo entre los
cabildos eclesiástico y secular de Ciudad Real preveía que el juez regio debía
sentarse junto a la grada del presbiterio, cerca del evangelio. Una costumbre
que no fue alterada hasta que el 29 de junio de 1785 el corregidor Anastasio
Francisco de Aguayo y Ordóñez planta una silla en el coro y en la procesión
general que se hace al día siguiente, dentro de la iglesia del Prado, participa
con una vela encendida en una mano y la vara de justicia en la otra, ocupando
un lugar entre el párroco y las mujeres, cerrando la comitiva escandalizando a
los clérigos presentes por dicha novedad. Dos años después, desde Madrid se
dice que el corregidor actuó correctamente, pero que debería ponerse de acuerdo
con el vicario ciudadrealeño para evitar problemas.(2)
Pero no todos los actos litúrgicos se
realizaban en iglesias o monasterios. Desde hacía siglos, las arcas municipales
sufragaban diversos votos celebraciones religiosas (San Sebastián, San José,
Domingo de Ramos, San Marcos, San Roque, San Agustín, San Miguel, Nuestra
Señora, Inmaculada y Aparición de la Virgen del Prado) (3), además de la festividad del Corpus
Christi, cuando hasta bien entrado el siglo XVIII costearon incluso las danzas
de gitanos que aderezaban la fiesta mayor de la Cristiandad. Pero es
precisamente una de estas celebraciones cívico-religiosas, la bendición de los
ramos el primer día de Semana Santa, el acontecimiento que analizaremos en esta
ocasión.
En la mayoría de las villas y ciudades
castellanas de la época, el clérigo secular de mayor rango del lugar bendecía
los ramos de palmeras u olivo que luego se entregaban a la corporación
municipal, para que participasen en la procesión que evocaba la entrada de la
sagrada familia en Belén. Se trataba de un evento en el cual autoridades y
pueblo participaban en común de un evento festivo, cohesionado los lazos
afectivos y sociales que vinculaban la suerte de la comunidad a la unión de
todos sus miembros en la devoción a Cristo.
Pues, bien, en Ciudad Real, el acto de
bendecir los ramos parece que estuvo rodeado con frecuencia de la polémica, el
conflicto y hasta la indecencia. Cuando en 1596 al cardenal-infante Alberto
convoque un nuevo sínodo, el sacerdote Alonso Muñoz, párroco de Santa María del
Prado, elevó un memorial a su arzobispo donde manifestó su preocupación por el
modo de desarrollarse este acto:
El
Ayuntamiento bajo mazas siempre asistió a los oficios de Semana Santa. En la
fotografía vemos a la corporación municipal saliendo de la Catedral, tras la
bendición de Palmas. Fotografía publicada en la revista ilustrada “Vida
Manchega” en 1913
“en
esta çiudad se a acostumbrado a azer la vendiçion de los ramos de la plaça
publica desta cibdad y el sermón en ella pareçe yndeçençcia, pidiese que de
aquí adelante no se predique ni se aga la vendicion de ramos en la dicha plaça
sino que se haga una procesio xeneral con todas las iglesias (o) lo que el
cavildo ordenare y se predique en la iglesia, lo qual se ara con mas devoçion y
deçencia”(4)
Conforme pasan los años no hacen sino
perpetuarse las conductas inapropiadas para días tan señalados, ya que con la
excusa de fines piadosos, clérigos y fieles se engolfaban en juegos, rifas,
mercadeos y otras pasiones que parecían más humanas que espirituales. Veamos
tales costumbres a través de los ojos de un misionero franciscano, de paso por
Ciudad Real en 1760, que se escandaliza ante la forma en que se vivía la
religiosidad popular:
“En
tres tiempos del año, Navidad, Carnestolendas y Pascua de Espiritu Santo cada
parroquia en su tiempo respectivo tiene soldadesca y ofrecimiento cada una su
ramo en el dia que la toca. Ofrecimiento y ramo consiste en esto: salen los
clérigos de la parroquia a quien toca la ciudad pidiendo para las Animas Benditas.
Uno da una gallina, otro un pernil, etc., siendo mucho lo que se saca de este
modo, ya que esta todo junto, lo ponen a la puerta de las iglesias como en
publica almoneda, no pasara que alguno lo compre, sino para que lo jueguen;
ponerse algunas mesas con naipes cerca, o en la lonja de la iglesia, un
sacerdote dize, esta gallina vale quatro reales, ponese a jugar entre dos, el
que la gana se la lleva, y el que la pierde da los quatro reales a los
sacerdotes, y asi de todas las demás cosas que han sacado: echo esto quatro
jaches o mozalbetes hacen de capitán, alférez, cabos y soldados, llegase el dia
del ofrecimiento y estos ofrecen los primeros; el capitán, como un doblon de a
ocho, y los subalternos con ofrecimientos respectivos, y la demás multitud que se
junta a este pernicioso abuso ofrece según su voluntad. Reciven todo este globo
los sacerdotes, cada unos de su parroquia, y juntándose la limosna con titulo
de las Animas Benditas, a lo menos seis mil reales en cada parroquia, llegando
esto por lo regular cada año a diez y ocho mil reales entre las tres
parroquias. Esta cantidad se queda precisamente entre los sacerdotes de cada
una de ellas, sin saberse si las misas correspondientes a tan crecidas limosnas
se cumplen con la equidad y justicia que pide tan reparable manera”.
Aunque desde el Concilio de Trento se
quiso separar liturgia y costumbre, comprobamos como, dos siglos después, deben
ser los ilustrados quienes atajen una serie de comportamientos aceptados por la
mayoría pero execrables para las autoridades, empeñadas en una cruzada contra
las vertientes más populistas y espontáneas del catolicismo español.
Cuando
se creó el Obispado-Priorato, la bendición de ramos desapareció de la Plaza
Mayor, pasando a la Catedral. En la fotografía publicada en la revista
ilustrada “Vida Manchega” en 1914, vemos la procesión de palmas con el
Obispo-Prior Gandásegui
Paradójicamente es precisamente gracias
el enésimo pleito emprendido por un ambicioso burgués ciudadrealeño, Agustín
Pérez de Madrid; escribano público, familiar del Santo Oficio, antiguo sastre y
próspero tendero, con comercio abierto en la plaza pública o mayor. Orgulloso
de su desahogada situación económica, aunque sus padres habían sido un
confitero y la hija de un zapatero, anteponía el “don” a su nombre a la menor
ocasión y constamos cómo se quería infiltrar en los cabildos más prestigiosos
de Ciudad Real (Santa Hermandad Vieja y el propio ayuntamiento). Corría el año
1769 cuando este eterno pleiteista se enroca en aparecer entre la elite municipal,
aunque no era más que un simple guarda de campo honorífico titular de la vara
de la Hermandad General, solo por “dar
que decir, sobresalir y escandalizar”, en opinión de muchos de sus
paisanos. Pues bien, gracias a su afán litigista y a su empeño por aparentar,
sabemos cómo se desarrollaba la bendición de ramos a estas alturas del siglo
XVIII. No sabemos si los párrocos de las tres collaciones de la ciudad se
turnaban para presidir este acto o bien se dejaba en manos del vicario de
Ciudad Real y Campo de Calatrava, delegado nada menos que por el Arzobispo
Primado de Toledo, pero lo cierto era que a esta pomposa ceremonia asistían
todas las corporaciones urbanas.
En público se bendecían los ramos que
después se habrían de repartir y luego tenía lugar un solemne sermón, que
servía de apertura de la Semana de Pasión. De este modo, en unos bancos o
estrados colocados en el soportal del consistorio se sentaban el corregidor (el
gobernador nombrado por el rey), los dos alcaldes (uno representaba a los vecinos
nobles y otro a los plebeyos), los regidores (un equivalente a los actuales
concejales, pero mucho más prestigiosos) y el procurador síndico del común (una
especie de defensor del pueblo). La comitiva principal estaba integrada por el
delegado regio y los ediles, dispuestos en orden jerárquico, comenzándose por
ellos a la hora de repartir los ramos, que besaban solemnemente conforme los
recibían “pasando desde el estrado a la
sala baja de estas casas consistoriales, donde se hallaba el cabildo eclesiástico
a la vuelta para tomar el asiento a efecto de oir el sermón”(6) . Tras asistir a los divinos oficios en
la plaza mayor, todos participaban de la procesión de los ramos, una
oportunidad privilegiada para demostrar la devoción, pero también para ver y ser
vistos, manifestando su amor a Jesucristo del mismo modo que su interés por
visualizar ante sus propios paisanos cuál era su sitio en la comunidad.
No en vano honor y fama, piedad y
privilegio eran los fundamentos de una sociedad profundamente imbuida de los
valores cristianos, orgullosa de su catolicismo y amante de una religiosidad
externa barroca, donde era tan importante la esencia como la apariencia, el
sentimiento íntimo como la opinión de los demás. Otros tiempos y otros modos de
vivir una Semana Santa que siempre ha sido sentido como momento de contrición,
pero también de alegría por la sublime entrega del Hijo por el resto de la
humanidad.
Miguel
Fernando Goméz Vozmediano. Revista “VERACRUZ” Nº 22, Puertollano.
Era
costumbre en Ciudad Real, colgar las palmas bendecidas el Domingo de Ramos en
los balcones de las viviendas, para que estas fueran protegidas del mal
(1) Archivo
Diocesano de Toledo (ADT), Visitas Pastorales, años 1666-1692, doc. 28.
(2) Archivo
Histórico Nacional, Consejos, leg. 1007, doc. 9.
(3) Lopez-Salazar
Pérez y Carretero Zamora, J.M.: “Ciudad Real en la Edad Moderna”, en Espadas
Burgos, M. (dir.): Historia de Ciudad Real. Espacio y Tiempo de un núcleo
urbano, Ciudad Real, 1993, pp. 245-246.
(4) Este cura
rigorista tampoco deja títere con cabeza cuando critica la romería a Nuestra
Señora de Alarcos en marzo, ya que los clérigos abandonaban sus tareas
pastorales y los fieles quebrantaban el ayuno propio de la Cuaresma. ADT, lib.
397, ff. 300r-301v.
(5) ADT. Sala II,
Misiones Populares, s. XVIII, sf.
(6) Archivo Real
Chancillería de Granada, Audiencia y Chancillería, caja 1121, pieza 1, sf.
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