Vieja
fragua de Ciudad Real, fotografía de Julián Alonso
En enero de 1893 el ingeniero de caminos
don Juan Miró Moltó fue trasladado de la Jefatura de Obras Públicas de Lugo a
la de Ciudad Real y por este motivo, el que habría de ser famoso escritor, su
hijo Gabriel, pasó unos meses en nuestra ciudad cuando tenía catorce años. Sin
embargo, ya antes había tenido referencias de La Mancha, o al menos le sonaría
este nombre, pues de niño cuando en Alicante iba de paseo con <<Nuño el
viejo>>, un viejo criado de su casa, solía éste entablar conversación con
un no menos viejo marino, que presumiendo de conocer tierras lejanas repetía
con frecuencia <<allá en las Carolinas>>; pero el bueno de Nuño,
para no ser menos, buscaba pretextos para poder decir, <<pues yo en La
Mancha>>, y al niño le parecían ambos sitios igualmente remotos.
Don Juan Miró no había querido trasladar
su familia desde Alicante a Lugo, pero como Ciudad Real estaba mucho más cerca
se vino con los suyos a esta ciudad, a la <<vieja ciudad>> como la
llamaría su hijo, si bien no habrían de estar mucho tiempo en ella. En la
memoria del curso 1893-94 de nuestro Instituto, figura ya el traslado al de
Alicante, de las matrículas del alumno Gabriel Miró Ferrer en las asignaturas
Geometría y Trigonometría y Psicología.
La estancia en Ciudad Real fue grata
todos según afirma don José Guardiola en su <<Biografía íntima de Gabriel Miró>> y agrega <<fue un
verano delicioso y fueron agasajadísimos>>. Sin embargo, don Vicente
Ramos cree que debió ser triste, y que además, le produjo un amargo sentimiento
de entronque humano social. Ambas opiniones, no obstante, pueden ser
compatibles, sin duda, todos se esforzaron para que, lo pasara bien en Ciudad
Real, pero lo más probable es que dado su carácter no lo consiguieran y el
cambio de ambiente le produjera una sensación de soledad y tristeza. Además, en
Ciudad Real, con más libertad, y ya a los catorce años, podría observar algunos
aspectos de la vida que hasta entonces habían pasado desapercibidos, y el
influjo de estas amargas observaciones se refleja en sus primeros escritos. Así
en 1901 en <<Paisajes tristes>> describe la desolación de los
campos manchegos y la injusticia social que ahogaba el vivir de los que
trabajaban en ellos, afirmando que el labriego manchego, <<es el más digno de admiración y
cariño>>. Sinceramente cristiano cree que las injusticias sociales han de
resolverse más al dictado del corazón que al de cerebro y en dichos
<<Paisajes tristes>> hay un párrafo verdaderamente hermoso que recuerda
los Evangelios que él conocía tan bien: <<Y si llega un día en que el
señor o patrono al llamar al criado le dice: esto te doy, esto más concedo, si tú pedírmelo, movido por el amor que me
inspiras, veréis entonces iluminarse con destellos de alegría los cansados ojos
de esos infortunados…>>
El
escritor Gabriel Miró
Por otra parte, en Ciudad Real recibió
una de sus primeras emociones estéticas. Veamos cómo él lo refiere:
<<Mirábamos la calle ruda, toda de sol, empedrada, con guijas de río, con
tapias de cal, como un camino entre heredades>>, <<la calle semejó
latir como si fuera un sembrado que pronto lo penetra un aire de buena lluvia.
Era un cántico de niñas encerradas>>. Un amigo le dijo que había allí
cerca un convento de Carmelitas y ensayaban unos gozos las chicas pobre de la
Parroquia. ¿De qué calle se trataba?, por su actual aspecto me parece que más
que a la del <<Carmen>> debería referirse a la de <<Pedrera
Baja>> o al Callejón de las Monjas>>.
Dicha descripción de una calle de Ciudad
Real que aparece en <<El humo dormido>> es muy semejante a la que
en <<Niño y grande>> hace de las de un pueblo de La Mancha:
<<largas empedradas duramente, tenían soledad y aire de campo, las
formaban dos o cuatro casas viejas encaladas, siempre alguna con escudo de
piedra verdosa en el dintel; y luego todo eran tapias de corrales>>. En
la misma novela describe un patio manchego <<enorme rudo, orillado de
dondiegos>>. Creo que no hay que buscar mucho para encontrar patios
semejantes, incluso con esas mismas plantas que abren sus flores al anochecer.
Ya antes de venir a Ciudad Real había
percibido otras <<tristezas estéticas>> al contemplar desde la
enfermería del colegio de Orihuela: <<los valles apagados y las cumbres
de la sierra encendidas de sol>>. Por otra parte desde el mismo colegio
oía el martilleo de una fragua y los cánticos del herrero que en ella
trabajaba, cuya vida se figuraba <<ancha y libre>>, en contraste
con la suya sometida al rigorismo de la disciplina del colegio; pero esto nos
lleva de nuevo a Ciudad Real.
<<Mauro>> fue una de las personas
que quedaría entre los recuerdos para luego verla salir entre el <<humo
dormido>>, <<ese humo azul que se para y se duerme sugiendo de los
bancales segados, de las tierras maduras…>>
Después de los paseos por las
inmediaciones de la ciudad rodeando las <<murallas rotas>>, Gabriel
Miró y sus amigos iban a parar a la <<Herrería de la Cuesta>>
situada en una calle que terminaba en una puerta de la muralla, de la que sólo
quedaba la bóveda, y por la que entraban
y salían; los ganados, las diligencias, las yuntas, las reatas, etc. No cabe
duda que se se trataba de la calle de Infantes y de la puerta de Santa María.
La herrería allí continúa aunque en la fragua se martillea poco, pues se ha
convertido más bien en un taller de reparación de aparatos domésticos.
Vista
de la calle Camarín desde la torre de la Catedral, calle donde vivió Gabriel
Miró
Su actual dueño <<Mauro>> no
se llama así, como tampoco se llamaba su padre al que conoció Miró, pues dicho
nombre es un apodo familiar que va pasando de generación en generación. En los
relatos <<Mauro y nosotros>> y <<La hermana de Mauro y nosotros>>,
hay algo de la vida de <<Mauro>> como he podido deducir hablando
con su hijo; aunque la verdad es que éste recuerda poco de la vida de su padre,
pues murió cuando él tenía sólo diez años. La historia que refiere Miró es la
de un chico al que no le agradaban los estudios y al cual le llevan a una
fragua, como castigo, para que aprenda el oficio. Ante eso, como es
natural, reacciona volviendo a los
libros dispuesto a <<engullirse>> cuanto dicen, pero sin gusto, sin
poder verdaderamente digerirlo, tal vez por lo desagradable de aquel
<<fárrago>> de mal llamadas humanidades que le hacían
aprender. Tampoco es difícil comprender,
que al fin acabara por abandonar los libros y que, ya no en plan de castigo,
aprendiera el oficio y comprando al maestro la fragua, se convirtiera en un
hábil artesano. De todos modos Mauro adquiere cierta cultura y admira a sus
amigos averiguando la <<progenie geológica>> de las piedras y la
<<estirpe vegetal>> de las hierbas. Salir con Mauro, decía Miró,
era como llevar un libro curioso al lado. Su hijo se acuerda algo del saber de
su padre y del interés que tenía en llevarle todos los días a la escuela, y la
verdad es que hablando con él se nota la influencia de todo esto, si bien su
carácter es más abierto que el de aquel joven callado de que habla Miró.
Una tarde que Gabriel Miró iba con sus
amigos por las calles de Ciudad Real, fueron sorprendidos por un hombre de
siniestra catadura que les asusta hasta el punto de hacerles correr. Al llegar
a su casa acusó un fuerte trastorno cardíaco que debió ser consecuencia de
alguna lesión antigua. No hay que olvidar que en el internado de un colegio de
Orihuela padeció un ataque de reúma, y fue aquella una temporada verdaderamente
desagradable, que le dejó en el alma la huella de una tristeza <<seca y
amarga, helada, sin ese perfume de la lejanía>>.
Tal vez aquel hombre de aspecto
siniestro le inspirase la narración <<D. Jesús y el judío errante>>,
que comienza: <<Pasó un extranjero entre los porches de la plaza. Era tan
seco y alto que se le veía más solo y semejaba asomarse sobre toda la ciudad, como
una cigüeña entre vallados>>.
En fin, para terminar, diré que entre el
humo dormido de los recuerdos veo la calle de Caballeros una mañana de junio
<<toda de sol empedrada con guijas de río…>>, cuando por primera
vez la vi yendo de la Jefatura de Obras Públicas al Instituto.
Carlos
López Bustos. “Un madrileño recuerda a la Mancha.
Vista
de la calle Azucena desde la torre de la Catedral
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