Para este callejero, husmeador de
hombres botánicos, interesan dos calles de las seis que afluyen o salen, de la
remansada plazuela de las Carmelitas descalzas, cuyo convento mandaron hacer D.
Antonio Galiana y doña Isabel Treviño para la Orden de Montesa que lo rechazó
por lo cual, en el 1596, pasó al Carmelo siendo su primera priora M. María de
Jesús. Su templo se construyó con los bienes de don Juan Bustamante, en el
reinado de Carlos II.
Las dos vías parten casi juntas y
rematan, divergentes, en la de Morería, uniendo el barrio moro con el cristiano
de Santa María de nuestra ciudad. Son las calles de la Azucena y de la Zarza,
separadas, al iniciarse, sólo por la fachada frontal, de muy castiza traza, de
una casa de acomodados manchegos de tiempos pasados, que, ahora, sin respeto al
buen gusto local, ha sido reforzada con modernidad deplorable. Es lamentable la
inhibición municipal en esta anarquía desbordada, que, como contraste, en
Toledo mantienen a límite con rígida meticulosidad.
Otro día recorreremos la calle de la
Zarza. Hoy pasearemos por la calle de la Azucena.
Azucena. Planta con bulbo escamoso de
cuya yema apical surge el tallo aéreo, indiviso, con profusas hojas, sentadas,
en toda su longitud.
En junio, se termina con un racimo de
grandes y blanquísimas flores de olor embriagador y polen amarillo abundante.
Por la Inmaculada blancura de sus
flores, la azucena es tomada como símbolo de pureza. Es la flore de las
primeras comuniones, de los santos virginales, del altar de la Concepción, de
los sagrarios, de la custodia del día del Señor…
Con los bulbos y pétalos de esta planta
se hacen cataplasmas para las quemaduras y crisipela.
La calle de la Azucena es larga, de
anchura creciente desde el principio a su mitad y vuelve a estrecharse hacia su
final, soleada, salpicada de rancias casonas, aunque modernizadas casi todas –la
casa de Vidal aún conserva un arco mudéjar en su interior-. Empieza en la
citada plazuela del Carmen, precisamente donde termina la señorial calle de
Caballeros; da arranque a la de Infantes; cierra la del Prado; se deja cruzar
por la de los Reyes, y desemboca, casi frente a la del Olivo, en la Morería.
En su mitad estuvo el cementerio que
rodeaba la parroquia de Santa María del Prado, hoy Catedral del Obispado
Priorato de las cuatro Órdenes Militares; se abre “la puerta de la umbría” de este
templo, y se eleva la tetragonal hechura de la torre levantada, en 1825, como
sustituta de la que, siendo en realidad dos torres –una externa ciñendo a otra
interior- amenazaba ruina, en el mil setecientos ochenta, y demolieron tirando
las piedras, brutalmente, desde lo alto, con el consiguiente peligro para las
casas vecinas.
Uno de los edificios con fachada a la
calle de la Azucena es el famoso palacio cuya interesante portada,
perfectamente conservada, da al paseo del Prado. Era, en el siglo XVII, “la
casa de los Martibáñez” y es, hoy, de los herederos del marqués de Huétor de
Santillán. El catedrático don José Balcázar Sabariegos aseguraba y se perpetúa
en una lapida, naciera ahí, en 1451, Hernán Pérez del Pulgar, llamado “el de
las hazañas”, por aquella del Ave María realizada en Granada cuando los Reyes
Católicos pusieron cerco al postrer baluarte de la morisma en España. La lápida
fue colocada durante las fiestas de agosto de 193, año en que se cumplía el IV
centenario de la muerte, en 1531, de Hernán Pérez, según reza la inscripción
que en ella mandó emplomar Balcázar, autor del discurso inaugural, que no leyó
personalmente, aunque asistió al acto.
Cosa curiosa en anotar que, al
establecerse el Coto Redondo de las cuatro Órdenes Militares, en 1851, prometió
el Estado, entre otras cosas, dar decente palacio al Prelado, pero no era
propicia la economía nacional y el primer Obispo Prior hubo de instalarse en el
entonces viejo caserón de la Vicaría, en la calle de Toledo hoy bellísimo palacio
de la Diputación Provincial –mientras se reparaba y adecentaba la casa número
13 de la calle Azucena, que todavía conserva trazas de su pasado y temporal
destino eclesiático. En él se celebró el
Concurso general a Curatos- nos dice Hervás- y continuó siendo la mansión de los
obispos hasta que, en 1881, fijaron su residencia en la casa número 4 de la
calle de Caballeros –en la actualidad imprenta y litografía de Pérez- para, en
1887, trasladarse, definitivamente, al actual suntuoso palacio episcopal
construido de nueva planta, según planos del arquitecto diocesano don Vicente
Hernández Zanón, en el número 5 de la mentada calle de Caballeros, donde estuvo
la “casa de las oficinas”, procedente de una memoria pía del camarín de la
Virgen incluida en los bienes desamortizados y abandonada por estar ruinosa.
La calle de la Azucena se ha rotulado en
nuestros días, con el nombre de don Ángel Andrade, catedrático del Instituto,
paisano nuestro, insigne y laureado paisajista, que nació en ella, en el número
12, el 15 de mayo de 1867, como atestigua la lápida colocada en la fachada de
la casa natalicia y falleció, hace 25 años, en el edificio de la plazuela de la
Merced que forma esquina con callejón viejo del Instituto, actualmente flamante
pasaje de la Merced.
D. Ángel Andrade, por la honra que nos dio,
merece el homenaje agradecido de sus paisanos, y que sus tablas, lienzos,
dibujos…, diseminados por las dependencias de la Excma. Diputación, que los
adquirió a la muerte del artista – a cuyo pincel se debe la decoración del
techo de la escalera- tengan, reunidos, sobresaliente y justo acomodo para, con
santa vanidad y biennacido cariño, poder mostrar a la admiración del visitante
y al estudio del entendido, la obra, casi integra, de tan ilustre manchego. Y,
al organizar esa pinacoteca, bueno sería alhajarla con los tapices que Andrade
pintó para los balcones principales de los edificios de la Diputación y del
Ayuntamiento –muy maltratado el de este ultimo y, por fin, guardado cuidadosamente
por las corporaciones municipales actuales- y con el estandarte de la Hermandad
de la Piedad en donde plasmó, con gran realismo, la efigie de ¡aquel hermosísimo
Cristo de la Piedad de la catedral, del siglo XVII, destruido, de suma belleza
humana y emocional y de valor artístico insuperable.
La ciudad, cuando en la puerta de Santa
María existía la ermita de San Sebastián, celebraba solemnemente su festividad.
“La víspera del santo, a las dos de la tarde, salía la procesión de Santa María
del Prado, que, por la calle de la Azucena y cantando el himno del Santo, se
dirigía a la de Infantes para llegar a la ermita que estaba en las eras, en
donde luego estuvo “el pozo de nieve”. En el desfile figuraban “el Cabildo, las
tres cruces parroquiales, capellanes y demás individuos y la Corporación de la
ciudad”. “Celebraban vísperas en la ermita, que tenía dos puertas, y, al
siguiente día, decían misa, con sermón, y, por la tarde, salía por las eras la
procesión del Santo Mártir”. “Acudía un inmenso gentío y después, todos a porfía,
llenos de fe, bebían agua del pozo que, junto a la ermita, estaba en las eras
de San Sebastián” y que en la actualidad se conserva, seco, delante de la
caseta oficina y almacén de materiales de las obras del nuevo Seminario. “Bebían
para curar las fiebres malignas del alma y después del cuerpo”. “Concluida la
procesión del Santo, Abogado de la peste, los dos cabildos, en la misma forma
que llegaron y cantando el himno, se retiraban hasta Santa María del Prado.
Julián
Alonso Rodríguez. Diario Lanza, miércoles 1 de octubre de 1958, página 5.
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