Fachada
del desaparecido Convento de los Carmelitas descalzos
La calle de Caballeros, de Ciudad Real,
comenzaba frente al Alcaná y terminaba en la plazuela del antiguo hospitalillo
de San Andrés, sustituido ya por el monjil Monasterio de descalzas de San
Antonio Abad. Desde su esquinazo, en línea recta, salía la calle de San Andrés,
y en extramuros, finaba atravesando la muralla, a las puertas del Convento del
Carmen. Muy al término de la prócer calle de Caballeros, hacia la derecha mano,
tenían su morada los Castros, hidalgos frecuentadores del Convento de frailes
del Carmelo, fundado años atrás. En su huerta jugaba, y se instruía en las
verdades de nuestra santa religión bajo la dirección del R. P. Prior, la
infantil piedad de don Manuel Castro de Antolínez. Como en años, saber y salud
crecía la mocedad del hijo de los Castros, allá cuando mediaba la XVII centuria
hubo de tomar partido por las armas o por las letras.
Partióse de su tierra, y si triunfó o no
en las armas que eligiera, no lo apuntó la Historia, pero sí que, joven,
gallardo, alegre, rico, poderoso e hidalgo, gozó, como varón, y se encenagó,
como hombre, en garitos y mancebías.
Varonil, valiente, apuesto, pendenciero,
hidalgo... y soez, volvióse, un día, al abrigo paterno y de su ciudad, donde
pronto se hicieron famosos sus escándalos y liviandades.
Conoció, en las callejas escondidas del
barrio de Santiago, y en las revueltas calles de Barrionuevo, a las mujeres
fáciles vendedoras de amor. Frecuentaba tugurios. Manejaba los naipes con
ventaja. Tuvo cuchilladas, por no se sabe qué dama de la calle Dorada, ante las
puertas de la capilla del Cristo del Muro de la Puerta de Granada. Por su causa
hubo alarma, una noche, en las cercas del Convento de Nuestra Señora de Alta Gracia. Más de una vez, el P.
Guardián de San Francisco, santamente, y la diablesa de Peralvillo,
intervinieron en los lances pecaminosos de don Manuel Castro de Antolínez.
Acaso, junto a la ermita de San Miguel, alguien, al morir, llamó a la Virgen de
la Soterraña o de Valvanera y maldijo a don Manuel que, varonil, gallardo,
pendenciero, a nadie, ni a nada, temió.
Desde su retorno a la ciudad, ni una
sola vez volvió a la huerta jugosa y pacífica de los frailes, ni tuvo
penitencias en las solitarias capillas de la Iglesia del Carmen. La enlodada
calle de San Andrés, que tanto recorriera años ha, finaba para él, ahora, allí
donde arrancaba la del Ciprés, brindadora de placeres.
…Y el Prior severo, y la madre santa, y
el noble varón vencido, rezaban y lloraba por don Manuel Castro de Antolínez,
que seguía su vida torpe, licenciosa y carcomida.
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Vista
de la calle Caballeros en los años cincuenta del pasado siglo XX, lugar donde
tenía su vivienda don Manuel Castro de Antolínez
La media noche era pasada, pues ya los
gallos madrugadores clavaban en las estrellas el clarín de su canto, cuando don
Manuel Castro de Antolínez dejó la calle de la Paloma, cruzó la Salinería,
llegó a las casas de los Velardes –que al comienzo de la calle de Caballeros
creo las tenían- y percibió a lo lejos un grande y extraño resplandor. Siguió
su camino y distinguió como el grande resplandor era de las luces de infinitos
cirios que gente desconocida, con uniformidad de procesión silenciosa, sacaba
de su casa. Empavorecióse un tanto, repúsose al punto, y, colérico y decidido,
avanzó más… y las luces y los enmascarados, en procesión inacabable, seguían
saliendo del espacioso portal, poniendo espanto y pavor al ánimo más esforzado.
El de don Manuel Castro de Antolínez,
brioso, acerado y violento, soberbio, a su voz airada, demandó así:
-¡Gente endiablada, decid quiénes sois y
qué queréis que de este modo turbáis la paz de mi casa a tales horas!
Imperiosa, tétrica y solemne, contestó
una voz:
-Callad, hermano, y rezad por el alma de
don Manuel Castro de Antolínez, cuyo malvado cuerpo muerto llevamos a enterrar.
Alborotóse el hidalgo. A sus gritos,
alborotóse el barrio. Ladraron los perros. Una vieja asomó el candil por el
alto ventanillo frontero y a su mortecina luz, en la negrura de la noche, vio
abrirse las puertas de la sosegada casa, y trémulo y enloquecido, traspasarlas
el de Castro y la gente que al ruido de sus voces acudiera.
Ni dentro, ni fuera, vio nadie lo que él
vio. Sus padres reposaban tranquilos. Los criados hallaron las puertas cual las
habían atrancado.
Visión infernal, sin duda, fue la suya,
y es lo cierto que, tan singular suceso, súpolo, después, la ciudad entera.
Solo y alterado fuese a su aposento. Al
amanecer, vertiginosamente, en su febril cabeza aun rodaban, y se enganchaban,
recuerdos aterrados y confusos; cuerpos yertos entre humos espesos de cera
amarilla; enmascarados penitentes con capirotes forrados de naipes y de ojos
negros de mujeres lascivas; calientes rosas de sangre con lazos de cintas y
broches brillantes; contorsiones lúbricas de bailes carnales; tufos asfixiantes
de vino y tahúr; dados y monedas; lágrimas; blasfemias; cirios macilentos y
sombras siniestras; soberbia y desgarros; maldiciones; carcajadas; besos
ásperos… y, en la pared, con la belleza de su talla, recia, agonizante, sombrío
y ensangrentado, dulce, abandonando, clavado, el Cristo que un día regaló el
severo Prior al gentil y piadoso mozo que, lleno de piedad creciente, jugaba, a
diario, en la jugosa huerta de los frailes del Carmen, más allá de las murallas…
al final de la calle enlodada de San Andrés…
Mirólo el Cristo. Lloró él. Sosegóse,
luego, poco a poco. Durmióse y soñó… y, al despertar, ¡siguió soñando!...
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Vista
de la calle Caballeros desde la Plaza del Carmen en los años cincuenta del
pasado siglo
Las campanas del Convento del Carmen
mandan a la ciudad, desde el otro lado de las murallas, su alegría chillona,
loca, impertinente. Hay salmodias en la Iglesia, y, entre las albas capas de
los frailes, un hombre joven, arrogante, pero vencido y envejecido se postra
ante el Altar.
Un nuevo religioso había entrado en el
Carmelo y pronto saldría de la ciudad.
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Pasaron los años. Vino el olvido… A la
puerta de doña Juana Velarde llegó, cierto día, desde Pastrana, una pobre
peregrina. Diéronle limosna y la señora, compadecida, sumóla a su servicio.
Por la pordiosera se supo cómo
santamente muriera, en el Convento del Carmen de aquel lugar, el muy humilde
siervo de Dios P. Manuel del Santísimo Cristo, su confesor. Era un santo y
anciano fraile profeso cuya vida fue tan elevada, en perfección y <<Los altos
juicios de Dios son incomprensibles.>>
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La mujer peregrina quedóse en Ciudad
Real. <<Fue de vida
justificada.>>
<<Confesaba
con don Pedro Ignacio Vallejo, cura de San Pedro, y murió al servicio de doña
Juana. Sus restos descansas en la Parroquia de los Apóstoles San Pedro y San
Pablo, bajo el arco de la capilla vieja de San José, que estaba en el
Presbiterio, al lado de la Epístola.>>
(De esta manera, al solecico, entre
cigarro y cigarro de tabaco duro, de cajetilla de a real, sentados en las
gradas de la –el año 1937, y por acuerdo tomado varios antes- derruída Iglesia
del Carmen – de castiza arquitectura carmelitana- me lo contó el tío Tomás,
viejo ochentón con agudo perfil quijotesco, que, punto por punto, de este modo,
oyólo relatar a su abuelo, y éste, asimismo, al suyo, y…)
Julián Alonso Rodríguez. Revista “Albores de
Espiritu”. Año IV, Núm. 30, Tomelloso, abril de 1949
Parroquia
de los Apóstoles San Pedro y San Pablo
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