Vista
de la calle de la Zarza en los años setenta del pasado siglo
CALLE
DE LA ZARZA
Zarza: Planta con tallos hasta de tres o
cuatro metros de longitud, erguidos al principio, colgantes en los extremos y,
cuando jóvenes, prismáticos en su terminación. Posee hojas compuestas de tres a
cinco foholos, de borde aserrado. Lleva aguijones en los tallos, en los
peciclos de las hojas e, incluso, en los nervios de los foliolos. Estos
aguijones permiten a los tallos agarrarse y trepar por las bardas de
corralizas, por las rocas peladas y verticales, por los troncos y ramas de
otros vegetales más leñosos y constantes y buscan, así, encaramándose, un mayor
soleamiento. La maraña de sus tallos hace impenetrables los lugares donde se
extiende el zarzal y protege con sus pinchos, la vegetación herbácea que nace y
prospera entre él.
Las flores tienen cinco pétalos, blancos
o rosados, y estambres muy numerosos. Los frutos, las zarzamoras, maduran en
julio y agosto, son carnosas, comestibles, negras y se presentan reunidas en
grupos racemiformas.
La calle de la Zarza, con igual comienzo
con el mismo remate y con semejantes características de su hermana gemela, la
de la Azucena, sigue dirección casi paralela a ella y, como ella, cruza la de
los Infantes y la de los Reyes.
Es larga, recta, menos ancha que su
hermana y soleada. Tan somera está la roca caliza base de su suelo, que, por
algunos sitios, aflora al exterior y cuenta la gente con aires de leyenda, se
la ve crecer, de tiempo en tiempo, entre los cantos rodados cuarcitosos de su
áspero empedrado.
Una
antigua portada desaparecida de la calle de la Zarza
En las viejas casonas que, aquí y allá,
a lo largo de la calle reconstruyen, a lo pobre, o permanecen desvencijados,
ríen las fachadas con risa de flores cautivas en macetas en los balconcillos
con torneados barrotes de madera.
Pero el principal atractivo de la calle
de la Zarza se guarda en los patios, grandes y floridos, de sus casas que
desbordan a la calle, por lo alto de los tapiales, el verdor macizo y jugoso de
las enredaderas. Y también encantan los corralones, abandonados fósiles, con
sus añoranzas de yuntas, arados, galeras y gañanías que dejaron la ciudad para
guarecerse en los lejanos “quintos”.
CALLE
CIPRÉS
Ciprés: Árbol que puede alcanzar hasta
los treinta metros de altura, con ramas erguidas y aproximadas al tronco, por
lo cual toma macizo parte fusiforme, característico. Las hojas son
persistentes, menudas, escamosas y empizarradas.
Es planta originaria de Grecia y Persia,
y su longevidad es tal que llega a cifrarse en los dos mil años. En los
Cartujos de Roma, aun vive el ciprés que plantará Miguel Ángel; en el convento
de Carmelitas Descalzos de Segovia, próximo a la “peña grajera” del santuario
de la Patrona la Virgen de la Fuencisla, hasta hace pocos años se conservaba,
en lo alto, el que llamaban de San Juan de la Cruz y que quizá el santo
plantara; majestuoso es el camino de gigantescos cipreses entre los palacios
sarraceños del Generalife granadino.
Por el color verde oscuro, su espeso
aspecto decorativo y lo picudo y alargado es elemento integrante de la flora de
los jardines monacales, donde, cual singular dedo valiente, imperativo y
ascético, parece marcar el camino del cielo; es voluptuoso y adormecedor entre
las acequias, claras, y los jazmines, en flor, de los moriscos; soñador en los
románticos, y en camposantos y calvarios aquieta el alma y la ayuda a subir,
silenciosa, recta, y en las ermitas de Córdoba uno sombrea la calavera que
recibe al visitante advirtiéndole: lo que eres fui, lo que soy serás.
Hacia la mitad de la calle del Carmen y
en su acera izquierda, nacen, juntas, la calle Real y la del Ciprés. Divergen,
allí mismo, y, mientras la primera se aleja y pierde en la morería la del
Ciprés, corta, termina en la puerta de Santa María, formando plazuela con la de
los Infantes que llega perpendicular, entre las casas antiguas y descuidadas y
otras de nuevas construcción, modestas, que componen la calle, no le han podido
quitar su sabor arrabalero. Blanco, tranquilo y bueno hoy.
En muy remotos siglos, la puerta de la
ciudad que cae hacia poniente y mira hacia el sitio donde está Santa María del
Guadiana –de lo cual la puerta tomó nombre- era la única salida que, desde la
puerta de Toledo a la de Alarcos, tenía, por este lado, el recinto amurallado,
pues el arco de ladrillo, llamado del Carmen –porque “era el racional paso para
el convento de frailes del Carmen” enclavado en extramuros- se abrió mucho más
recientemente, donde finaba, en las murallas, la que era calle de San Andrés y,
desde entonces, llamáronla del Carmen.
Las calles de los Infantes y la del
Ciprés canalizaban y volcaban al exterior de la ciudad, por la Puerta de Santa
María, el tránsito campesino y trajinero de este dilatado espacio. Por ello es
fácil darse cuenta de la importancia urbana de esta arteria, y cuentan, y está
muy puesto en razón, dada, además, la situación cercana a la principal calle
Real y sus continuos tratos con pobres y plebeyos y nobles, con mendigos
maleantes, y con arrieros, con gente, en una palabra, dura y bulla, lo propicia
que fuera esta calle, por aquellos entonces, para picaros y bellacos lances,
sombríos de espadas y navajas, de naipes y doblones y de adobos de celestinas
que en tabernas y tugurios tenían cumplido acomodo.
Antigua
puerta y patio de la calle de los Infantes
Un viejo, ochentón, el tío Tomás,
sentado en las gradas de la cercana y hace veintiún años desaparecida iglesia –edificada
en mil seiscientos diecinueve- del convento de los citados frailes
carmelitanos, me refería una sugestiva y bella leyenda, que se repite en muchos
climas españoles, y que relaté en la revista “Albores”, y está muy relacionada
con la picaresca calle del Ciprés: Fue aquí, cuando mediaba la XVII centuria,
donde, en el rufián ambiente de garitos y mancebías, podridas quedaron la
inocencia y la piedad que, en su infancia, los frailes inculcaron en el joven
hidalgo don Manuel Castro de Antolinez. Joven, apuesto, rico y gallardo pero,
canallesco, soez, blasfemo y pendenciero, vivió, desde entonces, sin a nada, ni
a nadie, temer.
Una noche iba más de mediada cuando, el
hidalgo, dejando la calle de la Paloma, cruzó la Salinería y, al entrar en la
calle de Caballeros, vio salir de su casa –que en esta calle y muy cerca de la
plazuela del Carmen estaba- larga y miedosa procesión de negros encapuchados,
cual almas en penas, que, entre livideces de luces de cirios, caminaban y
rezaban. Soberbio, valiente y airado, preguntóles, el de Antolinez, quienes
eran y como osaban perturbar el recato y silencio de su morada.
Humilde, pausado y tétrico contestóle un
alumbrante:
-¡Callad, hermano, y rezad por el alma
de don Manuel Castro de Antolinez, cuyo malvado cuerpo, muerto, llevamos a
enterrar.
Alocado, paso a su casa y ni dentro, ni
fuera de ella, vio nadie lo que él viera, y por visión infernal hubo de tomar
su entierro. En su aposento, el Santo Cristo, que el Prior del convento del
Carmen le regaló cuando niño, miró y confortó al liviano y escandaloso galán,
cuando, febril y aterrado, se retiro a él.
Antigua
reja del Ciudad Real desaparecido
A poco, una mañana, los vientos trajeron
a la ciudad las alegrías de las campanas del convento volando a rebato. Era
porque el joven arrogante y gallardo, pero vencido y envejecido, y arrepentido,
postrado ante el altar, entraba y profesaba, en la santa regla del Carmelo.
Pasaron muchos años. Una peregrina vino
a Ciudad Real –donde vivió luego y murió y enterrada está en la parroquia de
San Pedro- y trajo la nueva de que el anciano siervo de Dios, P. Manuel del
Santísimo Cristo, fraile profeso, que edificados tuvo a sus hermanos con su
vida elevada en perfección y sacrificio,
había muerto santamente en el convento del Carmen de Pastrana.
“Los altos juicios de Dios son
incomprendidos”. –Así remató el tío Tomás su relato, sentencioso, entre chupada
y chupada de cigarro de “cajetilla de real”, sentado en las gradas de la
iglesia, de muy castiza arquitectura carmelitana –como la de Campo de Criptana;
como la del Santo Ángel, de Sevilla; como la de la Santa, de Ávila- derruida en mil novecientos treinta
y siete, según desdichado acuerdo tomado varios años antes, y que se elevaba,
fuera de murallas, sobre lo que, en la actualidad, son jardines y caminos de
ingreso al moderno pabellón central del Hospital Provincial llamado de Ntra. Sra.
del Carmen en recuerdo del convento de frailes descalzos de esa Orden y del
cual es heredero, desde el año mil ochocientos cincuenta y siete, como
consecuencia de leyes desamortizadoras. Durante algún tiempo, antes de la última
fecha consignada, sólo tuvo categoría de hospital municipal.
Julián
Alonso Rodríguez. Diario “Lanza”, viernes 2 de enero de 1959.
Vista
de la Puerta Santa María, y las calles Infantes, Zarza y Real en 1928
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