Cuando fue invitado a colaborar en el número extraordinario del “Boletín Municipal” de una ciudad tan querida para mí como lo es Ciudad Real, no dudé un momento en hacerlo, a pesar de que entonces nada tenía pensado, o, mejor dicho, si algo tenía, no resultaba adecuado; puesto que, dado el carácter de la publicación era preciso que se refiriera, no ya a la Mancha sino al propio Ciudad Real.
Esto me dio bastante que pensar pues ya en varias ocasiones había escrito sobre Ciudad Real. Primero en un artículo en el que traté de narrar mis primeras impresiones, cuando ya me parecían envueltos en las nieblas despasado los recuerdos de aquellos días en que fui como descubriendo la ciudad en que comenzaba una nueva vida, recuerdos que por lo lejano destilan ya melancolía. Más tarde, tuve ocasión de hablar de los viejos barrios de la Morería y de la Judería, del embrujo de sus calles en el silencio y la oscuridad de la noche, y del encanto apacible del Compás de Santo Domingo. También han salido a relucir los árboles de las plazas ciudarrealeñas, haciendo una especial mención a los “frutalitos” de hojas cárdenas de la Plaza del Pilar, que todos los años, hacia los primeros días de marzo, nos regalan con la belleza de sus precoces florecillas sonrosadas.
Aparentemente nada quedaba, pero ahora
vuelvo a insistir en casi todos estos temas, con el ánimo de hacer ver algo que
por lo inmaterial resulta difícil de describir. No sé si en las anteriores
publicaciones lo logré, y ahora con nuevos bríos voy a intentarlo otra vez.
Hace muchos años se publicaba en Madrid
una simpática revista cuyos redactores tenían la habilidad de lograr un máximo
interés a veces con las cosas más intrascendentes e ingenuas. Tales eran
encuestas sobre determinados asuntos, hechas por medio de preguntas a personas
que entonces figuraban en el primer plano de la actualidad. Siento no recordar
exactamente quien fue y a qué lugar se refirió, pero dijo, respondiendo a la
pregunta. ¿Qué lugar de Madrid le gusta más?; que había un rincón, creo que, en
la calle del Ave María, que él quisiera poder estrechar contra su corazón. Ya
sé que no se estila hablar de esta manera y hasta parecerá ridículo a algunos,
peor para ellos, pero a veces para podernos entender es preciso recurrir a
tales metáforas. Así es, hay rincones, no me refiero a grandes plaza o
avenidas, que son los que precisamente dan el alma, la vida, a las poblaciones,
y con ellos debería tenerse una máxima consideración, al efectuarlas necesarias
reformas urbanas.
Refiriéndome a Ciudad Real, la población entera me parece un rincón amable, pues como decía Unamuno de todas las poblaciones pequeñas, es un hogar para el alma. Es un rincón perdido en una región de España que tal vez sea la menos conocida. Suele decirse que se encuentra en la Mancha, pero más bien creo que lo está en el Campo de Calatrava o en el límite de ambos, pero es igual. Tierras son, cuya belleza escriba precisamente en su sencillez; no hay paisajes deslumbrantes, pero tampoco desolación y creo que esto es bastante, pues de los alrededores de muchas de las ciudades, clasificadas oficialmente como las bellas de España, no puede decirse lo mismo. Una vez oí, tantas cosas hay que oír, que Ciudad Real, que por no tener, no tenía ni campo. Pues bien, nada más falso, es una de las pocas poblaciones que está rodeada de auténticos campos, de campos tal como nos los podemos imaginar, como los que aparecen en los cuadros de López Torres y de Iniesta Saliendo por las carreteras de Puertollano o de Piedrabuena nadie será capaz de pensar que se encuentra en las arideces del Centro de España, pero aparte de estas huertas de la Poblachuela, otras muchas salpican la llanura con el verdor de los árboles que crecen junto a sus pozos y albercas. Olivares y viñedos, tierras rojizas de las siembras bajo un cielo intensamente luminoso, y entre sus ondulaciones reposa la ciudad. En su silueta, torres silenciosas nos hablan, sin embargo, de los tiempos que pasaron; mientras que los nuevos rascacielos parecen hacerlo de los venideros. En la noche, el reloj del Ayuntamiento, con sus cuatro esferas luminosas, vigila el sueño de la ciudad.
Dentro del recinto que en tiempos
encerraron recias murallas, de las que por desgracia solo quedan reliquias,
otros rincones; algunos me dirán que son vulgares, puede que tengan razón, pero
precisamente por ello tiene esa belleza de la sencillez, que tal vez sea la más
hermosa de todas. Para que una ciudad sea bella no hacen falta rascacielos, ni
monumentos aparatosos, ni avenidas como trazadas con tiralíneas. No, basta con
una modesta casa de dos pisos con un mirador de madera y balcones adornados con
floridas macetas. Basta un farol adosado a un lienzo blanco de pared, cuya luz
adormecida por un cristal esmerilado vaya a perderse entre las hojas de los
árboles. Basta un muro sobrio y rudo de un viejo convento, en una calle llena
de sabor, o una plaza cuadrangular desierta, sin árboles, con una vieja casa al
fondote oscuro portalón con dintel de piedra y noble escudo.
No son precisos grandes monumentos con estatuas colosales, pues como oí decir en cierta ocasión al escultor Jacinto Higueras, “una estatua pequeña es tan artística que se hace grande”. Así es, y sobre todo, si tiene el encanto y la ternura de la de esa niña que a la sombra de un olmo centenario lee y lee. Lo mismo en los días calurosos de verano, que, en los crudos de invierno, y que en la primavera se ve envuelta por las rosas que comienzan a abrirse con profusión por todos los jardines de la ciudad sin desaparecer hasta el otoño. O la de esos niños que eternamente juegan con las bolas a la sombra de los muros de la catedral, bajo las hojas de los ailantos, en ese rincón del Prado que tiene un estilo inconfundible y señero.
Creo que he aludido con cierta claridad a una serie de rincones de Ciudad Real, pero esto no significa que desprecie otros. He destacado estos tal vez por ser los menos conocidos, ¿pero como no voy a recordar la belleza y el mérito artístico de la iglesia de San Pedro y de esos jardines que ambientan su entrada? y sobre todo, como no voy a decir algo del Pilar que tal vez sea el auténtico corazón de la ciudad, algo así como lo era la vieja Puerta del Sol para el Madrid de antaño, para el Madrid que murió arrollado por los tiempos. La Plaza del Pilar tiene su alma perdurable, lo mismo con la estatua de Cervantes, que con la fuente, que con la de Don Quijote, igual con los antiguos palacetes que con las modernas casas que la ensombrecen.
La vida a veces nos lleva por caminos
ignorados, caminos que me trajeron a esta ciudad y que igualmente me pudieran
alejar de la misma. Por este motivo aprovecho la ocasión para dejar bien
sentado, que ocurra lo que ocurra, siempre recordaré con nostálgica tristeza,
los tiempos de la Plaza del Pilar, cuanto tantas veces pasaba al día por la
misma.
Ciudad Real, diciembre de 1968.
Carlos López Bustos. Boletín Municipal Núm. 28 Diciembre 1968
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